Chapter 5: I. El Estado, entre el orden y el desorden: la modernización de la violencia política en el reinado de Alfonso XIII (1902-1931) - Política y violencia en la España contemporánea II: Del «Cu-Cut!» al Procés (1902-2019) (2024)

I

EL ESTADO, ENTRE EL ORDEN Y EL DESORDEN: LA MODERNIZACIÓN DE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN EL REINADO DE ALFONSO XIII (1902-1931)

LA CATALUÑA INGOBERNABLE: AGITACIÓN Y REPRESIÓN EN LOS ALBORES DEL SIGLO XX

Tras las huelgas generales de 1901 a 1903, comenzó a tomar forma en los ámbitos políticos de Madrid la imagen de una Cataluña en perpetua rebeldía, donde las diversas fuerzas políticas y sociales establecían alianzas muy cambiantes: la conspirativa del anarquismo y el republicanismo hasta 1909; la parlamentaria del catalanismo, el republicanismo y el carlismo en torno a Solidaritat Catalana, o la menos explícita del lerrouxismo con el Gobierno central para hacer frente respectivamente a las amenazas nacionalista y anarquista. Ello generó enfrentamientos violentos entre republicanos y carlistas en la polémica anticlerical de inicios de siglo, entre anarquistas y lerrouxistas por el control de las masas populares o entre radicales y solidaristas durante las campañas electorales y por el predominio en el ámbito local. Una situación agravada por la falta de sintonía entre las diversas instancias de poder central: Gobierno, Gobierno Civil, Capitanía General y Gobierno Militar.

La transición acelerada hacia la modernidad que se estaba produciendo en Cataluña en esa época acarreó la cohabitación en el seno de un mismo movimiento de actitudes tradicionales y de propuestas de renovación política acordes con los tiempos. Ello sucedió especialmente en el republicanismo, donde se produjeron importantes conflictos entre la vieja guardia personificada en la venerable figura de Nicolás Salmerón y el populismo de masas representado por el joven periodista Alejandro Lerroux. Un conflicto generacional similar se produjo también en el seno del carlismo, mientras que, en el movimiento anarquista, el individualismo libertario fue dejando paso al sindicalismo revolucionario, y luego al anarcosindicalismo como postura sincrética que permitiría una mayor implantación en el universo societario catalán.

En esa línea de articulación teórica del impulso revolucionario de las masas obreras, el pedagogo republicano Francisco Ferrer patrocinó la edición del periódico La Huelga General, en donde proponía una visión «científica» de la revolución, que ya no estaría basada en un golpe cívico-militar, sino en una transformación completa del orden económico y en la destrucción de toda autoridad gubernamental, mediante la apropiación por parte de los trabajadores de todos los medios de producción y de transporte, y la ejecución de un plan estricto de lucha armada centrado en el desencadenamiento de una huelga general insurreccional. Mayor notoriedad alcanzó Ferrer con la dirección de novedosas experiencias pedagógicas como la Escuela Moderna, creada en 1901 para solucionar, entre otros, el problema de la capacitación revolucionaria del proletariado urbano. Se pretendía, según Ferrer, denunciar «las mentiras religiosas, gubernamentales, patrióticas, de justicia, de política y de militarismo, para preparar cerebros aptos para una revolución

«La ciudad de las bombas»

Estos novedosos planteamientos revolucionarios, surgidos del sector más militante del republicanismo, coincidieron con la disminución de la actividad huelguística, patente entre 1904 y 1909. En paralelo, el terrorismo volvía a dominar las calles de Barcelona, alcanzando su punto álgido en 1907, significativamente en el inicio de un nuevo periodo de gobierno del líder conservador Antonio Maura. Esta segunda etapa terrorista eligió unos objetivos menos ambiciosos que la de fin de siglo, pero alcanzó el suficiente grado de cotidianeidad como para otorgar a Barcelona el sobrenombre de «ciudad de las bombas». Según Núñez Florencio, la oleada de atentados de 1904 a 1909 tuvo como precipitantes el fracaso del movimiento reivindicativo de la jornada de ocho horas, los problemas para la celebración del Primero de Mayo que motivaron los anteriores intentos anarquistas de huelga general, y la difícil situación económica (sobre todo en los sectores textil y de la construcción), que acentuó el malestar previo al paro general de 1902. Álvarez Junco explica el terrorismo como «producto de la desesperación de ciertos grupos ante la continuada crisis de trabajo, el fracaso de las acciones huelguísticas, la intransigencia patronal y la represión oficial». Este «terrorismo secundario» también debe ser analizado, en opinión de Romero Maura, a partir de la dinámica interna del movimiento anarquista catalán, menos perseguido que años atrás y depositario de una compleja subcultura de la violencia, pero cuya importancia política iba disminuyendo en favor del republicanismo radical. Para este último autor existían tres modalidades de terrorismo: el estratégico abocado al magnicidio, que pretendía crear la perturbación política imprescindible para el desarrollo de un movimiento revolucionario a escala nacional; el táctico que estaba implícito en las luchas entre anarquistas y republicanos por ganar influencia sobre la clase obrera, y el espontáneo o irreflexivo, exponente de la desorientación ideológica que atenazaba al anarquismo «puro» a partir de 1903, y que se expresó a través de atentados con bomba y actos rayanos en la delincuencia Los perpetradores de esta nueva oleada terrorista actuaron de manera más indiscriminada que los de la década de 1890, ya que colocaron sus artefactos en los espacios comunes de las casas de vecindad (patios, portales, huecos de escalera) y en lugares (calles, plazas o ramblas) o servicios públicos (tranvías, urinarios o mercados).

El preludio a esta nueva oleada de bombas lo puso el descubrimiento de un presunto complot terrorista que debía desencadenarse el día de la jura constitucional de Alfonso XIII: el 17 de mayo de 1902, la Policía halló unos cartuchos de dinamita en la Carrera de San Jerónimo, y detuvo a un grupo de anarquistas, entre ellos Pedro Las bombas volvieron a estallar en las principales vías, edificios públicos y mercados de Barcelona, pero esta vez sin que los anarquistas reconocieran su directa paternidad. El rebrote del terrorismo destapó de nuevo la vieja polémica sobre la eficacia policial, que había enfrentado al Gobierno con las fuerzas vivas de Barcelona durante la década anterior. Poco después del descubrimiento de un artefacto en la Rambla de las Flores el 4 de septiembre de 1904, el gobernador civil Carlos González Rothwoss señalaba a Maura la grave responsabilidad en que incurrían los gobiernos de Madrid por «el estado de completo abandono en que esto se encuentra en todo cuanto con la seguridad y vigilancia se El 23 de noviembre, seis días después de la explosión de una bomba en la calle Fernando que provocó un muerto y catorce heridos, 62 presidentes de sociedades barcelonesas se congregaron en el Ayuntamiento y la Diputación para reclamar la creación de un servicio especial de vigilancia. El mismo día, el titular de Justicia, Joaquín Sánchez de Toca, presentó ante el Senado un proyecto de Ley complementario de la normativa antiterrorista de julio de 1894, por el que se ampliaba el ámbito delictivo de la misma a la amenaza verbal o escrita contra colectividades, clases sociales o corporaciones; la inducción, la propaganda de las doctrinas libertarias, y la incitación a cometer acciones consideradas subversivas o criminosas. Las responsabilidades penales de este tipo de actos serían dictaminadas en juicio por Jurado. El tenor de las enmiendas presentadas al proyecto de Ley se dirigía de nuevo a reprimir todo tipo de propaganda y apología verbal o escrita en favor del anarquismo, permitir el cierre de las asociaciones afines y aplicar penas de prisión correccional por la apología de esos delitos. Como era previsible, liberales, demócratas y republicanos cerraron filas contra esta proposición. Voces autorizadas como Rafael María de Labra o Eugenio Montero Ríos advirtieron del peligro que para las libertades individuales y el control de los actos gubernativos supondría la aplicación de esta ley, que a la postre no fue

Lerroux, Ferrer y los complots anarco-republicanos de 1901 a 1906

Resulta significativo que las explosiones de artefactos en el centro de Barcelona coincidieran en ocasiones con la llegada a la ciudad de destacados dirigentes republicanos, como sucedió con Lerroux en 1904 y con Salmerón a inicios de septiembre de 1905. Además de los condicionantes internos de un movimiento ácrata en crisis tras el fracaso de la oleada huelguística de inicios de siglo, el rebrote del terrorismo puede explicarse parcialmente como respuesta a la revitalización del republicanismo; una fuerza política dispuesta a competir con el anarquismo en verbalismo revolucionario y preocupación social, pero también en sus afanes proselitistas sobre el mismo segmento de las clases populares urbanas.

Los movimientos de renovación del republicanismo histórico (en concreto el blasquismo y lerrouxismo, cuya diversidad de adeptos no obstaculizaba la aplicación de un discurso populista muy similar, henchido de imágenes revolucionarias) no hicieron ascos a una eventual alianza con el militarismo rampante desde fines de la centuria. De modo que, todavía en 1898, Blasco Ibáñez observaba con simpatía los movimientos de Weyler, Lerroux esperaba que el Ejército proporcionara un nuevo caudillo a los e incluso Labra opinaba en un mitin pronunciado en Gijón en 1899 que el republicanismo debía aplicar todos los procedimientos de acción política, «lo mismo los normales que los extraordinarios», según las circunstancias y atendiendo a los principios de patriotismo y democracia. Aunque matizaba que «las revoluciones tienen que ser preparadas y no hay que pensar en su justicia y hasta su posibilidad, si no las precede un gran movimiento de opinión pública, que es necesario determinar por procedimientos propagandistas y de excitación nacional y suficiente. Nada más desastroso que confundir la revolución con la conspiración, pero nada más fácil. De ello tenemos sobradas

Alentado bajo cuerda desde 1901 por Moret para enfrentarlo al naciente catalanismo, esta ala radical, jacobina y no federalista del republicanismo había ido aglutinándose desde 1893 como fuerza política independiente gracias al dinamismo y el carisma de Lerroux, verdadera alma de la protesta popular contra la política represiva de los gobiernos turnistas en 1893-1897, y de la campaña de republicanos, librepensadores, socialistas y anarquistas en favor de la revisión del proceso de Montjuïc. Provisto de un discurso demagógico basado en el anticlericalismo, el anticatalanismo y la vaga promesa de una revolución social, Lerroux realizaba en esos momentos los esfuerzos más notorios para la redefinición doctrinal del viejo modelo insurreccional Una pauta subversiva que trataba de revisar el revolucionarismo decimonónico tan arraigado en la cultura política del movimiento, y adoptar una estrategia más acorde con los nuevos modos de participación política de las masas en el ámbito urbano. Este proceso de actualización trató de conciliar la tradición revolucionaria republicana con los elementos de lucha social aportados por el anarquismo. El lerrouxismo fue elaborando y desarrollando una subcultura de la movilización que hundía sus raíces en las algaradas populares decimonónicas, pero a la que el republicanismo radical dio coherencia y vertebración, hasta transformarla en una de sus más peculiares señas de identidad, y en un resorte fundamental de su estrategia partidista. Ya en 1898, Lerroux había sostenido que la revolución era algo muy distinto del motín o del pronunciamiento militar al viejo estilo; consistía más bien en un estado de ánimo gestado lentamente en la conciencia social de las masas. El caudillo radical estaba impregnado de un sentido irracional, naturalista y cataclísmico de la revolución, a la que identificaba con las imágenes de un volcán, un terremoto, una inundación o un monstruo. Imaginaba la revolución como una explosión de fuerza purificadora y transformadora, imposible de encauzar con un simple programa político: «La revolución es una fuerza que se elabora en la conciencia social por gestación de muchos años. Estalla, como las fuerzas naturales, cuando debe estallar». Lo cual no quería decir que no pudiese ser precipitada por una raza de «hombres nuevos, jóvenes, viriles, inteligentes, entusiastas hasta la abnegación, audaces hasta la temeridad», dispuestos a «atacarlo todo y atreverse a Pero al margen de estas afirmaciones, que evidenciaban la interpenetración de ideas entre unos movimientos que compartían una misma tradición histórica e ideológica y unos esquemas mentales por aquel entonces difícilmente disociables, la violencia cotidiana no fue dejada de lado. El empleo de grupos violentos en momentos clave de la lucha política barcelonesa fue un recurso empleado por el radicalismo desde sus pasos iniciales en Barcelona hasta los sucesos de la «Semana Trágica».

Las primeras tentativas de concertación teórica del pathos insurreccional republicano y de la «propaganda por el hecho» anarquista fueron realizados por Nicolás Estévanez Murphy, exmilitar, conspirador federal y fugaz ministro de la Guerra en junio de 1873, luego agente zorrillista en estrecho contacto con elementos militares, y siempre modelo de republicano intransigente partidario de la revolución, a mitad de camino entre el político de acción decimonónico y el intelectual anarquizante y anticlerical de fines de siglo. Estévanez había sido colaborador en La Huelga General, sufrió arresto en agosto de 1896 en Barcelona por su participación en un movimiento de protesta por el embarque de tropas a Cuba, y hubo de pasar por los tribunales militares en febrero de 1900 por un artículo incendiario contra el castillo de Montjuïc, símbolo secular de la opresión estatal sobre Cataluña. Retirado voluntariamente a París en marzo de 1901, mantuvo contacto con activistas ácratas como Pedro Vallina, y era, como su amigo Francisco Ferrer, un personaje representativo en ese abigarrado universo conspirativo de emigrados y viajeros forzosos que amalgamaba a los republicanos de todos los colores con los anarquistas, y que mantuvo durante largos años en vilo a las policías de uno y otro lado de la frontera. Según algunos indicios, Lerroux conectó con Estévanez en París en 1902. Afectado quizás por los reiterados fracasos insurreccionales del republicanismo, y aleccionado por la teoría subversiva del bakuninismo, el agitador canario era partidario de una revolución popular, violenta y viril, ejecutada a la luz del día por las masas al margen de las organizaciones políticas. La alternativa insurreccional propugnada por Estévanez era una estrategia muy próxima de la actual guerrilla urbana, y consistía en la utilización sistemática de modernos recursos técnicos como los explosivos, los gases asfixiantes, la electricidad, la telegrafía sin hilos, los soporíferos para el ganado, los productos químicos a agregar al enarenado de las calles decretado por las autoridades, el uso de material de zapadores, ingenieros y bomberos, etc. Estévanez planteó además algunas interesantes variantes tácticas del tradicional motín callejero (como el uso selectivo de barricadas, balcones, azoteas, alcantarillas y edificios intercomunicados), pero no encaminó sus ideas revolucionarias hacia sus previsibles últimas consecuencias: la paramilitarización de la vanguardia obrera que abordaría el bolchevismo una década

A fines de 1901, Lerroux entró en contacto con Emilio Junoy y con los dirigentes republicanos valencianos Rodrigo Soriano y Vicente Blasco Ibáñez para la creación de la Federación Republicana: plataforma no partidaria de convergencia de diferentes formaciones republicanas aneja a una Federación Revolucionaria, organización semiclandestina creada en 1902 para atizar la protesta obrera y anticlerical, e impulsar movimientos insurreccionales con el anarquismo hasta hacer viable un golpe de fuerza Sin embargo, la Federación Revolucionaria quedó seriamente afectada ante el avance del proceso de fusión republicana en torno a Salmerón, y por la enemistad surgida entre el antisolidarista Blasco y el solidarista Soriano por el liderazgo del republicanismo valenciano. Rivalidad que hasta 1918 tuvo en Levante secuelas violentas muy cercanas al

A inicios de siglo, el Ejército continuaba siendo la esperanza de los republicanos moderados que temían el protagonismo anárquico de las masas lideradas por Blasco y Lerroux. El propio Salmerón, en un discurso pronunciado en Almería en octubre de 1902, habló de conquistar el poder sin reparar en los medios. Pero el expresidente republicano defendía un proyecto insurreccional distinto al de Blasco y Lerroux. Pensaba que la aproximación de Canalejas a los republicanos, la pugna entre los herederos de Cánovas, los motines anticlericales y la subsiguiente represión podían reproducir las convulsiones de inicios de 1873 que llevaron a la República. Ni tan siquiera descartaba una abdicación del joven rey Alfonso XIII y una transición hacia un régimen republicano conducida por los demócratas. Su llamamiento y sus elogios al Ejército eran un intento de restar protagonismo a las masas urbanas:

El Ejército se encuentra en este dilema: o con la Patria o con el Rey. Y si, cosa que no creo, fuese tan ciego que se declarase exclusivamente del Rey, olvidándose de 1898, en que fue entregado sin serle permitida la defensa del honor nacional, ¡ah!, entonces no tendríamos otro remedio que hacer la revolución como se hizo en Francia, realizándola sólo el pueblo en la seguridad de que, como en Francia, también acataría el primero la resolución de

La actividad revolucionaria del ala radical del republicanismo tuvo, sin duda, más trascendencia que los desahogos militaristas de Salmerón. Como señala acertadamente Álvarez Junco, «fue precisamente entre Vallina, Estévanez y el grupo de republicanos y anarquistas refugiados en París donde se fraguó, entre 1903 y 1904, la nueva oleada de A ello habría de añadirse la actividad de Lerroux en Barcelona, el apoyo económico de los republicanos de varios países de América –sobre todo del doctor Rafael Calzada desde la y la intensificación del tráfico de armas por la frontera francesa. Descontentos por la cautela política que mostraba Salmerón al frente de la Unión Republicana, pronto comenzó a desgajarse del republicanismo unitarista un ala más intransigente, que aspiraba a una movilización revolucionaria de la clase obrera bajo premisas populistas. Fue entonces cuando comenzó un acercamiento del republicanismo radical al activismo anarquista, favorecido por los múltiples puntos de contacto existentes entre estos dos tipos de cultura política «plebeya» de contestación al orden establecido: la exaltación de la voluntad colectiva del «pueblo trabajador», la democracia popular, el anticlericalismo, el antiparlamentarismo o el anhelo de un enfrentamiento violento contra el sistema liberal mediante una insurrección.

París fue el principal punto de convergencia de las aspiraciones revolucionarias de ácratas y republicanos de toda laya, apoyados por las ligas y organizaciones autóctonas de cariz internacionalista, masónico o librepensador. Este grupo pasó de las denuncias de la «España inquisitorial» a la preparación de sucesivos magnicidios que, a imagen de la labor subversiva del populismo ruso, deberían desembocar en una insurrección antimonárquica. En esta línea conspirativa se inscriben la agresión de Joaquín Miguel Artal contra Maura el 12 de abril de 1904 durante la visita del rey a Barcelona, el atentado contra don Alfonso y el presidente francés Émile Loubet en la rue de Rohan de París en la madrugada del 1 de junio de 1905 (a pesar de la detención previa y el sonado procesamiento ulterior de Charles Malato o Pedro Vallina), y sobre todo el atentado perpetrado el 31 de mayo de 1906 por Mateo Morral contra los reyes el día de su enlace, que causó 33 muertos y 108 heridos. La iniciativa, alentada de nuevo por el grupo conspirador repartido en Barcelona, París y Londres, había contado con la participación activa de personalidades como Ferrer, Estévanez y Lerroux, que se habían reunido con el regicida en el Tibidabo dos semanas antes de su marcha a Madrid. Morral se suicidó poco después del atentado, pero Ferrer y otros tres acusados fueron absueltos el 13 de junio de 1907 en un juicio por complicidad a falta de pruebas, y pasaron, como Lerroux, a residir temporalmente en París con el vano propósito de eludir la vigilancia

Militares revoltosos, jóvenes bárbaros, anarquistas y detectives en la Barcelona de comienzos de siglo

La conspiración regicida no fue la única vía subversiva ensayada por el republicanismo en los años que mediaron entre la campaña de revisión del proceso de Montjuïc y la «Semana Trágica». El empleo de grupos violentos fue un recurso utilizado por el radicalismo republicano desde el ensayo de Federación Revolucionaria de inicios de siglo. Lerroux alentó la formación de «rondas volantes» de carácter intimidatorio para «vigilar» la pureza del sufragio en tareas de enlace y supervisión, pero también para acosar e intimidar a los militantes y dirigentes de la Lliga, carlistas, clericales e incluso republicanos solidaristas. Ese fue el origen, a partir de 1904, de las bandas de «jóvenes bárbaros», que continuaron por largo tiempo alentando el uso del «santo garrote» o la «Browning republicana» contra el «trabuco carlista» como adaptación a sus principios e intereses políticos de la doctrina de la acción directa Los «jóvenes bárbaros» eran duchos en violencias de baja intensidad, como las concentraciones intimidatorias, las exhibiciones callejeras y los desórdenes de todo tipo (asaltos a periódicos, algaradas, agresiones individuales…), preferentemente en periodos electorales o en coyunturas de fuerte enfrentamiento interpartidario. Su época dorada transcurrió entre 1906 y 1909, sobre todo en los aledaños del triunfo electoral de Solidaritat Catalana. Esta coalición política de amplio espectro, de la que sólo quedaron fuera los conservadores y liberales dinásticos y los republicanos lerrouxistas, surgió de la reacción cívica contra la reaparición de la amenaza pretoriana: en la noche del 25 de noviembre de 1905, un grupo de 200 jóvenes oficiales, molestos con una caricatura que hacía burla de la deslucida actuación del Ejército en las pasadas contiendas coloniales, se congregó en la Plaça Reial y asaltó la redacción y los talleres de la revista satírica Cu-Cut! y los locales del diario lligaire La Veu de Catalunya, quemando mobiliario y maquinaria y atemorizando a los pacíficos viandantes, mientras que en Madrid otros oficiales de menor rango exigieron la suspensión de las sesiones de Cortes hasta que no se hubieran tomado medidas expeditivas contra los Montero Ríos se quedó solo en la defensa del poder civil, y se vio obligado a presentar la dimisión el día 30, después de que el Congreso hubiera aprobado el dictamen para la suspensión de garantías en Barcelona por 133 votos contra 25, y con la abstención de los conservadores. El nuevo Gobierno, presidido por Moret, tenía como ministro de la Guerra al general Agustín Luque, uno de los capitanes generales que habían secundado a los amotinados de Barcelona. Los incidentes desataron la indignación de la mayoría de la sociedad catalana, más aún cuando el gesto sedicioso había contado con el apoyo tácito de las autoridades civiles y militares, y la pasividad –si no la aquiescencia– de los gobiernos de Madrid. El 20 de marzo de 1906, el Gabinete liberal impulsó la promulgación una ley por la que toda ofensa a la Patria o al Ejército pasaría a ser dirimida por la jurisdicción militar. El 20 de mayo, entre 150.000 y 200.000 personas desfilaron por las calles de la ciudad condal en homenaje a los parlamentarios que se habían opuesto a la que, en adelante, se denominaría Ley de Jurisdicciones. Solidaritat Catalana cosechó grandes éxitos en las elecciones provinciales y generales de 1907, pero pronto se escindió entre colaboracionistas y opuestos al régimen monárquico.

La violencia de los «jóvenes bárbaros», enfrentados en la calle a los catalanistas y a los republicanos solidaristas, estaba directamente vinculada al recrudecimiento a fines de 1906 de la campaña anticlerical con la discusión del proyecto de Ley de Asociaciones religiosas y a las convocatorias electorales que tuvieron lugar al año siguiente. Una de las más sonadas acciones de los pintxos (matones) lerrouxistas fue el tiroteo el 18 de abril de 1907, en la carretera de la Creu Coberta hacia Hostafranchs, del automóvil en que viajaban Salmerón, Francesc Cambó, Eusebio Corominas y otros candidatos solidaristas, en el que Cambó resultó gravemente En la Asamblea de la Unión Republicana celebrada en Madrid el 23 de junio de 1907, Lerroux fue sometido a un tribunal de honor que acabó excluyéndole del partido por su más que dudosa administración del «tesoro revolucionario» acopiado en los años anteriores para financiar el derrocamiento de la En enero siguiente fundó el Partido Republicano Radical como organización autónoma de alcance nacional, representante de una izquierda republicana, democrática y socializante. Pero, en la práctica, el republicanismo radical no contemplaba otro agente revolucionario que el Ejército, concebido a la usanza de Ruiz Zorrilla como el brazo armado de la patria y el partero de la futura En consecuencia, los «jóvenes bárbaros» fueron desapareciendo de la calle en vísperas de la Gran Guerra, a medida que Lerroux y sus secuaces entraban por la amplia senda de la respetabilidad y el compromiso.

La mayoritaria apuesta por el legalismo del movimiento republicano heredero del progresismo no supuso en ningún momento la renuncia categórica a una posible acción armada llevada a cabo por el Ejército, como lo atestiguarían los contactos de Lerroux con los militares en los aledaños de las crisis de 1909, 1917, 1930 y 1932, la reclamación de Blasco Ibáñez para que los militares derribaran la Dictadura de Primo de Rivera y abrieran las puertas a la y el insurreccionalismo de base preferentemente castrense impulsado por el Comité Revolucionario Nacional en 1930-1931. El republicanismo radical pasaría del pronunciamiento a la conspiración, el complot y el atentado con ayuda del anarquismo, para derivar en la segunda década de la centuria a la acción conjunta de masas con el movimiento obrero organizado y un sector de las Fuerzas Armadas.

Con el auge del republicanismo radical y del obrerismo sindicalista revolucionario, la actitud política de la burguesía catalana se hizo más errática, oscilando entre los deseos de autonomía y la necesaria colaboración con el Gobierno central en el establecimiento de un sistema eficaz de coerción. Situación ambigua que provocó no pocos roces institucionales en los años previos a la «Semana Trágica». Ya desde su toma de posesión a inicios de 1907 las grandes corporaciones industriales, comerciales y agrarias barcelonesas exigieron al primer ministro Maura una reforma policial y nuevos instrumentos legislativos para poner coto al desorden que, en su opinión, campaba por las calles de Barcelona. El atentado de la calle Mayor había precipitado una reforma total de los cuerpos de seguridad, que fueron dotados por el conde de Romanones de una Secretaría General de Policía –verdadero precedente de la Dirección General de Seguridad, y que fue suprimida en 1939– bajo la dependencia del Gobierno Civil de Madrid para que coordinase, estudiase y clasificase los elementos de información necesarios para las investigaciones. También se creó una Escuela de Policía y se reformó la Brigada antianarquista de Barcelona. Pero las fuerzas catalanistas no se conformaban con estas medidas, e instaron al Gobierno a catalanizar las fuerzas de seguridad, bajo la amenaza de crear una Policía paralela que garantizase por sí misma la seguridad de la ciudad. Como preludio a esta decisión, en febrero de 1907 se creó un comité federativo de las entidades corporativas de la capital catalana, que figura en los orígenes de la Liga o Junta de Defensa de Barcelona. En esencia, esta nueva entidad era una comisión de seguridad instituida al margen de la autoridad gubernativa, apoyada por los responsables del movimiento solidarista y colocada al servicio exclusivo de las autoridades locales para combatir el terrorismo, pero también para poner en el disparadero las frecuentes torpezas de la Policía oficial.

La ineficacia policial en la resolución del problema terrorista fue un arma política siempre al alcance del catalanismo, que no dudó en instrumentalizar el pánico de la burguesía barcelonesa para arrancar más amplias competencias en materia de orden público. Estas presiones arrojaron como fruto parcial la constitución del Somatén barcelonés, que fue presentado como garantía de autodefensa contra el movimiento obrero revolucionario y el republicanismo, pero también como baza de fuerza a interponer en las cada vez más tensas relaciones entre el gobierno de Madrid y la guarnición de Barcelona. Así se entienden las continuas reuniones de las corporaciones patronales barcelonesas, bajo el cobijo del Ayuntamiento y la Diputación, con el objetivo de organizar una Policía paralela: la Oficina de Investigación Criminal (OIC), que fue creada bajo la dirección del inspector inglés Charles J. Arrow en julio de 1907, en medio de la indignación de los republicanos radicales y de los anarquistas adscritos a Solidaridad Obrera y encabezados por Salvador Seguí, que organizaron tumultuosos actos de protesta durante ese verano. La OIC fue también manzana de la discordia entre las instituciones catalanas y el Gobierno central (que no sancionó su legalidad hasta la promulgación de un Real Decreto el 26 de enero de 1908), entre el poder civil y un poder militar cada vez más activo en el control de las situaciones de excepción, y entre los mismos representantes solidaristas de la Diputación y el Ayuntamiento, en especial la Lliga y la moribunda Unión Republicana. Incluso las «buenas familias» de Barcelona comenzaron a hacer el vacío a Arrow cuando amenazó con investigar en serio algunos asuntos de terrorismo con inconfesables ramificaciones en la alta sociedad, como el «caso Rull». Para colmo, la OIC pronto se vio infestada de agentes gubernamentales infiltrados, y minada por estériles rencillas internas que impidieron la real puesta en marcha de la entidad. Sus relaciones con Prat de la Riba se deterioraron en el otoño de 1908, y se rompieron definitivamente cuando la OIC fue incapaz de predecir el estallido de la «Semana Trágica», tras de lo cual fue disuelta el 20 de agosto de

De nuevo en el poder desde enero de 1907, Maura y La Cierva iniciaron el más ambicioso programa elaborado hasta la fecha para la reforma de la seguridad pública: por Real Decreto de 4 de febrero de 1907, el Gabinete presentó un proyecto de Ley para prorrogar la suspensión en Barcelona y Gerona del juicio por Jurado para casos relacionados con el terrorismo. El 28 de febrero de 1908 se promulgó una Ley Orgánica de la Policía Gubernativa de Madrid, que estableció oficialmente la distinción entre los Cuerpos de Vigilancia y Seguridad, y su supeditación a las órdenes del gobernador civil de la provincia. Otra Ley de 27 de febrero, impulsada probablemente como repuesta a la creación de la Junta de Defensa de Barcelona, puso en marcha las Juntas Superiores de Policía, compuestas por el gobernador civil y otras instituciones ciudadanas. El 11 de abril se hizo público el reglamento definitivo del Cuerpo de Seguridad y Vigilancia para toda España, que estaría vigente hasta la profunda remodelación del Cuerpo emprendida en noviembre de 1930 por el general Mola. El Cuerpo de Seguridad se extendió a las capitales y poblaciones importantes de catorce provincias, dejando a las fuerzas de Policía local bajo su estricta dependencia, y se conectó telegráfica y telefónicamente a todos los Gobiernos Civiles con el Ministerio de la Gobernación. Por último, el nuevo gobernador civil de Barcelona, Ángel Ossorio y Gallardo, logró el suficiente apoyo material para que el número de agentes que prestaban servicio en la ciudad condal se ampliara a 400 en 1907, a 540 en 1908 y a 800 en abril de 1909.

El descubrimiento del «caso Rull» coincidió con esta labor de reforma del cuerpo policial barcelonés. Juan Rull i Queraltó había entrado al servicio del gobernador civil duque de Bivona en el invierno de 1906 para prevenir nuevos atentados, pero los sucesivos gobernadores Manzano y Ossorio tuvieron ocasión de constatar que las bombas se prodigaban en proporción a la generosidad de las gratificaciones otorgadas a este confidente, de modo que el 6 de julio de 1907 Rull fue detenido junto a su hermano Hermenegildo, sus padres y un antiguo carlista llamado Perelló. La instrucción del sumario reveló que Rull había transformado el terrorismo en un turbio pero rentable negocio familiar, con oscuras ramificaciones en personajes como Ferrer, Lerroux y la alta burguesía industrial catalana como Eusebio Güell. Rull acabó ante el verdugo el 8 de agosto de 1908, pero las explosiones se siguieron produciendo de forma ocasional incluso después de la «Semana

El asunto, nunca completamente dilucidado, de las «bombas de Barcelona» lesionó gravemente la imagen del Gobierno central y de las autoridades gubernativas, que, en ese momento, y sobre todo a partir de 1909, comenzaron a perder terreno en favor del poder militar. Pero no es menos cierto que los atentados fueron la excusa esgrimida para desarrollar sin descanso toda una legislación excepcional que amenazó la normal actividad partidaria, las libertades públicas e incluso la independencia del Poder Judicial. El máximo exponente de esta deriva fue la tramitación en enero de 1908 de un proyecto de Ley que adicionaba a la Ley de 10 de julio de 1894 sobre atentados por medio de explosivos un único artículo, por el que se autorizaba al Gobierno, a petición de las autoridades de la provincia afectada, a suprimir publicaciones y centros considerados como anarquistas, y expulsar del reino a las personas que, de palabra o por escrito, propagasen ideas ácratas o formaran parte de asociaciones de ese cariz. Estos individuos corrían el riesgo de purgar largos años de cárcel en caso de retorno, y se establecía la posibilidad de crear una Sala Especial para procedimientos especiales contra el terrorismo, medida que no sería adoptada en Europa hasta la Gran Guerra. El texto, que pronto fue conocido popularmente como «Ley de Represión del Terrorismo», fue discutido en la caldeada atmósfera provocada por las revelaciones del «caso Rull» y el asesinato el 1 de febrero del rey Carlos de Braganza y el príncipe heredero de Portugal. Liberales de izquierda, socialistas y republicanos –un verdadero Bloc des gauches a la española– la consideró un serio atentado a los derechos básicos, sobre todo el de asociación. El debate, celebrado en marzo-mayo de 1908, fue uno de los más enconados del «Parlamento largo», y dio lugar a una campaña sucesora de la de Montjuïc y precursora del «Maura no» del año siguiente. Acosado por esta ofensiva, que marcaba el inicio del consenso de la izquierda contra su persona, el líder conservador aparcó el proyecto a inicios del verano de 1909, no sin antes haber abordado un importante plan de reorganización de los servicios policiales: un Real Decreto de 27 de febrero de 1908 estableció definitivamente la estructura de la Policía Gubernativa, con el nombramiento de un comisario general de Vigilancia en Madrid y un inspector general en Barcelona, que actuaban con autoridad propia en el ejercicio de sus funciones, en su calidad de jefes de los servicios de los Cuerpos de Vigilancia y Seguridad. Sendos Reales Decretos de 3 de abril y 28 de diciembre de 1908 dispusieron la creación de las Jefaturas Superiores de Policía de Barcelona y Madrid, cuyo control especializado de las cuestiones de orden público representan el inmediato precedente del establecimiento de la Dirección General de Seguridad (DGS) en

¿El mayor motín urbano del siglo?: la «Semana Trágica» de julio de 1909

Estas ambiciosas medidas de reforma policial no eliminaron la trama conspirativa republicana orquestada por Lerroux desde que, tras haber perdido su inmunidad parlamentaria, optara por el exilio en Francia y Bélgica a inicios de 1908, e iniciara en octubre un viaje a Sudamérica para recabar apoyo económico. Fue la aventura colonial en Marruecos la que dio la excusa para una nueva oleada de protestas, orquestada por el socialismo a partir de 1907 y plagada de mítines, concentraciones y manifestaciones en puertos y estaciones ferroviarias, y huelgas generales como las de Alcoy y Calahorra, que se saldaron en esta última localidad con varios muertos y heridos. La Federación Socialista de Cataluña, haciéndose eco de las resoluciones antimilitaristas que se iban formulando en los foros de debate del movimiento obrero nacional y extranjero, y recordando el favorable eco popular que habían tenido las manifestaciones contra la guerra de Cuba, tomó la iniciativa de proponer a los anarquistas el 17-18 de mayo de 1909 un frente unido de lucha contra el naciente conflicto en el Rif, y comenzó a fines de junio los trabajos para instrumentar una gran movilización popular antibelicista desde la plataforma que brindaba Solidaridad Obrera. Esta confederación sindical se había creado el 3 de agosto de 1907 como un intento de reorganización de la antigua Federación Local Obrera, que había quedado virtualmente destruida tras la represión posterior a la huelga general de 1902. Ampliada a escala regional en marzo de 1908, Solidaridad Obrera se declaró autónoma, antipolítica y partidaria de la acción directa, a imagen de la Carta de Amiens asumida como programa por la CGT francesa en octubre de 1906.

La movilización de 20.000 soldados (en buena medida, reservistas) hacia las operaciones en Melilla por Real Decreto de 11 de julio de 1909 incrementó el malestar del obrerismo barcelonés, enojado por la depuración de sus dirigentes tras la huelga de 1902, por el férreo control de la Iglesia en el ámbito de la educación y la asistencia social, por las cargas fiscales adicionales que implicaba la aventura bélica en Marruecos y por el intento de imponer una ley contraterrorista que permitiría perseguir a las personas que, de palabra o por escrito, propagasen las ideas Ese mes de julio, la violencia social tuvo un brusco e inesperado estallido en Cataluña. El domingo 18, las escenas de despedida en el puerto de Barcelona se transformaron en violentas manifestaciones antibelicistas que recorrieron las Ramblas durante ese día y el siguiente, con el apoyo del Partido Radical y de su El gobernador Ossorio optó por considerar el problema desde el sesgo exclusivo del orden público, y procedió desde el día 22 a disolver de forma sistemática manifestaciones y mítines, y a suspender los periódicos de oposición. Además, desplegó a toda la Policía en la calle, lo que fue tomado por los huelguistas como una provocación Ese mismo día, el líder socialista Pablo Iglesias amenazó durante un mitin en Madrid con la convocatoria de una huelga general revolucionaria y las Juventudes Socialistas llamaron a secundar ese paro general contra la guerra.

El sábado 24, la dirección de Solidaridad Obrera debía reunirse para confirmar la convocatoria de huelga general, pero la cita fue suspendida por el gobernador civil Ossorio, que concentró en Barcelona a 400 guardias civiles de las comarcas. Solidaridad Obrera fue disuelta por las autoridades el día 26, a pesar de que, en la noche del sábado 24, había rehusado patrocinar formalmente el paro. Ello condujo a que el movimiento de protesta fuera asumido por los dirigentes más beligerantes y políticos a través de un comité de huelga formado el mismo día 26, y nutrido de las principales tendencias de Solidaridad Obrera (sindicalistas como José Rodríguez Romero, anarquistas como Miguel Villalobos Moreno y socialistas como Antonio Fabra Ribas), con el fin de presionar e imponer a los dirigentes republicanos y catalanistas la generalización de un movimiento antimonárquico que superase el plan inicial de huelga El Comité Nacional del PSOE consideró prematura la fecha del 26 de julio para desencadenar el paro, y planteó, de acuerdo con la UGT, su convocatoria para el 2 de

Tras producirse el 25 de julio nuevos tumultos en el puerto, donde la multitud mató a un teniente de la Guardia Civil, en la mañana del lunes 26 comenzó en Barcelona y otras localidades catalanas (Sabadell, Tarrasa, Badalona, Mataró, Granollers, Sitges, Premià de Mar…) una huelga general de 24 horas contra la guerra y los abusos del Gobierno. En el cinturón fabril de Barcelona, la huelga adquirió un carácter insurreccional en ciudades como Sabadell, donde se movilizaron 1.500 hombres armados al margen del comité de huelga. Tanto en esta ciudad como en Granollers o Mataró se cortaron las comunicaciones con el exterior, y unas improvisadas juntas revolucionarios proclamaron fugazmente la

El paro comenzó a generalizarse, pero al impedir los piquetes la circulación de carruajes y tranvías, la Policía de Seguridad y la Guardia Civil comenzaron a hostigar a los huelguistas, causando tres muertos –entre ellos, una niña– y numerosos heridos –entre ellos, nueve agentes– en los enfrentamientos iniciales. Estas primeras violencias y las incitaciones de los agitadores anarquistas hicieron degenerar una huelga que los socialistas pretendían pacífica y de corta duración en una insurrección popular que se expandió por Barcelona y alrededores. El comité de huelga se ocupó de orquestar la acción de protesta cuya dirección no quisieron asumir ni Solidaridad Obrera, ni los lerrouxistas, ni los catalanistas del Centre Nacionalista Republicà, pero perdió el control cuando, en la tarde del 26, comenzaron los enfrentamientos entre huelguistas y fuerzas del orden, especialmente la Guardia Civil. Ante la creciente gravedad de los sucesos, el comité obrero decidió que el paro continuase por tiempo indefinido, e intentó en vano que los políticos republicanos asumiesen la dirección del movimiento popular. La huelga mutó en un movimiento insurreccional espontáneo que escapó al control de los dirigentes sindicales y políticos, y adoptó la forma de un motín sin coordinación ni orientación, protagonizado por más de 30.000 personas de ambos Los tira y afloja en las cúpulas dirigentes de los partidos antimonárquicos evidenciaron que, a pesar de que en las barricadas ondeaban banderas tricolores y se habían dado vivas a la República desde el primer momento, la rebelión nacía huérfana de dirección. Mientras que los anarquistas predicaban la huelga insurreccional, los radicales, sondeados por el comité de huelga, se negaron a secundar cualquier iniciativa, limitándose a azuzar bajo cuerda los sentimientos anticlericales de las masas. A tal fin, el día 25, el diario radical El Progreso había publicado un artículo titulado «Remember!» donde recordaba y ponía como ejemplo la bullanga clericida de julio de 1835, brotada en plena guerra carlista.

Fue en ese momento cuando las fuerzas de orden público, desbordadas por los ataques de los incontrolados, optaron por una cauta retirada de las calles, mientras la ciudad se erizaba con cerca de 250 barricadas (sólo en Gràcia se erigieron 76) erigidas en un lapso de 4 a 5 horas. Como sucedería también en julio de 1936 o en mayo de 1937, los huelguistas partieron de los centros obreros, sindicatos, escuelas laicas, ateneos, cooperativas y centros excursionistas o esperantistas. No abandonaron simplemente el trabajo, sino que ocuparon los puntos estratégicos de las calles para defenderlas, siguiendo añejas pautas de resistencia y aprovechando densas redes de solidaridad Cabe destacar la acción de las mujeres (muchas de ellas familiares de reservistas o «damas rojas» del Partido Radical, rama femenina dedicada al auxilio de presos y perseguidos por cuestiones políticas y sociales), que tomaron las calles armadas de palos y piedras, y transmitieron consignas para impedir la apertura de los

La negativa de los guardias del Cuerpo de Seguridad (que sufrió a posteriori la expulsión de 78 de sus miembros) y de los agentes del Cuerpo de Investigación y Vigilancia a disparar contra el pueblo dio a la Guardia Civil un papel protagonista en la represión. El día 26, Ossorio hubo de resignar el mando en la autoridad militar, pero el Ejército tampoco fue capaz de dominar la situación, y hubo de abandonar la protección de los edificios religiosos, que comenzaron a ser atacados: a medianoche de ese lunes se incendió el colegio de los hermanos maristas del Patronato Obrero de San José, en el barrio de Poble Nou. Ese mismo día fueron asesinados los primeros religiosos: el padre marista Francisco Benjamín Mey y el sacerdote Ramón Riu, ambos en ese barrio barcelonés.

Ayuna de liderazgo, la huelga general revolucionaria se convirtió en un gigantesco motín, donde la pulsión anticlerical de una parte de las clases populares se convirtió en sustituto del A mediodía del martes 27, la huelga dejó paso en Barcelona a una auténtica revuelta armada, con el derribo de farolas y la erección de 130 barricadas en el centro de la ciudad. Entre las 13:30 y 15:30 horas comenzaron a arder iglesias y conventos, que fueron asaltados por grupos de 8 a 10 personas (formados no sólo por la púrria barcelonesa, sino también por militantes lerrouxistas y convocadas y organizadas a toque de silbato y de campana. Hasta el día 31 ardieron 112 edificios, 80 de los cuales eran establecimientos propiedad de la Iglesia, entre ellos 33 escuelas, 14 templos, 11 instituciones benéficas (orfanatos, asilos y correccionales), 6 círculos obreros católicos, 8 conventos de clausura y 8 residencias de religiosos, incluido el seminario Se profanaron tumbas de monjas en, como mínimo, seis conventos. El caso más conocido y publicitado fue el de las Jerónimas, pero también exhumaron cadáveres en los de las Capuchinas, Magdalenas, Dominicas, Arrepentidas y Significativamente, no se atacaron los cuarteles, los bancos, las fábricas o las residencias burguesas. Este desvío de objetivos y la incapacidad de atraerse al proletariado rural (como también sucedería en agosto de 1917 y octubre de 1934) fueron los errores tácticos fundamentales de la planificación de la protesta de julio de cuyo repertorio de actuación fue degradándose progresivamente: de la huelga general a la insurrección urbana, y de ahí a un motín anticlerical parangonable a los de 1822-1823 o 1835. Como en las bullangas decimonónicas, hubo asaltos a las casetas de consumos y a las armerías, tiroteos con francotiradores y saqueos, especialmente en los barrios periféricos de Poble Nou, Clot-Sant Martí, Sant Andreu y Gracia, y en los núcleos más humildes del centro, como el El miércoles 28 llegaron tropas de refuerzo desde Valencia, Zaragoza, Burgos y Pamplona, más fiables e intensamente aleccionadas por el ministro de la Gobernación Juan de la Cierva para ir a yugular una supuesta rebelión separatista. Esta jornada fue la más cruenta, especialmente en los barrios del Raval y Poble Nou, donde nuevamente se erigieron barricadas. Los enfrentamientos ganaron en intensidad (hubo descargas artilleras contra francotiradores), pero perdieron su objetivo inicial de protesta antimilitarista y su dirección transformadora de la realidad social y política.

Resulta notable el flujo acelerado de actores violentos diversos en estas tumultuosas jornadas; protagonistas sociales cada vez más desarraigados y desorganizados que dieron a la «Semana Trágica» su peculiar impronta de creciente anarquía. Si en principio la huelga general fue convocada por las organizaciones proletarias integradas en Solidaridad Obrera, y los trabajadores sindicados comenzaron a erigir barricadas y a agredir a la Policía, más tarde intervinieron algunos militantes radicales que dieron al movimiento un carácter político republicano y socializante. Luego, los hombres desaparecieron de la calle, y esta fue ocupada por niños y mujeres, que formaban el grueso de los grupos incendiarios. Por último, el hampa social de Barcelona se hizo con la situación, saqueando y robando los inmuebles desprotegidos, mientras que los clericales incrementaban sus provocaciones en un preludio de la represión que se iniciaría poco después. Las multitudes comenzaron a desaparecer de las calles a medida que se fue ampliando la presencia de tropas, aunque aparecieron los saqueadores en las proximidades de los edificios incendiados. En la tarde del viernes 30 comenzó a disminuir el fragor de la lucha. Aunque se mantuvo un esporádico tiroteo, los enfrentamientos remitieron casi por completo. El lunes 2 de agosto los obreros volvieron al trabajo. La «Semana Trágica» se había saldado con un balance oficial de 113 muertos y cientos de

Sonaba la hora del ajuste de cuentas: las clases conservadoras invocaron sin tapujos la represión y la delación. La acción punitiva oficial y privada se tradujo en la clausura de 105 escuelas laicas, centros republicanos, asociaciones culturales obreras y periódicos de izquierda, y en la detención de 3.720 personas, 1.725 de las cuales fueron procesadas en 739 causas incoadas entre el 1 de agosto de 1909 y el 19 de mayo de La víctima más notoria de estos sucesos fue Francisco Ferrer: detenido por el Somatén en la población de Alella el 31 de agosto, el Gobierno conservador, convencido de que estaba detrás del movimiento popular de Barcelona, y que en el juicio por el atentado de las bodas reales el fundador de la Escuela Moderna había salido impune por la deficiente instrucción del sumario y los inconfesables vínculos de interés del liberalismo con la extrema izquierda anticlerical, decidió actuar con rigor y prontitud: tras pasar por un consejo de guerra zanjado en cuatro horas, Ferrer fue condenado el 9 de octubre «como autor y jefe de la rebelión de julio», y ejecutado el 13 en los fosos del castillo de El choque emocional que causó el desenlace del «caso Ferrer» facilitó la orquestación de una campaña internacional de glorificación del pedagogo catalán como mártir de los derechos civiles y enemigo número uno de la «España inquisitorial», que tuvo mayores repercusiones que la organizada en 1901-1902 en favor de los presos de la «Mano Negra», Montjuïc y Al final de un durísimo debate entablado en el Congreso los días 18 a 20 de octubre, Moret anunciaba su negativa rotunda a colaborar con Maura, imponiendo el primer acto del veto político permanente que por largos años habría de soportar el dirigente conservador. Como en el caso del proyecto de «Ley antiterrorista» frustrado en 1908, el problema de la represión gubernamental brindó la excusa idónea para que el líder liberal, prisionero voluntario o forzoso del frente de izquierdas forjado a resultas de estas medidas, rompiera el pacto político tácito que ligaba a los dos partidos del turno. El día 21, más de cien mil personas se manifestaban por Madrid al grito de «¡Maura, no!». Ocho días después, el presidente del Consejo presentaba la renuncia del Gabinete como mero formulismo, pero inopinadamente el rey le retiró la confianza, intimidado por una campaña que ya minaba la estabilidad del Ferrer seguía ganando batallas después de muerto, y su affaire continuaría suscitando en los años siguientes amplias manifestaciones de protesta y enconados debates parlamentarios.

Las explicaciones de la «Semana Trágica» han incidido sobre todo en causas de orden social, político y cultural, como la protesta obrera antibelicista, el anticlericalismo o la exacerbación de la tradicional predisposición subversiva del proletariado y del lumpen de Barcelona por parte de un republicanismo que trataba de instrumentalizar el impulso revolucionario del anarquismo. Los historiadores que han tratado el tema en profundidad tampoco hallan un punto de acuerdo: Connelly Ullman se inclina por considerar los «hechos de Barcelona» como un tumulto organizado por los republicanos radicales, que no culminó en revolución por culpa del incendiarismo atizado desde la dirección del partido, mientras que Romero Maura ve en los sucesos una manifestación de auténtico odio popular contra la Iglesia, sin dirección y, por tanto, sin el objetivo último de precipitar un movimiento revolucionario Sobre la mayor o menor espontaneidad del estallido popular de 1909, vinculado al papel de la agitación previa en protesta contra la guerra colonial, el protagonismo republicano en la misma y la incapacidad y vacilaciones de los dirigentes políticos para situarse en cabeza de la revuelta, Pere Gabriel revindica el papel de una dinámica o repertorio acumulado de la revuelta urbana que interpeló a grupos sociales muy diversos, que no pensaron sólo en parar toda actividad laboral en Barcelona, sino en conquistarla de un modo revolucionario, por medio de una insurrección de alcance La estrategia de la «revolución republicana», que pareció agotarse a fines de siglo con el regreso y la muerte de Ruiz Zorrilla, se había mantenido viva gracias a las iniciativas patrocinadas por Ferrer. Tras su fusilamiento, Lerroux recogería el testigo de las conspiraciones republicanas, impulsado una estrategia conjunta hispano-portuguesa, que aparece en el trasfondo de la revolución republicana de Lisboa en octubre de 1910, y del amotinamiento de la Numancia y los sucesos de Cullera al año Por su parte, Gemma Rubí define los sucesos como una insurrección de masas, que fue mucho más allá que un motín convencional de subsistencia, anticlerical o contra los consumos. Lo nuevo no fue la huelga general, ni la erección de barricadas, sino la amplia repercusión de la protesta fuera de la ciudad de Barcelona y la destrucción sistemática de la red comunicaciones con el propósito de neutralizar la acción represiva del

No cabe duda de que la quema y el saqueo de edificios religiosos fue el medio de protesta característico de esas jornadas, y el acontecimiento que marcó de forma indeleble la memoria histórica de una generación de barceloneses. Tal ensañamiento contra la Iglesia no era un elemento nuevo en la dinámica político-social de la ciudad condal. El anticlericalismo como expresión de hostilidad a un poder eclesiástico que se percibía como anclado en los aledaños del Antiguo Régimen era una actitud difícilmente disociable de la lucha política y social por la democracia en su fase más comprometida. En concreto, la violencia verbal contra el clero era un factor fundamental del discurso ideológico y de la cultura política republicanos desde décadas atrás. Era también un ingrediente emocional de primer orden, que facilitaba la difícil cohesión de los movimientos reivindicativos populares en una sociedad sujeta a un acelerado cambio en sentido secularizador, y en una coyuntura en la que las aspiraciones del lumpen urbano aún no lograban una adecuada canalización política de clase.

Motín anticlerical, huelga industrial, movimiento antibelicista, acto contestatario frente al Gobierno de Madrid, insurrección antimonárquica, algarada callejera, revolución urbana de tipo decimonónico… de todo hubo en esas turbulentas fechas. Lo que no admite dudas es que la «Semana Trágica» aparece como la primera gran rebelión urbana contra el sistema de la Restauración. En ella se mezclaron de forma confusa la protesta anticolonialista y antimilitarista, la insurrección republicana, reacciones similares a los motines de quintas del siglo anterior, los disturbios anticlericales, la destrucción milenarista (quema de joyas y documentos) y la agitación obrera de diverso tipo: huelga general política socialista, huelga insurreccional anarquista, atisbos de huelga general revolucionaria sindicalista, etc. Los disturbios de Barcelona no se ajustan a la definición de «turba» dada por Hobsbawm, pero mantienen cierta relación con los movimientos «prepolíticos» violentos de los entornos urbanos en transición hacia relaciones plenamente capitalistas, estudiados entre otros por George La protesta antimilitarista degeneró en disturbios espontáneos protagonizados por las capas inferiores de la población urbana, que, a pesar de la presencia inicial de una instancia directora que actuaba «desde fuera» de las masas (Solidaridad Obrera), cooptó a los cabecillas de una «acción directa» sin canalización política. Esta acción colectiva se expresó en forma de violencia física contra propiedades y excepcionalmente contra las personas y las instituciones acusadas de la ruptura de una estructura tradicional de vida, o a las que se reprochaba, como es el caso de los Jesuitas, la activa justificación ideológico-moral de un régimen social y político reputado ilegítimo e injusto.

Como ejemplo de revuelta urbana, los tumultos de la «Semana Trágica» son una forma típica de «comportamiento colectivo» sujeto a ciertas reglas internas. La masa popular barcelonesa no actuó como una «turba» que se rebelaba instintivamente mediante un esporádico «estallido» violento ausente de normas. El movimiento se desarrolló de acuerdo con embrionarias reglas de actuación. Las barricadas erigidas en lugares concertados por la costumbre de la insurgencia urbana tenían a la vez una función militar (servir de parapeto y de obstrucción a los movimientos de tropas), simbólica (evidenciaba la insumisión y la fractura del cuerpo social, en la que el conciudadano se podía transformar en enemigo), funcional (fraccionaba el espacio urbano separando la ciudad popular de la de «los otros» para construir un nuevo modelo social) y festiva, ya que la subversión se escenificaba en un ambiente frecuentemente lúdico que congregaba a vecinos de toda edad, sexo y En la mayoría de las ocasiones, la multitud no se parapetó tras estas fortificaciones de fortuna, sino que se lanzó a la ofensiva, si bien sólo destruyó y asaltó los bienes de quienes, según su peculiar visión, la estaban explotando directamente. Salvo casos poco numerosos de incendiarios o francotiradores, la masa de insurgentes corrió los menores riesgos posibles, evitando las provocaciones intempestivas a las fuerzas del orden. El grueso de su actividad se centró en el pillaje y en la destrucción de propiedades eclesiásticas, cuya consumación bajo moldes transgresores semejantes a los del carnaval, cobró la forma de un verdadero acontecimiento comunitario, donde una colectividad social y políticamente marginada disfrutó fugazmente de la capacidad de ejercer el poder sin cortapisas externas.

Sin embargo, no hay que indagar profundamente para reconocer que la «Semana Trágica» presentó también rasgos definitorios del nuevo repertorio de conflictividad surgido en la sociedad urbana industrial: manifestaciones callejeras organizadas y pacíficas, y huelgas destinadas no sólo a la ciega protesta contra los símbolos del poder o a la reivindicación de una vuelta de los soldados embarcados hacia Marruecos, sino también a nuevos proyectos de reforma y de organización social. Desde el segundo tercio del siglo XIX, y sobre todo durante las conmociones políticas del Sexenio, la bullanga como modo habitual de protesta que dirigía su potencial violento hacía objetivos muy concretos y localizados (quema de retratos reales y de casetas de consumos, asalto a casas consistoriales, etc.) fue dejando paso a un repertorio de acción colectiva más flexible, indirecto y modular. En dicho repertorio, la petición, la huelga, la manifestación y la demostración de masas se mezclaban con modalidades de protesta explícitamente violentas, como la insurrección urbana y sus actitudes anejas: creación de juntas revolucionarias, movilización de milicias cívicas, búsqueda del apoyo o de la neutralidad militar, medidas de autodefensa por calles, vecindarios o barrios, etc. En la Barcelona de 1909, el mitin público, la manifestación y la barricada eran rutinas de acción colectiva bien conocidas, que eran empleadas con múltiples propósitos por una gran variedad de actores sociales. En resumen, la «Semana Trágica» no fue sólo el motín urbano más grande del siglo XX, sino también un movimiento transicional de protesta, surgido en el seno de una sociedad en vías de modernización, pero nostálgica de su pasado, aún no completamente organizada como gran urbe, y con un microcosmo de comportamientos reivindicativos tan dispares como el abigarramiento de los actores concurrentes en esta coyuntura crítica. El proceso de cambio acelerado había acarreado inevitablemente una agudización de la conflictividad y unas manifestaciones de rebeldía definidas por su ambigüedad en naturaleza y objetivos.

La «Semana Trágica» mostró también los límites de ciertos comportamientos colectivos más conscientes y mejor articulados, como la aplicación de la teoría de la huelga política insurreccional y revolucionaria por un movimiento obrero desunido en tendencias políticas y apolíticas, y con objetivos muy diferentes a los que perseguían la burguesía nacionalista y la pequeña burguesía republicana. Como en la resistencia violenta del anarquismo rural y urbano de fines del siglo XIX, la participación de las masas se desarrolló de forma descoordinada y en focos aislados, y careció de objetivos precisos o de una dirección asumida por las fuerzas revolucionarias implicadas, que también sobrevaloraron el apoyo que parecías dispuestos a otorgar la clase media urbana y el Ejército. Todo ello hizo degenerar la acción, primero en manifestaciones antimilitaristas, y al final en un motín anticlerical sin esperanzas de revolución

En medio de la frustración generada por la «Semana Sangrienta» entre las organizaciones de izquierda, se abrieron camino nuevas perspectivas de cambio político: de su primitiva finalidad antibelicista y antimilitarista, los socialistas habían tratado de reconducir el movimiento hacia el derribo de la monarquía, pero al no lograr la ayuda de los lerrouxistas y los republicanos catalanistas, retiraron su apoyo al comité de huelga de Barcelona. El PSOE declaró tardíamente el paro general contra la guerra de Marruecos el lunes 2 de agosto, cuando la mayor parte de sus dirigentes habían sido detenidos el 28 de julio. En vista del fiasco de esta actuación subversiva llena de titubeos, el partido decidió el 7 de noviembre cambiar su estrategia aislacionista por la acción parlamentaria, e inició un proceso de apertura hacia las clases medias, estableciendo con los republicanos un pacto electoral bajo la fórmula de la Conjunción Republicano-Socialista. Ello supuso la ruptura definitiva entre anarquistas y socialistas, que relegaron a un plano secundario la lucha social en pro de la emancipación de la clase obrera, y optaron por impulsar un combate político tendente a la implantación de la República, mediante la acentuación de una estrategia electoral que no significaba la renuncia a la acción revolucionaria si se presentaba la ocasión propicia. El movimiento obrero socialista dirigiría sus esfuerzos revolucionarios de los años siguientes a la búsqueda de un frente antidinástico de amplia base y a la coordinación subversiva de los ámbitos rural y urbano. La crisis del proyecto populista del lerrouxismo, evidente tras los sucesos de julio, no produjo una nueva oleada de terrorismo, sino que llevó a buena parte del obrerismo barcelonés al convencimiento de que un movimiento revolucionario no podría triunfar sin la creación de una organización de clase de ámbito nacional. Ello conduciría en noviembre de 1910 a la fundación de la Confederación Nacional del Trabajo (CNT), de orientación anarcosindicalista, cuyo control fue asumido por elementos más radicalizados, partidarios de la acción directa y de las tácticas propias del sindicalismo revolucionario.

La «Semana Trágica» marcó el primer hito de la crisis del sistema parlamentario, y fue una de las primeras manifestaciones de protesta colectiva moderna –bien es cierto que aún confusa y descoordinada– surgidas de los sectores bajos urbanos. Una movilización popular que progresó a través de estrategias y fases divergentes: el ciclo de protesta anarco-republicano iniciado con los regicidios frustrados de 1905-1906 y la «Semana Trágica» de 1909, perviviría hasta las huelgas generales revolucionarias de 1911 y 1917, mientras que el ciclo netamente sindicalista que partió de las huelgas de 1901 y 1902, consolidó sus objetivos apolíticos con la creación de la CNT y el impulso a las huelgas de 1913 y 1916 como preludio de la gran etapa de movilización de 1918-1919.

Tras este primer aldabonazo, el segundo asalto violento contra el régimen de la Restauración y en pro de una política parlamentaria más sincera y participativa habría de darse, tras el fracaso de las esperanzas de reforma del sistema personificadas en Maura y Canalejas, en el año clave de 1917.

DE LA «SEMANA SANGRIENTA» A LA «REVOLUCIÓN DE AGOSTO» (1909-1917)

Los sucesos de 1909 llevaron al movimiento obrero barcelonés a dar un nuevo bandazo hacia el apoliticismo, incrementando entre los sectores ácratas el interés por el sindicalismo revolucionario francés. El nuevo modelo reivindicativo, más pragmático y racional en su lucha ceñida estrictamente al ámbito económico, pero que mantenía la huelga como gran mito subversivo, había impregnado gradualmente al sindicalismo catalán entre 1904 y 1907. La creación de Solidaridad Obrera marcó el punto de inflexión de las disputas entre las tendencias anarcocolectivista y anarcocomunista, que acabarían convergiendo en el anarcosindicalismo. Doctrina que, a la larga, sería predominante en la CNT.

Motines y magnicidios: la violencia política al inicio de los años diez

Tras la «Semana Trágica», las fuerzas políticas y sociales de matiz conservador, que habían ensayado una cierta apertura política a inicios de siglo espoleadas por el movimiento regeneracionista, se fueron retrayendo hasta encastillarse en una defensa a ultranza del orden público que fue el caldo de cultivo para la aceptación de una futura dictadura. Los sucesos de Barcelona sellaron también el fin del tradicional terrorismo anarquista de puñal y bomba, que cedió su puesto, al menos hasta 1916, a otras modalidades de violencia más insidiosas y menos expeditivas: las huelgas, el sabotaje, las amenazas y las agresiones individuales.

El triunfo revolucionario del republicanismo portugués, durante tanto tiempo vinculado a los proyectos insurreccionales de sus correligionarios españoles, estimuló de nuevo los afanes conspirativos del declinante lerrouxismo durante el verano y el otoño de 1910, coincidiendo con el primer aniversario de la «Semana Trágica» y de la ejecución de Pero el momento álgido de la conspiración republicana se produjo un año después, coincidiendo con la reactivación de las organizaciones obreras, el recrudecimiento de la conflictividad laboral y el inicio de campañas en pro de la revisión del proceso Ferrer y en contra de la guerra de Marruecos; desafíos todos ellos que fueron contestados con inusitada dureza por el Gobierno liberal. En la práctica, el plan republicano sólo se sustanció en el estallido durante la madrugada del 1 al 2 de agosto de 1911 de un motín protagonizado por ochenta marineros de la vetusta fragata que navegaba por aguas de Tánger. El proyecto sedicioso contemplaba el bombardeo de Málaga y el inicio de una «gira» marítima que recuerda los paseos militares dilatorios de algunos pronunciados del sigo XIX, especialmente de Prim, Serrano y Topete desde Cádiz en septiembre de 1868, o la flota cantonal desde Cartagena en 1873. La Numancia esperaba poner rumbo a Valencia o Barcelona, y aguardar una respuesta popular que llevara a la República, como había sucedido diez meses antes en Portugal. Los republicanos fracasaron en hacer de este navío el «Potemkin de la revolución española», pero el 11 de septiembre las organizaciones proletarias convocaron un nuevo paro contra la guerra de Marruecos, que fue ampliamente secundado en la zona minera de Vizcaya. El 16 la huelga se amplió a Barcelona y Valencia, y dos días después alcanzó extensión nacional, con focos especialmente activos en Gijón, Oviedo, Sevilla, Madrid, Málaga y Zaragoza, donde la intervención de la fuerza pública ocasionó dos muertos. En Levante, la huelga adoptó un franco tono insurreccional. Varios pueblos proclamaron la República, Játiva quedó aislada, y en Cullera la turba asesinó salvajemente al juez de Sueca Jacobo López de Rueda y a dos de sus acompañantes. Receloso ante la posibilidad de tener que vérselas de nuevo con un plan revolucionario de amplio alcance, Canalejas detuvo el día 17 septiembre al comité de huelga barcelonés, y suspendió las garantías constitucionales en toda España 48 horas más tarde. Pero el frente subversivo no llegó a cobrar forma: los republicanos de la Conjunción se inhibieron, y los socialistas, divididos, optaron por la moderación ante el temor a verse desbordados por la decidida acción de sindicalistas y anarquistas. En última instancia, la protesta comenzó a debilitarse con el habitual recurso a la fuerza, que condujo al procesamiento del Comité Nacional de la UGT (salvo su presidente, Pablo Iglesias, acogido a la inmunidad parlamentaria), a la clausura de las casas del pueblo –la de Madrid permaneció cerrada 180 días–, a la disolución de la CNT en Barcelona y otras ciudades por decisión judicial (este primer periodo de clandestinidad duró hasta verano de 1914) y al exilio de buena parte de sus

El Gobierno liberal había actuado con innegable energía ante el conato de huelga general, pero sus relaciones con la izquierda antidinástica, y sobre todo con el movimiento obrero quedaron seriamente afectadas. Canalejas se adelantó de nuevo a la huelga general ferroviaria fijada para el 9 de octubre de 1912 con una autorización al Ministerio de la Guerra para militarizar a los individuos de reserva activa del Batallón de Ferrocarriles y a los trabajadores incluidos en los seis últimos reemplazos. Una medida similar a la adoptada en Francia por Aristide Briand dos años antes, y que supuso una medida más aceptable que la siempre incierta proclamación del estado de guerra.

La creciente eficacia y organización de las acciones de masas no determinaron la desaparición de las violencias individuales. Las nuevas medidas represivas de Canalejas, el resentimiento por los excesos del Gobierno Maura, el ambiente pasional suscitado por la agitación clerical contra el Gabinete liberal y el relativo fracaso político de la acción reivindicativa popular (desde la algarada del verano de 1909 a las huelgas de 1911-1912) incitaron a un puñado de fanáticos aislados a reeditar la oleada de magnicidios de un lustro atrás. El 22 de julio de 1910, el republicano radical Manuel Possá Roca hirió levemente a Maura en el apeadero barcelonés de Gràcia. El 12 de noviembre de 1912, Manuel Pardiñas Serrato (un ácrata con buenos contactos con los círculos ácratas de Tampa, Buenos Aires, Burdeos y París) logró asesinar al primer ministro Canalejas en plena Puerta del Sol, y el 13 de abril del año siguiente, en la no menos céntrica calle de Alcalá, Rafael Sancho Alegre, miembro de un grupo anarquista catalán que pretendía vengar la muerte de Ferrer, disparó contra el rey en plena jura de bandera de los primeros reclutas afectados por la Ley de servicio militar Como de costumbre, los magnicidios aceleraron una nueva reforma policial: el 25 de noviembre de 1912 –es decir, dos semanas después del asesinato de Canalejas– se promulgó un Real Decreto sobre reorganización del Cuerpo de Policía, que propiciaba un cierto avance civilista en materia de orden público. Gracias a esta norma, el Gabinete liberal derogaba en unos puntos y ampliaba en otros el Real Decreto de 1909 que había establecido la Jefatura Superior de Policía de Madrid, y creaba en su lugar la Dirección General de Seguridad, encargada de «la organización y ejecución de los servicios que comprende la Policía gubernativa para cuyo efecto se considerará esta dividida en dos secciones: de Vigilancia y Seguridad». En lo sucesivo, los gobernadores civiles deberían comunicar las noticias y datos policiales al director general de Seguridad, que tendría línea directa con el ministro de la Gobernación e inspeccionaría el personal y las actividades de Vigilancia y Seguridad de todas las provincias sin mediación de los gobernadores. El director general de Seguridad estaba igualmente facultado para relacionarse directamente con todo tipo de autoridades civiles, militares, eclesiásticas, administrativas, diplomáticas y consulares, para publicar Reales Órdenes, y para asumir el mando directo y único de los cuerpos de Vigilancia y Seguridad. Pero la Guardia Civil quedó otra vez al margen de esta coordinación, y el desarrollo de una entidad civil y unificada de gestión policial no evitó la demasiado usual aplicación sistemática de soluciones castrenses a la agitación

La triple oleada subversiva de 1917

El estallido de la Gran Guerra propició en España una coyuntura económica favorable para la acumulación de capital, que se tradujo en espléndidos negocios para los empresarios, pero también en una fuerte inflación que pesó sobre la capacidad adquisitiva de la masa de asalariados. Desde fines de 1915 comenzaron a estallar protestas contra el encarecimiento de las subsistencias, mientras que las pugnas dialécticas entre francófilos y germanófilos trataban a duras penas de ser contenidas con la prohibición gubernativa a tratar cuestiones del conflicto europeo en los mítines políticos. Las organizaciones obreras intentaron canalizar el descontento social hacia la transformación global de un sistema político que pasaba por el duro trance de las dificultades internas acrecentadas por la crisis internacional. Fue el socialismo quien dio el primer paso en el camino de la rebeldía. En la resolución final del XII Congreso de la UGT (23 de mayo de 1916) se definió la huelga general como un acto de lucha de clases, y se nombró una comisión de ayuda al Comité Nacional del sindicato para la preparación del movimiento de protesta contra la carestía de la vida. La dirección ugetista diseñó un plan de acción en cuatro fases: las etapas a cubrir pasarían de la agitación y la propaganda a los mítines multitudinarios y las manifestaciones populares. El tercer estadio sería la convocatoria de un paro general pacífico de 24 horas que debía ser apoyado por todas las organizaciones obreras. La huelga se trocaría en indefinida si el Gobierno no daba satisfacción a las reivindicaciones planteadas. Llegado ese extremo, la salida no descartable era la conquista del poder. A tal fin, la UGT y la CNT iniciaron en mayo de 1916 conversaciones exploratorias para impulsar una acción reivindicativa conjunta. El 8 de julio se firmó el llamado Pacto de Zaragoza, donde ambas federaciones se aliaban coyunturalmente para exigir del Gobierno una resolución del problema de las subsistencias, y proclamaban la pertinencia de una huelga general como medio de presión más adecuado. Se convocó una campaña de protesta y una huelga ferroviaria, pero, atemorizado por las imprevisibles consecuencias de un paro en los transportes, Romanones suspendió las garantías constitucionales el 13 de julio, ordenó la detención de los firmantes del pacto y encarceló a cientos de sindicalistas.

A pesar de este nuevo hostigamiento, desde septiembre se reanudó la campaña de protesta contra la carestía, que cosechó un discreto éxito hasta que el 19 de noviembre se anunció la tan esperada huelga de 24 horas contra el encarecimiento de las subsistencias para el lunes el 18 de diciembre. Ese día, a pesar de la omnipresencia de la Guardia Civil en la calle, el PSOE, la UGT y la CNT organizaron el primer paro general masivo de la historia del país, que prefiguraba el gran movimiento de agosto del año siguiente. Este sería concebido, en un principio, como una huelga general de finalidad política y preferiblemente pacífica, que con apoyo del Ejército culminaría en la creación de un Gobierno provisional encargado de preparar unas elecciones a Cortes Constituyentes. Es decir, un proyecto subversivo inspirado en los movimientos revolucionarios decimonónicos: mezcla de levantamiento popular (esta vez en forma de moderna huelga general) y de conspiración militar que coadyuvaría al derrocamiento del régimen monárquico y a la vertebración de una iniciativa política de corte republicano. Un plan similar al que se desarrollaría y fracasaría de nuevo en diciembre de 1930, como prueba palmaria de la ineficacia subversiva de socialistas y republicanos.

La situación se hizo especialmente tensa en la primavera de 1917, con el recrudecimiento de la polémica sobre la intervención, el mantenimiento de la carestía en los productos básicos, las desasosegantes noticias sobre la revolución rusa de febrero y la declaración alemana de bloqueo submarino el día 1 de ese mes, con la secuela del hundimiento de varios barcos españoles. Por si fuera poco, Romanones cerró abruptamente las Cortes el 26 de febrero para evitar críticas a su gestión. El descontento cundió en todos los sectores sociales: la clase política se veía abocada a unas vacaciones parlamentarias no deseadas; los militares atacaban el favoritismo y las injusticias imperantes en su institución; las clases media y baja bregaban como podían contra la carestía y el desabastecimiento; los catalanistas exigían con mayor empeño la autonomía, y el movimiento obrero se dispuso a impulsar la revolución social, tras la falta de respuesta gubernamental al paro del año precedente. El 5 de marzo de 1917, delegados de la UGT y la CNT se volvieron a reunir en Madrid para organizar un movimiento huelguístico de mayor alcance, y el día 27, en una tumultuosa reunión celebrada en la Casa del Pueblo de la capital, representantes de ambos sindicatos firmaron un manifiesto «A los trabajadores españoles y al país en general», redactado por Julián Besteiro y donde se proclamaba la necesidad de que el proletariado adoptase antes de tres meses una actitud revolucionaria basada en la huelga general, «con el fin de obligar a las clases dominantes a aquellos cambios fundamentales de sistema que garanticen al pueblo el mínimo de la condiciones decorosas de vida y de desarrollo de sus actividades emancipadoras». Eso sí, debidamente encauzada y proclamada en fecha oportuna, pero sin plazo definido de terminación. Era un verdadero ultimátum al Gobierno Romanones, que respondió declarando sedicioso el manifiesto y deteniendo acto seguido a sus firmantes y a cientos de militantes.

El verano de 1917 marcó el ápice de una coyuntura sociopolítica especialmente conflictiva, donde muy distintas fuerzas trataron de conquistar, mediatizar o compartir el poder por diversos medios, incluidos los potencialmente violentos, mientras que los grupos dominantes aparecían divididos en la defensa de un régimen cada vez más desamparado por sus instrumentos de coerción. Según la interpretación clásica de Lacomba, en junio-agosto se dieron tres revoluciones sucesivas que se influyeron recíprocamente, pero que al ser paralelas y en último término antagónicas, debilitaron pero no hundieron el entramado Pero, como veremos más adelante, ni la presión militar, ni la actitud de los asambleístas pueden calificarse en puridad de revolucionarias, sino como gestos políticos que pretendían una rectificación o reforma del Estado, no una transformación radical del mismo.

La primera manifestación conflictiva procedió del corazón del Estado. La rebelión «mesocrática» de las Juntas Militares de Defensa era, hasta cierto punto, la lógica culminación de un proceso de creciente intervencionismo del Ejército en la política interior, que desde el sesgo de las violencias de origen militar podía rastrearse en los asaltos a las redacciones de periódicos considerados antimilitaristas o separatistas, como El Resumen y El Globo en marzo de 1895, en los primeros choques contra militantes nacionalistas cubanos, vascos o catalanes a fines de siglo y en los ataques al Cu-Cut! y La Veu de Catalunya en noviembre de 1905. La reivindicación de un fuero militar autónomo, impulsada por el sector más extremista de la joven oficialidad, fue apoyada por los capitanes generales, alentada por el monarca y justificada por la decisiva intervención del Ejército contra los movimientos huelguísticos de 1901-1903, 1909 y 1911-1912. El descontento por el deterioro de las condiciones de vida y el favoritismo oficial dirigido hacia los militares africanistas desembocó en una acción colectiva canalizada por una organización «representativa», que empleó medidas de presión para el logro de sus fines. Las Juntas de Defensa surgieron a mediados de 1916 en Barcelona y en otras guarniciones catalanas como un intento de defensa corporativa de un sector del Ejército frente a tales abusos. A inicios de 1917, las Juntas se extendieron con éxito por toda España, salvo en Madrid. Más que un golpe de Estado o una revolución, el fenómeno «juntero» aparece como una típica «rebelión de burócratas», cuyos pronunciamientos pasivos y sus plantes colectivos, apoyados o bien manipulados por el rey, tenían todas las características de una presión sobre el poder civil. Tras un intento de disolución del movimiento y el arresto el 26 de mayo en Montjuïc de la Junta Superior radicada en Barcelona, el malestar estalló de improviso el 1 de junio con un duro manifiesto de la Junta suplente que, además de un pronunciamiento interno, se interpretó como un verdadero ultimátum al poder civil si la Junta Suprema no era liberada ipso En dicho documento se establecían planes para el corte de comunicaciones con Barcelona si el Gobierno decidía el envío de tropas adictas, y el asalto de las Capitanías Generales y de los Gobiernos Militares, a cuya cabeza se colocarían jefes dispuestos al reconocimiento de las Juntas y a la aceptación de sus reivindicaciones. Pocas horas después, el capitán general José Marina dejó en libertad a los detenidos, asumiendo toda la responsabilidad. Los sucesos fueron considerados por los grupos antisistema como un desafío al Estado y como una ruptura constitucional y legal del régimen restauracionista. No resulta extraño que las Juntas fueran apoyadas en principio por los parlamentarios catalanes, por los republicanos y por las organizaciones obreras, que las consideraban una vía segura al derrocamiento de la Monarquía. Craso error. Tras la dimisión de García Prieto, el Gobierno conservador de Dato estabilizó la situación al legalizar el Reglamento de las Juntas el 12 de junio y suspender el día 25 las garantías en toda España, lo que le permitiría tener las manos libres para desplegar una política represiva extremadamente violenta durante la huelga general de

También la burguesía progresista intentaría en la coyuntura de 1917 realizar su propia «revolución democratizadora», mediante una alianza de reformistas, republicanos y socialistas. Tras el aldabonazo que supuso para la opinión pública el manifiesto suscrito el 5 de julio por los parlamentarios catalanes, donde se solicitaba la autonomía y la convocatoria a Cortes Constituyentes, la Asamblea de Parlamentarios convocada en Barcelona dos semanas después desveló a las claras el talante puramente político de este movimiento y su escasa capacidad para subvertir las bases del sistema. Según algunos testimonios, la Asamblea trató de reconducir las protestas militar y obrera por el camino de la reforma política. A pesar de las precauciones tomadas por Cambó para evitar que la reunión tuviera tono separatista y coincidiera con una huelga general convocada el 19 de julio para la eventualidad de que la Asamblea fuera disuelta violentamente y las Juntas intentasen un golpe ese mismo día, la reunión fue declarada facciosa y disuelta sin excesiva convicción por el

No cabe duda de que la verdadera amenaza al sistema corría a cuenta de los planes de acción del proletariado. Las organizaciones sindicales habían decidido desencadenar una huelga general de duración limitada que debiera conducir a un cambio de régimen. Dirigentes como Besteiro no perseguían, desde luego, la implantación de un sistema socialista pleno, sino más bien una «revolución democráticoburguesa» al estilo de la rusa de febrero de ese mismo año: un cambio político que habría comenzado con la Asamblea de Parlamentarios (la futura Asamblea Nacional), continuaría con una acción popular (la huelga de agosto), y se remataría con el exilio del rey y la participación socialista en un Gobierno provisional de salvación nacional presidido por Melquíades Álvarez, quien, a imagen de la reciente experiencia de Venizelos en Grecia, dejaría la iniciativa al pueblo para darse el régimen que deseara mediante la convocatoria de Cortes Constituyentes (Asamblea Legislativa); un plan pergeñado bajo la inspiración histórica de la Revolución Francesa, y que intentó ser aplicado de nuevo en 1930-1931.

El 5 de junio, el PSOE y la UGT llegaron a un pacto con el republicanismo lerrouxista y con el reformismo melquiadista para establecer un Gobierno provisional que convocaría Cortes Constituyentes, aunque ninguna de las fuerzas implicadas alentaría soluciones de tipo monárquico, sino el establecimiento de una República El 16 se nombró un Comité revolucionario formado por Álvarez (reformista), Lerroux (radical), Largo Caballero (UGT) e Iglesias (PSOE), quien por razones de salud sería reemplazado por Besteiro. Ya se pensaba en un gabinete formado según el deseo de la Asamblea de Parlamentarios, para lo cual se lanzó un manifiesto con la intención de obtener de las diversas organizaciones de izquierda el apoyo necesario para que el «triunfo de la soberanía popular» resultase irreversible. Pero los socialistas se negaron a que la huelga coincidiera con la convocatoria de la Asamblea de Parlamentarios, y tampoco se logró la concordancia con las otras fuerzas políticas: Cambó se oponía resueltamente a la huelga, los republicanos dudaban de la real voluntad revolucionaria de los militares, los junteros rumiaban un movimiento en solitario de carácter antidemocrático y los cenetistas habían roto virtualmente el pacto de acción con la UGT que tan buenos resultados había dado en diciembre anterior. En abril y mayo, la CNT había urgido la declaración de la huelga, lo que obligó a Largo Caballero a mantener en junio una incómoda y poco fructuosa reunión clandestina con los representantes anarcosindicalistas en la localidad barcelonesa de Les El 17 de julio, la organización confederal comenzó a esbozar un programa revolucionario propio, y acentuó su campaña antibelicista y no intervencionista. No cabe duda de que el programa sindical de formación de soviets de obreros y soldados y de sustitución del Ejército por milicias según el reciente modelo ruso alarmó innecesariamente a las Por su parte, la UGT estaba organizando una huelga política predominantemente urbana y preferiblemente pacífica, no una revolución dirigida a la conquista violenta del poder por parte del proletariado, como deseaba la CNT. Pero los objetivos políticos seguían siendo confusos y se continuaba esperando la improbable inhibición o el apoyo in extremis del Ejército. De ahí la falta de conexión orgánica del movimiento en las diversas organizaciones y regiones, y los distintos niveles de predisposición subversiva que mostraron sus protagonistas.

Como fruto indirecto de la incomprensión de ciertos grupos ante las precauciones adoptadas por los dirigentes socialistas tras la disolución de la Asamblea, del 19 al 23 de julio se declaró abruptamente en Valencia una huelga ferroviaria en protesta por la intransigencia que la dirección de la Compañía de Caminos de Hierro del Norte de España mostraba a la hora de negociar gratificaciones y salarios con sus empleados. La decisión se precipitó por la intervención del secretario de la Federación de Ferroviarios, Ramón Cordoncillo, y del líder republicano local, Félix Azzati, alentados de forma harto sospechosa por el Gobierno. Tras la erección de barricadas, el capitán general declaró el estado de guerra y las fuerzas del gobierno provocaron dos muertos y 14 El 24 de julio se recuperó la normalidad en Valencia, pero la sospechosa intransigencia patronal aceleró los acontecimientos: en respuesta a las represalias ejercidas contra los trabajadores valencianos, el 9 de agosto todo el sindicato ferroviario de la UGT decidió ir a la huelga, arrastrando al conjunto de la organización al paro general el 10-13 de La decisión fue adoptada con no pocas reticencias, ya que los dirigentes socialistas reconocieron no haberla deseado para ese momento, aunque retrasarla en esas circunstancias hubiera resultado una quimera. Iglesias propuso su presentación como huelga de solidaridad con los ferroviarios, pero Besteiro insistió en introducir objetivos semejantes a los de la Asamblea de Parlamentarios y a los contemplados en el pacto de acción concertado con los republicanos. Los Comités Nacionales del PSOE y de la UGT decidieron jugárselo el todo por el todo y reclamar la constitución de un Gobierno provisional que asumiera las labores de los poderes ejecutivo y moderador (esto es, sustituyendo al Gobierno y al rey) y la convocatoria de Cortes Constituyentes. En las instrucciones se pedía adoptar «las medidas de legítima defensa que aconsejen las circunstancias, teniendo en cuenta que deben evitarse actos inútiles de violencia que no encajen con los propósitos ni se armonicen con la elevación ideal de las masas

El diseño revolucionario estaba abocado al fracaso desde el principio, ya que lanzaba a las organizaciones obreras a la incierta aventura de una huelga política huérfana de un claro plan ofensivo. Sin embargo, la violencia resultaba casi inevitable por la dinámica tumultuaria propia de las huelgas de la época, repletas de sabotajes y de coacciones recíprocas entre trabajadores y fuerzas del orden. En efecto, durante el primer día estallaron tumultos en Zaragoza y Burgos, y al siguiente en Madrid, Barcelona, Valencia, Sabadell y Bilbao. El día 13, el paro se fue propagando por todo el país de forma desigual (tuvo gran éxito en Madrid, Cataluña, Bilbao, Galicia, Asturias, Valencia, Palencia, Zaragoza, Jaén, Valladolid, Vitoria, Salamanca, Alicante, cuencas mineras de León, Huelva y Cartagena, etc.), y en algunas zonas se transformó de manifestación pacífica en algarada revolucionaria, sobre todo por la inmisericorde represión militar (el Gobierno proclamó el estado de guerra el 13 de agosto) o por la intervención de obreros radicalizados.

En Madrid, la dinámica de la protesta recordó la de los motines decimonónicos, con grupos intimidatorios de cientos de personas que bajaban del norte al centro de la ciudad, concentraciones cerca de los mercados, presencia masiva de mujeres, niños y mozalbetes que agredían a los faroleros y a los repartidores de pan, apedreamiento masivo de tranvías, gritos, blasfemias, objetos arrojados desde las ventanas contra las cargas policiales a caballo y rotura de placas de los reporteros gráficos por los huelguistas, para evitar ser A partir de la declaración del estado de guerra en la Puerta del Sol a mediodía del día 13, la tropa pasó a proteger los tranvías y a situarse con ametralladoras en los puntos estratégicos, como la glorieta de Cuatro Caminos (en cuyas cercanías se ubicaban las fundiciones de Bonaplata y Sanford), donde llegaron a congregarse dos millares de personas que intentaron asaltar el depósito de tranvías y fueron repelidas a tiros por algunos empleados. Una manifestación discurrió desde la plaza de Santo Domingo a Leganitos, Mostenses y de nuevo Santo Domingo, mientras que los lanceros patrullaban las calles del distrito de Universidad. Por la tarde el paro se había generalizado, y en Fuencarral una enorme manifestación obligó a cerrar comercios cuando comenzaron a romperse lunas y escaparates. También hubo enfrentamientos a la altura del paso a nivel de La Florida entre las fuerzas de Seguridad armadas con mosquetones y los obreros que intentaban acercarse a la fábrica de galletas de La Fortuna.

Al amanecer del martes 14 circuló la noticia de que, durante la noche, la Policía había practicado numerosas detenciones, y que 300 arrestados habían sido trasladados a la Cárcel Modelo. A la salida de los tranvías, los vecinos construyeron barricadas en las calles de Torrijos, Goya, Alcalá, Fernando El Católico, Orense, Hernani, Doctor Santero, Almansa, Guipúzcoa, Artistas, Carnicer y Pantoja, a pesar de las cargas de la caballería que el Gobierno trasladó desde Alcalá y Aranjuez. Con frecuencia eran reductos improvisados, no para protegerse y disparar contra la tropa, sino para impedir el paso de los tranvías que iban escoltados por las fuerzas de Seguridad. En Cuatro Caminos se organizó una manifestación tras de una bandera republicana, mientras que las mujeres dejaban postes de teléfono y telégrafo tendidos en las vías del paseo de Santa Engracia. La caballería empezó a desalojar la glorieta y a empujar a la gente hacia la calle de Bravo Murillo, al tiempo que la infantería emplazaba ametralladoras que apuntaban hacia el barrio de El comité nacional de huelga, travestido en «Comité revolucionario» por la prensa derechista, fue detenido ese mismo día 14 en una buhardilla de la calle del Desengaño. También se ordenó el registro de la casa del conocido socialista Manuel Varela, en la calle del Oso, donde se halló una lista que contenía más de 900 nombres y domicilios de los individuos encargados de dirigir el movimiento en casi todos los pueblos y ciudades de importancia de La huelga perdió su dirección y coordinación desde ese momento. En ese contexto de descontrol, de llegada masiva de detenidos y de tensión interna por la toma de posesión a inicios de agosto de un director especialmente despótico se debe insertar el motín producido en la Cárcel Modelo el día 15: la irrupción de varios centenares de reclusos en las galerías fue respondida con disparos de la tropa, que causaron la muerte de dos ingresados en el correccional que lucharon al lado de los vigilantes y de cinco de los encarcelados, más un soldado y siete vigilantes heridos, además de 14 Aunque el 16 empezó a normalizarse la situación, aún hubo tiroteos en los barrios de La Guindalera y Prosperidad. Se emplazaron de ametralladoras en la glorieta de Atocha, en previsión de que los ferroviarios de la estación del Mediodía, que tenían convocada la huelga para el 20, adelantaran su paro. La huelga fue languideciendo, hasta finalizar el sábado

En Cataluña, donde los sindicalistas Ángel Pestaña y Salvador Seguí habían preparado el movimiento con los catalanistas Domènec Martí i Julià y Francesc Macià y el republicano Marcelino Domingo, la huelga convocada y organizada por la CNT de forma independiente a las directrices socialistas procedentes de Madrid adquirió pronto un cariz violento. El paro fue casi total en Sabadell, Tarrasa, Manresa, Mataró y Barcelona. El domingo día 12 de agosto, varios trabajadores quisieron suspender la circulación de tranvías en Sants, y en una descarga contra un conductor fue alcanzado mortalmente un guardia de Seguridad. En la mañana del día siguiente comenzó el paro en los talleres de la compañía ferroviaria MZA en el barrio del Clot. Los huelguistas asaltaron carros de víveres en los mercados y apedrearon los tranvías a su paso por las Ramblas, lo que obligó a paralizar el servicio hacia las 11 horas. Ante la fuerte agitación que se estaba produciendo en las barriadas periféricas de Sant Andreu, Sarrià, Horta, Hospitalet y Les Corts (con cortes de líneas eléctricas y telegráficas), el capitán general José Marina declaró la ley marcial a las 15:00 horas y ordenó el emplazamiento de cañones y ametralladoras en los puntos neurálgicos de la ciudad (siete piezas artilleras se instalaron en la plaza de Cataluña) y la clausura de las casas del pueblo y del casino de la Unió Republicana en Gràcia. Los tranvías que reanudaron su servicio a las 4 de la tarde fueron atacados en la calle Salmerón, la Ronda de San Antonio y la plaza de España, y la respuesta de las parejas de escolta provocó un tiroteo que se saldó con el fallecimiento de un guardia civil y 5 muertos y 9 heridos entre los En un tiroteo en la Riera Alta perdió la vida un joven de 20 años, y en la ronda de San Antonio el fuego cruzado entre huelguistas y Guardia Civil provocó la muerte un paisano. El asalto de un grupo de soldados al casino republicano de la calle Mayor de Gràcia arrojó un balance de 5 muertos y 9 heridos. La jornada del 14 fue la más luctuosa: las colisiones entre huelguistas y guardias en el Paralelo, hasta el cuartel de Atarazanas, causaron 4 muertos, y los disparos de la artillería situada en la plaza de Lesseps contra las casas desde las que se hacía fuego a las tropas, causaron otras 7 víctimas fatales y 11 A las 11:00 se generalizaron los enfrentamientos en Sants, San Andrés, Horta, Poble Sec, Sant Martí y Gràcia (donde en el curso de un bombardeo contra una casa de la calle Salmerón falleció un capitán de caballería), así como en las Ramblas y la plaza de Cataluña. Un huelguista fue muerto en el Paseo Nacional frente al teatro de la Marina, un joven de 17 años murió accidentalmente en la calle de Granada, y también falleció un niño de 8

La mañana del miércoles 15, festivo y lluvioso, transcurrió en medio de una tranquilidad aparente, pero por la tarde el tiroteo se volvió a generalizar (sobre todo en Sants, Gràcia y Poble Nou), y el capitán general ordenó el cierre de ventanas y balcones para evitar la acción de presuntos francotiradores, como había ocurrido durante la «Semana Trágica». El jueves 16, el comercio permaneció cerrado a pesar de que las patrullas de soldados animaban a la apertura. Durante esa calurosa mañana de verano reinó la tranquilidad, pero a las 18:00 horas se reanudó el tiroteo en el extrarradio, se rehicieron las barricadas en el distrito quinto y se interrumpió la circulación de los La jornada del viernes 17 fue tranquila, salvo por un tiroteo contra dos atracadores de pisos que fueron abatidos cerca de las Atarazanas. Como en 1909, aparecieron banderas blancas en los balcones del distrito quinto, mientras que en las casas habitadas por extranjeros se izaron banderas de las respectivas nacionalidades, en previsión de bombardeos o saqueos. Tras la apertura de algunos cafés y cines, el sábado 18 se volvió a la normalidad, con un balance de 33 muertos (entre ellos 6 miembros de las fuerzas del gobierno) y más de 80 heridos, algunos de los cuales fallecieron más

En Sabadell estalló el lunes 13 la huelga ferroviaria y se produjo la misteriosa muerte de un súbdito uruguayo en un confuso enfrentamiento. Ante la erección de las primeras barricadas, las fuerzas gubernativas (17 guardias de Seguridad y 45 guardias civiles al mando del capitán Manuel Tejido Jimeno, muy impopular en la ciudad) fueron reforzadas con 18 guardias civiles procedentes de Cerdanyola. El martes 14 falleció un guardia civil en una agresión producida en una taberna durante un cacheo, y sus compañeros respondieron provocando la muerte de dos paisanos. Unos 200 trabajadores se concentraron en el local de la Federación Obrera de la calle de la Estrella para resistir a las fuerzas policiales. En el fuego cruzado con la Guardia Civil murieron dos revoltosos y 3 o 4 viandantes, entre ellos un comerciante y su hijo adolescente. En la mañana del día siguiente el edificio de «La Obrera», abandonado por sus defensores, fue cañoneado. El balance final fue de 10 muertos (5 no identificados) y 17 heridos, de ellos 3 guardias civiles, 1 guardia de Seguridad y 5 soldados del regimiento de Vergara, que había sido el foco primigenio de la rebelión

En las ciudades más importantes, los medios de transporte fueron manzana de la discordia entre huelguistas, esquiroles y fuerzas del orden. Un posible sabotaje, unido a la impericia de un personal ferroviario inadecuado produjeron el sonado descarrilamiento en la tarde del 13 de agosto del tren de Bilbao a Castejón en el barrio de La Peña, en la capital vizcaína. Murieron un inspector de la compañía ferroviaria, el maquinista, el fogonero, una mujer y su hija de tres años, mientras que dos guardias civiles y 18 ciudadanos resultaron heridos, algunos de ellos muy graves. A partir de este incidente, la huelga bilbaína fue tratada con especial rigor por el Ejército, a pesar del talante nada belicoso de sus protagonistas. Desde el atardecer del día 15, el regimiento de León patrulló el centro de la ciudad haciendo descargas indiscriminadas de fusilería contra las fachadas que provocaron al menos 11 víctimas mortales, entre ellas un vagabundo y un niño de 13 años. La prensa de la época, sometida a censura, habló de más de 20 muertos y un centenar de pero el diputado socialista Indalecio Prieto desgranó al año siguiente en el Parlamento los nombres de una decena de víctimas más, entre ellas un guardia municipal implicado en un tiroteo con el Ejército y un soldado asistente de un capitán del regimiento de Garellano, que murió a manos del teniente del regimiento de León Aníbal Boyer, implicado en buena parte de los asesinatos a sangre fría de aquellos

En las localidades pequeñas, la huelga desató pugnas locales y derivó en ocasiones en masacres desproporcionadas a causa de la intervención de la Guardia Civil y el Ejército, en una dinámica bastante similar a la que se produciría en octubre de 1934. La comarca de Villena y Yecla, entre Murcia y Alicante, quedó virtualmente incomunicada por el corte de las líneas telegráficas. En la primera ciudad, el Ejército causó una víctima mortal, y en la segunda la clausura de la Casa del Pueblo por orden del alcalde ciervista degeneró en la mañana del 13 en una refriega donde fallecieron un guardia civil y siete huelguistas, entre ellos el concejal socialista Sebastián Pérez Lorenzo, cuando iba a parlamentar con los agentes. Una docena de manifestantes fueron heridos, y hubo más de 90

En la cuenca minera onubense, la huelga vino precedida de una intensa conflictividad que se remontaba a 1913: en Riotinto, 3.000 trabajadores habían sido despedidos en los años precedentes, y desde enero de 1917 la agitación se expresó bajo la forma de manifestaciones de solidaridad (junto con los mineros de Asturias, Peñarroya, Almadén o Sierra Morena) con los ferroviarios del Norte y los parados forzosos de la región levantina y de la cuenca carbonífera de El 13 de agosto, unos 15.000 mineros abandonaron los pozos de forma pacífica, y tres días después, una vez reparado el sabotaje de la línea férrea del Buitrón, llegaron varias compañías del regimiento de Granada con secciones de ametralladoras que fueron desplegadas en las calles principales. Un incidente causado en la tarde del 16 por un guardia de la empresa, que esgrimió una pistola durante un enfrentamiento entre obreros y esquiroles, desató un tiroteo que se saldó con diez muertos (el Gobierno declaró sólo 4, dos de ellos rompehuelgas) y más de 40 heridos entre los obreros, además de lesiones a un guardia civil y un soldado. El diputado por Huelva Eduardo Barriobero declaró el 1 de mayo de 1918 en sede parlamentaria que ninguna de las víctimas era sindicalista. Al parecer, las fuerzas del Ejército trataron de contener los excesos de la Benemérita, que practicó no menos de 150 detenciones los días 16 y 17, y disparó indiscriminadamente por las calles, como en el «año de los tiros» de La huelga, que duró hasta el día 21, transcurrió en medio de una tensa calma, y a su finalización fueron despedidos medio millar de La Casa del Pueblo fue clausurada hasta noviembre de 1918. El paro en Huelva capital se mantuvo del 15 al 20 de agosto, y las tropas permanecieron acantonadas en la ciudad hasta el 12 de septiembre. El 17 de agosto hubo que lamentar en Nerva 4 muertos y 13 heridos tras un enfrentamiento entre revoltosos y tropas de infantería, aunque el capitán general de la Región amplió la cifra a seis paisanos muertos (entre ellos, una mujer) y 15 heridos, dos de los cuales fallecieron En El Campillo, un altercado entre huelguistas y guardias civiles producido el 16 de agosto se saldó con la muerte de una mujer, y siete trabajadores y un guardia En Córdoba, sólo la capital y la localidad minera de Peñarroya sostuvieron el paro durante una También se produjeron disturbios en Linares (Jaén) y Zalamea (Sevilla).

En Burgos el 13 de agosto, cuando grupos de hombres y mujeres trataban de impedir la apertura de los comercios, fuerzas de la Guardia Civil y del Ejercito detuvieron 6 individuos, hirieron a un hombre y mataron accidentalmente a un niño de 12 años. La Junta de Autoridades decretó el estado de guerra. El día anterior, varios individuos habían intentado asaltar el depósito de máquinas del nudo ferroviario de Miranda de Ebro, y un soldado centinela mató a uno de

En Asturias, donde en julio de 1916 se había producido una importante huelga ferroviaria y minera, y existía un proyecto revolucionario maduro coordinado por Melquíades Álvarez, la huelga se mantuvo del 12 al 29 en Gijón, hasta fines de mes en Oviedo y hasta el 16 de septiembre en las cuencas mineras, donde se atacaron los trenes con dinamita y las fuerzas policiales practicaron medio centenar de detenciones. El movimiento fue cruelmente reprimido por el gobernador militar, general Ricardo Burguete: tras la proclamación del estado de guerra el día 14, en Gijón se produjeron dos heridos al día siguiente por disparos de sendos En Ujo, un capitán de la Guardia Civil ordenó el cierre de ventanas y balcones del vecindario, y dirigió una descarga contra un grupo de manifestantes, en su mayoría mujeres, matando a un obrero El 15 se produjo en Figaredo la muerte mutua y accidental de un guardia civil y un guardia jurado, y heridas a un soldado durante un registro en busca de armas y dinamita, lo que condujo a que la fuerza pública tiroteara las casas del vecindario durante cuatro horas y maltratara a numerosos vecinos. El llamado «tren de la muerte», que circuló por la cuenca minera, hirió a una mujer y mató a un hombre que tenía un niño en brazos en Pola de Lena, y abatió a un rentista en El dirigente del sindicato Minero Manuel Llaneza fue detenido a inicios de octubre y conducido a la cárcel Provincial de Oviedo, por donde pasaron más de mil trabajadores. Como muchos otros, salió en libertad tras la amnistía de mayo de 1918. El temor a las represalias hizo que muchos trabajadores asturianos se «echaran al monte» para actuar como guerrilleros, fenómeno que se repetiría tanto en 1934 como durante y tras la Guerra

Según fuentes oficiales, la cifra total de víctimas producidas en el conjunto de España fue de 79 muertos (12 de las fuerzas del orden) y 150 heridos, aunque el número de bajas civiles fue, sin duda, Unos 2.000 detenidos pasaron ante la jurisdicción militar, que el 29 de septiembre juzgó y condenó al comité de huelga (Besteiro, Anguiano, Largo y Saborit) a cadena perpetua, si bien obtuvieron la amnistía en mayo de

Cuadro 1. Víctimas mortales de la huelga general de agosto de 1917

Localidad

Huelguistas

Fuerzas del orden

Transeúntes

Total

Ablaña (Asturias)

1

1

Alcalá de Henares (Madrid)

1

1

Barcelona

24

6

3

33

Bilbao

2

1

27*

30

Burgos

1

1

Campillo (Huelva)

1

1

Figaredo (Asturias)

2**

2

Madrid

20***

20

Miranda de Ebro (Burgos)

1

1

Nerva (Huelva)

7

1

8

Orense

1

1

Pola de Lena (Asturias)

1

1

Requena (Albacete)

1

1

Riotinto (Huelva)

8

2****

10

Sabadell (Barcelona)

4

1

5

10

Ujo (Asturias)

1

1

Villena (Alicante)

1

1

Yecla (Murcia)

6

1

7

TOTAL

56

12

62

130

* Un guardia municipal murió en un tiroteo contra fuerzas del Ejército.

** Un guarda jurado mató a un guardia civil accidentalmente y fue abatido por los guardias.

*** 8 muertos en la Cárcel Modelo, de ellos 2 del correccional que lucharon junto a los vigilantes.

**** 2 esquiroles, uno de ellos por disparos de Máuser.

Fuente: elaboración propia.

Como señala Francisco Sánchez Pérez, la huelga de 1917 actuó como punto de confluencia de tres culturas de la protesta: la republicana defensora de la democracia liberal, la socialista partidaria de la democracia social como etapa ineluctable tras la consolidación de la democracia política (como se plantearía en 1930-1931), y la (anarco)sindicalista que preconizaba la revolución social sin estadios transicionales. Al planteamiento inicial de un paro de protesta contra los efectos socioeconómicos de la guerra como culminación de la campaña sobre las subsistencias, iniciada por la UGT en marzo de 1915, se solapó una huelga de solidaridad sindical defensiva (en apoyo a los ferroviarios de Valencia), y, finalmente, una huelga política contra el régimen restauracionista y por la república, que al amenazar directamente al sistema político tuvo un inevitable carácter subversivo y

La conjunción subversiva del insurreccionalismo republicano y la huelga general obrerista, que se había efectuado de forma imperfecta en julio de 1909, se volcó netamente en favor de esta última ocho años más tarde. El movimiento de agosto de 1917 fue la primera huelga general revolucionaria de alcance auténticamente nacional de la historia de España, y la culminación de tres ofensivas consecutivas (una sedición de un sector integrado en el sistema, una rebeldía de los grupos que buscaban integrarse en él mediante la reforma y una revolución de los empeñados en subvertirlo desde fuera) que al final no fundieron sus objetivos. Las razones que se pueden aducir para su fracaso son múltiples: la débil estructura de la trama revolucionaria en la mayor parte del país, la dificultad de la dirección socialista para trazar un rumbo subversivo tras años de acción legalista, la escasa preparación y definición de los objetivos políticos de la huelga y su anuncio anticipado que dio la oportunidad al Gobierno de poner a punto su dispositivo represor, la división estratégica del proletariado y la casi absoluta desmovilización campesina, que en lugar de haber secundado la sedición urbana se mantuvo inerte y abrió un periodo de agitación independiente desde 1918. Sólo hubo algunos tumultos, con quema de juzgados municipales, en pueblos de Extremadura, Andalucía y Valencia. Hay que reseñar, por último, la falta de apoyo de la pequeña burguesía y de la mayor parte de los partidos republicanos, implicados en la transformación democrática del sistema, y el legalismo casi sin fisuras de un Ejército que, por penúltima vez, se volcó disciplinada y casi unánimemente en defensa del régimen, actuando con más dureza y determinación que en 1909, lo que propició a su vez el reflujo de la actuación sediciosa de las Juntas de Defensa. En definitiva, la unidad del proletariado urbano, el apoyo del campesinado y el auxilio militar (factores que se conjugarían variablemente para el triunfo de la revolución rusa en noviembre siguiente) fueron otras tantas carencias del agosto español.

Las consecuencias del fracaso de 1917 fueron tan decisivas como en 1909, pero esta vez en un sentido de desarticulación del impulso de cambio. La primera consecuencia fue el fraccionamiento persistente del movimiento obrero, ya que la CNT acentuó su aborrecimiento de la política y del parlamentarismo. La radicalización del proletariado después del fracaso de esta tercera tentativa de huelga general (tras la de 1909 y 1911) encontró su cauce natural de expresión en el atentismo revolucionario de la CNT. En concreto, un sector del obrerismo catalán optó por una política más expeditiva, que se encuentra en los orígenes del pistolerismo de los años veinte, hijo espurio de la violencia terrorista fruto del espionaje en la Gran Guerra. Los dirigentes del PSOE y la UGT, ante el consiguiente descenso de la afiliación, que se aceleraría aún más en 1918, reafirmaron sus tendencias reformistas y sus recelos a una colaboración con cualquier sector de la burguesía empeñado en una «rectificación» democrática del sistema, fuera por medios revolucionarios o consensuales. La Conjunción quedaría virtualmente rota en 1918, y oficialmente en el Congreso Extraordinario del PSOE de diciembre de 1919. La alianza republicano-socialista no se recompondría hasta octubre de 1930, cuando el Comité Nacional del PSOE la restableció de facto al aprobar la actuación de Prieto, Largo y De los Ríos en el Comité Revolucionario Nacional.

Las consecuencias de los varios acontecimientos subversivos de 1917 fueron también de no poca trascendencia para la España conservadora. El «miedo» de las clases propietarias a una revolución socialista se hizo palpable desde la crisis de agosto. Las organizaciones patronales y los grupos de orden, que habían amenazado con adoptar medidas de autodefensa, y que acogieron con alivio la intervención decisiva del Ejército, la Guardia Civil y las fuerzas de Policía, iniciaron una práctica de colaboración en tareas de orden público que se intensificaría en los años siguientes, muchas veces al margen de las autoridades y de los conductos oficiales. El «peligro rojo» era percibido por los sectores dominantes como un movimiento revolucionario de contornos difusos, pero que adoptaba las formas de subversión urbana (como parecía atestiguarlo el crecimiento y la mayor agresividad de la CNT en Barcelona y otras localidades), rural (con el agravamiento de la agitación andaluza) e incluso nacionalista (en Cataluña y el País Vasco, bajo cobertura del wilsonismo); manifestaciones todas ellas de un mismo complot atizado –al decir de prestigiosas figuras políticas nada propensas a la ofuscación–por revolucionarios rusos y La creciente intromisión militar en un poder civil cada vez más fragilizado e inoperante conduciría al pronunciamiento de Primo de Rivera y a la burocratización de esta primacía castrense. La crisis de 1917 llevó al fin virtual del sistema del turno con la crisis del Gobierno Dato en octubre de 1917 por la presión militar, y puso el primer clavo en el ataúd de un régimen que asistiría impotente a su propio entierro en septiembre de 1923.

APOGEO Y REFLUJO DE LA MOVILIZACIÓN REVOLUCIONARIA EN LA CRISIS DE LA RESTAURACIÓN (1917-1923)

Entre 1917 y 1923, la violencia política alcanzó en España y en el resto de Europa unas cotas de intensidad y de generalización desconocidas desde las conmociones de 1848 y 1870. El agravamiento de los problemas de orden público vino de la mano de un fuerte recrudecimiento de la conflictividad sociolaboral, fruto de la obligada adaptación a una situación de posguerra que también vio cómo se multiplicaban los contenciosos políticos e ideológicos. La siempre latente amenaza revolucionaria del proletariado cobró dimensión real con el triunfo del bolchevismo en Rusia y con su extensión a Europa a través de la «oleada» revolucionaria de posguerra, favorecida por el debilitamiento del liberalismo clásico y el derrumbamiento de los imperios en el centro y el Este del continente. Por otro lado, la socialdemocracia optó por reformar el régimen capitalista desde el poder político conseguido por los medios legales del sufragio y en colaboración con los sectores más progresistas de la burguesía o el campesinado. La finalidad última de esa estrategia gradualista era la consecución de una «democracia social», tal como se logró ya durante esos años en algunos países escandinavos a raíz de la alianza entre la clase obrera urbana y el «campesinado Estas propuestas de cambio tuvieron como contrapartida el miedo cerval que guió la conducta pública de los sectores conservadores. Desde la perspectiva de los grupos considerados genéricamente como antirrevolucionarios, los llamamientos a la colaboración interclasista y la innegable fuerza y arraigo de las iniciativas reformistas no impidieron, en muchos casos, la adopción por parte del Estado de amplias medidas coercitivas, ya fuera la promulgación coyuntural de legislaciones o medidas gubernativas limitadoras de las libertades públicas o el establecimiento de regímenes dictatoriales más o menos permanentes. La incorporación de las multitudes al hecho político trató igualmente de ser canalizada a través de la conformación de un Estado autoritario de fuerte impronta nacionalista, dominado por dictaduras de partido con voluntad de perdurar. Los regímenes fascistas consiguieron recrear la mitología y la liturgia apropiadas para controlar el peculiar proceso movilizador de las masas nacionalizadas que había comenzado a perfilarse a fines de siglo en países como Alemania, Francia o Italia.

En la España de fines de los años diez a fines de los años treinta se dieron con desigual fuerza y diverso resultado todas estas respuestas al cambio social, político y económico. Afectado por este acelerado proceso transformador, el sistema político de la Restauración soportó los últimos episodios de su crisis y subsiguiente Entre 1916 y 1923 se asistió al irresistible ascenso y el no menos espectacular agotamiento de un ciclo de protesta marcado por el protagonismo revolucionario de un sector del proletariado. El Estado fue incapaz de dar respuesta adecuada a los retos colectivos que se manifestaron en la crisis de 1917: sufrió las tensiones crecientes entre el centralismo y las nacionalidades, quedó paralizado por los conflictos entre sus diversos poderes (en especial la Corona, el Gobierno y el Parlamento), y continuó siendo acosado por la rebelión de diversas instituciones y corporaciones integradas en su seno –sobre todo el Ejército–, que se negaron a cumplir sus funciones específicas o invadieron el ámbito jurisdiccional de otros organismos. La merma de confianza respecto del sistema restauracionista se manifestó en la crisis del control ideológico ejercido durante décadas sobre las clases subalternas. Las exigencias de cambio fueron protagonizadas por las clases medias ilustradas, que postulaban nuevas formas de organización social y política de talante más democrático, y se mostraban crecientemente hostiles a la realidad oficial falseada por el sistema monárquico. Esta oposición, cada vez más sistemática y vertebrada, logró canalizarse e integrarse con creciente éxito en amplias movilizaciones y organizaciones de carácter político y social, como las que se opusieron a la Dictadura y a la Monarquía a fines de los años veinte.

La generalización de la protesta sociopolítica benefició a otros grupos concurrentes, pero también propició la aparición de contramovimientos y estimuló la intervención de las elites y las autoridades, que adoptaron estrategias reformistas o represivas. Tras el arranque del ciclo reivindicativo al comienzo de la guerra europea, y el preludio subversivo del verano de 1917, la etapa álgida de la movilización se produjo entre 1918 y 1920. Fue entonces cuando el conflicto se hizo intenso y generalizado: se agudizó la inestabilidad de la elite, se forjaron coaliciones entre los diversos actores sociales, y aumentaron los antagonismos entre grupos que compitieron ferozmente por la obtención del respaldo popular. Los contenciosos socioeconómicos suscitados por la reconversión y la crisis laboral de la posguerra, y el carácter de símbolo y modelo –o de amenaza– que cobró la revolución bolchevique para las diversas fracciones del obrerismo y de las clases pudientes, motivaron una serie de reacciones contrapuestas que implicaron un enorme aumento de la violencia laboral en ciudades como Barcelona, Zaragoza, Valencia, Cádiz, La Coruña o Bilbao, y también en amplias zonas agrarias del sur. Los aspectos más llamativos de esta etapa álgida del ciclo subversivo de la posguerra fueron la radicalización de los modos reivindicativos y su deriva frecuentemente violenta. Estas actitudes intransigentes se dirigieron de forma prioritaria contra los competidores sobre los mismos recursos –en esencia, los afiliados a los sindicatos rivales– antes que contra las elites sociales, económicas o políticas y su personal de apoyo: patronos, capataces, autoridades, fuerzas del orden oficiales u oficiosas, etc. La huelga de masas, ya fuera general o de amplios sectores productivos, fue el modo de protesta estelar de este nuevo repertorio flexible, nacional, de mayor alcance social y estrechamente vinculado a los vaivenes de la actividad política general. Tras una etapa inicial de aprendizaje durante los años iniciales del siglo, el ventenio 1916-1936 puede considerarse como el periodo «clásico» de la huelga de masas, que desapareció como ingrediente central de la movilización obrera durante el franquismo, y remitió en su mordiente subversivo a lo largo de los años sesenta y setenta, para acabar institucionalizándose como modo de protesta convencional en el último cuarto de la pasada centuria.

La huelga y otras formas de antagonismo esencialmente violento, como el pistolerismo sociolaboral, el atentado personal o el motín campesino, no agotan la tipología de la lucha social que se enseñoreó de España en los años de entreguerras, y que mantuvo una sorprendente continuidad en algunas de sus manifestaciones hasta la Guerra Civil. Algunas manifestaciones de conflicto, como la renovada eclosión del insurreccionalismo civil y militar, deben mucho a un hecho coyuntural como fue la incidencia del espíritu revolucionario bolchevique sobre un sector nada desdeñable del movimiento obrero. Pero durante la Dictadura, un sector siempre minoritario de las propias Fuerzas Armadas acabó aceptando la posibilidad de un pronunciamiento que llevase a la destrucción revolucionaria del régimen monárquico mediante un golpe de Estado simultaneado con una huelga general insurreccional. Por último, y como un eco del auge generalizado en toda Europa de la paramilitarización de signo bolchevizante, fascista o étnico-nacionalista, se asistió a la tímida aparición de viejas y nuevas organizaciones políticas basadas en una nueva estructura partidaria que alcanzaría larga fortuna en la España de los años treinta: la milicia política armada, que hasta la proclamación de la Segunda República presentaría manifestaciones de diverso tipo, desde el regresivo del Requeté tradicionalista al inmovilista de los «legionarios» del Partido Nacionalista Español y el francamente subversivo de los escamots de Estat Català, cuya acción armada debe también mucho a la tradición insurgente de las «expediciones» liberaljacobinas y nacionalistas del tipo Torrijos o Garibaldi, pero también a los nuevos mitos revolucionarios del bolchevismo y del nacionalismo irlandés.

En la fase descendente del ciclo reivindicativo, algunos movimientos especialmente sumidos en el conflicto adoptaron actitudes militantes más, extremadas y violentas. Todo ello condujo a un creciente enconamiento que elevó aún más los costes de la protesta, la cual se agotó paulatinamente debido al desánimo de los participantes, a la institucionalización de sus exigencias o a la represión orquestada por las En España, esta etapa de declive coincidió con el ocaso de la agitación campesina en Andalucía a inicios de 1920, y con la radicalización de las tácticas y de los temas de la protesta en los centros fabriles del norte y el este del país. El enfrentamiento faccional y la represión de las autoridades aceleraron el tránsito desde acciones de masas hacia modalidades de violencia exasperada, como el pistolerismo y el insurreccionalismo que cultivaron tanto el anarcosindicalismo como el comunismo.

Como era previsible, a lo largo de este proceso, el Estado y los grupos sociales dominantes interpusieron diversas estrategias para limitar o yugular el ciclo de protesta revolucionaria protagonizado por un sector del obrerismo organizado. Las fuerzas defensoras del orden social fueron pasando desde la conciliación y el diálogo patrocinado por el Estado o las entidades privadas, hasta actitudes crecientemente hostiles y represivas. Bien es cierto que los gobiernos impulsaron medidas reformistas de trascendencia, como la regulación de la jornada de ocho horas en 1919-1920, la creación del Ministerio de Trabajo por el Gabinete Dato en mayo de 1920, la Ley sobre constitución de pensiones de retiro en 1921, la extensión de la Ley de Accidentes de Trabajo de 1900 en 1922 o la mayor actividad del IRS. Pero el comportamiento dominante de los sectores conservadores fue incrementar la propia movilización, y alentar o patrocinar la deriva pretoriana de las instituciones de salvaguardia del Estado.

En periodos de crisis política o de agudización del enfrentamiento social, son los aparatos de seguridad estatal los que pasan a un primer plano, garantizando el control directo sobre los grupos subordinados. Pero los resortes del orden público en la España de entreguerras se revelaron cada vez más ineficaces para garantizar el mantenimiento de la autoridad en un país atenazado por múltiples y simultáneos movimientos de protesta colectiva. De modo que los sectores de orden no descartaron la búsqueda de garantías complementarias de defensa frente a la impotencia oficial (la represión ilegal de las fuerzas de orden público, el lockout, la financiación de sindicatos amarillos, el pistolerismo sociolaboral y una más extensa movilización en forma de guardias cívicas), que casi siempre colocaban en el haber de la debilidad del Gobierno y la ineficacia del Parlamento. En consecuencia, se implicaron cada vez más en acciones callejeras de autodefensa, y a la postre no tuvieron empacho en aceptar una dictadura militar que erigió la represión en herramienta habitual de gobierno. Según Manuel Ballbé, la crisis de la Restauración estuvo originada en parte por la defectuosa estructuración de las instituciones militarizadas de orden público, que se arrastraba desde los primeros pasos del Esta ineptitud de las ramas civil y militar de la administración estatal para asumir y delimitar sin complejos sus respectivas atribuciones coactivas dio lugar al problema más característico en la gestión del orden público durante el régimen liberal: la pugna de competencias, soterrada en ocasiones o abierta en otras, que dio origen a algunas de las más relevantes crisis políticas del periodo.

El eco de la revolución bolchevique en la ciudad y en el campo

El fermento de violencia que la Gran Guerra legó a la vida política de los países europeos, el arraigo del mito movilizador de la revolución de octubre y las secuelas conflictivas de la posguerra, tanto en los aspectos materiales como en los espirituales, pusieron de moda en toda Europa el recurso a la insurrección como alternativa revolucionaria en manos del obrerismo organizado. Los anarcosindicalistas españoles contemplaron la revolución rusa como un éxito propio, ya que el espontaneísmo organizativo de los primeros soviets, destacado por Lenin en su opúsculo de 1918 El Estado y la revolución, fue interpretado en medios libertarios como una confirmación del camino que se estaba siguiendo en Rusia hacia la transformación de la sociedad por medios La CNT llegó a adherirse provisionalmente a la Komintern en el Congreso Nacional de la Comedia de diciembre de 1919, pero tras una etapa de predominio comunista-sindicalista presidida por Andreu Nin y Joaquín Maurín desde la primavera de 1921, rectificó en la Conferencia de Zaragoza de junio de 1922 su decisión de incorporarse a la Tercera Internacional y retornó al sindicalismo «puro» defendido por Salvador Seguí, que sin embargo rechazó tanto la dictadura proletaria ejercida por el Estado bolchevique como la autogestión preconizada por los grupos ácratas. Proponía la colaboración de la CNT con sectores burgueses avanzados, alejándose de su inicial sindicalismo revolucionario para acercarse al catalanismo de izquierda y a los

La postura del socialismo español respecto de la revolución rusa estuvo, por lo general, caracterizada por una sorda hostilidad. Aunque los Congresos del PSOE y de la UGT de octubre y diciembre de 1918 saludaron efusivamente los logros revolucionarios de los «camaradas rusos», el recuerdo de los sucesos de agosto del año anterior estaba bien fresco cuando se declaró que la transición a un régimen más justo habría de hacerse por vía pacífica, evitando «que se derrame la sangre de la clase trabajadora, haciendo por que la responsabilidad de los choques sangrientos entre la clase obrera y la capitalista o sus representantes caiga sobre los que ciegamente tratan de cerrar el camino a las nuevas La aportación leninista del partido-vanguardia trasladó al primer plano de las discusiones teóricas el problema de la violencia, escasamente arraigada en la cultura política del socialismo peninsular. En 1920, una vez experimentada –sucesiva y traumáticamente– la alianza con el republicanismo y con el sindicalismo cenetista, y la defección comunista (entre la adhesión de la FJS a la Tercera Internacional en diciembre de 1917 y la creación del PCE en noviembre de 1921), el socialismo se reafirmó en su concepción del hecho revolucionario como un proceso evolutivo, que debía ser el lógico resultado de la perseverancia en las labores cotidianas de tipo organizativo y político.

En las grandes urbes, el movimiento huelguístico, incluido el de agosto de 1917, no estalló en una etapa depresiva, sino en una de estancamiento, donde las expectativas de mejora chocaban con una coyuntura inflacionista. El alza del coste de la vida, que se desbocó desde el otoño de 1916 y presentó importantes aumentos estacionales de octubre de 1917 a marzo de 1918, y de octubre de ese año a marzo del siguiente, hizo renacer un malestar atizado por el notable incremento de la propaganda anarquista, socialista y sindicalista. En la segunda quincena de enero de 1918 estallaron tumultos del hambre en Barcelona o Málaga, que se extendieron luego a La Coruña, Alicante y otras ciudades, y fueron instrumentalizados dentro de la propaganda impulsada por las centrales sindicales en contra de la carestía de la vida. El 28 de febrero de 1919, una huelga en el sector de la panificación de Madrid derivó en asalto a las tahonas de los distritos de Latina, Inclusa y Hospital, donde fueron heridos 20 agentes. El capitán general Francisco Aguilera fue obligado a declarar el estado de guerra. De nuevo en mayo-agosto de 1920 se reactivó la conflictividad social con motivo de las protestas por el aumento del precio del En septiembre, un paro de los estibadores de La Coruña tuvo derivaciones pistoleriles, cuando los huelguistas emplearon armas de fuego, matando a dos policías. Los obreros en paro y los esquiroles se enfrentaron reiteradamente en las calles de la ciudad, dejando como balance las muertes de un huelguista, un viandante y cuatro esquiroles, entre ellos un cobrador de tranvías que murió en un ataque con bomba cuando trabajaba después de que se hubiese convocado la huelga general en la

En el campo, el malestar se tradujo en un importante desarrollo de las organizaciones agrarias, sobre todo en Andalucía, donde la situación del jornalero era más desfavorable que la del obrero fabril. El deterioro de sus condiciones de vida y el secular hambre de tierras les llevó a organizar protestas, huelgas y manifestaciones en intensidad creciente, que María Dolores Ramos reputa como típicas del periodo: «los tumultos, los mítines propagandísticos, la institucionalización del Primero de Mayo, las huelgas generales y parciales, los choques sangrientos con las fuerzas de seguridad, los sabotajes, los boicots, la persecución de esquiroles y los crímenes sociales, formaron parte del amplio movimiento laboral y social desatado en

Lo que se ha venido en llamar, de forma un tanto pomposa, «trienio bolchevique» (1918-1920) consistió en realidad en una serie de conflictos locales dispersos, de larga duración, tenuemente politizados, con un nivel de violencia variable (huelgas concertadas y planificadas, coacciones, agresiones individuales, quema de cosechas, etc.), dirigidos a la consecución de contratos colectivos, y que por lo general se resolvieron mediante compromisos puntuales con los patronos, alcaldes, gobernadores o comisiones mixtas. La novedad con respecto a los levantamientos andaluces de épocas anteriores residía en su intento de coordinación a gran escala por un movimiento sindical que obraba como fuerza autónoma y por unas motivaciones específicas. Este tipo de acciones colectivas, cuyos primeros ensayos ya se habían producido en la comarca de Jerez en 1911, integraban perfectamente sus objetivos dentro de la amplia estrategia reivindicativa del anarcosindicalismo, que utilizaba la huelga general y la presión de masas para obtener condiciones ventajosas de negociación con la patronal. Por lo tanto, las huelgas de tipo abiertamente subversivo (como la que afectó a fines de 1919 a Villanueva de Córdoba, Castro del Río, Baena, Nueva Carteya, Lopera y Porcuna), con la virtual toma del poder local y la casi invariable secuela de enfrentamientos con la Guardia Civil y centenares de detenciones, resultaban la excepción a una conducta que sólo el pánico de unos propietarios desacostumbrados a tener en cuenta las exigencias del proletariado agrícola pudo calificar de revolucionaria. Lo verdaderamente notable del movimiento reivindicativo del campo andaluz fue que se prolongara por dos años y medio sin haberse desarrollado de modo estable ni uniforme, ya que de Córdoba se fue desplazando al oeste y al este, y tendió a concentrarse en el entorno de los grandes núcleos de El método de acción sí que resultaba bastante similar: con la orden del paro o de la huelga transmitida por el centro obrero local en los pueblos pequeños y medianos, la organización campesina establecía su virtual dominio de la localidad por unos días, hasta la llegada disuasoria de las fuerzas del Ejército y de la Guardia Civil, mientras que grupos armados con garrotes recorrían cortijos y caseríos, que quedaban abandonados fulminantemente. Era inevitable que, con frecuencia, estas acciones se vieran complicadas con tumultos, motines, ocupaciones de tierras, quema de cosechas y otras manifestaciones violentas de protesta, pero la presión también se ejercía mediante ruegos, amenazas o simples burlas, donde las mujeres tuvieron siempre una participación muy activa. De este modo, en el confuso modelo reivindicativo del «trienio bolchevique» se entrelazaban la peculiar versión rural de la «acción directa» sindicalista con actitudes de oposición y de demostración popular tan familiares en las tradicionales rebeliones y resistencias campesinas.

La conflictividad culminó en los paros generales de enero y marzo de 1919, que coincidieron con los dos grandes movimientos huelguísticos de Barcelona. Fueron acciones colectivas frecuentemente de tipo tumultuario, donde se solicitó a las autoridades locales el abaratamiento de las subsistencias, la libertad para los detenidos, la colocación de los parados y el cese de la represión en los A pesar de que esta última alcanzó su momento culminante en junio de 1919, los paros continuaron en Córdoba, Jaén, Sevilla y Cádiz durante toda la primavera. A fines de año, las autoridades provinciales y sus agentes gubernativos aceleraron la desarticulación del movimiento obrero a través de medidas represivas e intimidatorias como el confinamiento de los huelguistas en sus domicilios, las amenazas y la prohibición de la propaganda y de los contactos entre las distintas asociaciones obreras. La conflictividad remitió significativamente en el primer trimestre de 1920, y en 1920-1923 las huelgas y la organización decayeron ante la persistencia de la vigilancia policial y el relajamiento de la tensión laboral ligado al cambio de signo económico. Comenzaron a producirse entonces actos de violencia desesperada, como los sabotajes contra animales, máquinas y cosechas, las huelgas de brazos caídos, los boicots contra los obreros o patronos que no secundaban las órdenes de paro, los atentados individuales, etc. Este tipo de protesta defensiva se mantuvo hasta fines de año, sobre todo en Sevilla, pero la represión sistemática ejercida contra la Federación Regional Andaluza de la CNT permitió que el «orden social» volviera a reinar en 1921.

El saldo del «trienio bolchevique» fue netamente desfavorable para el movimiento obrero en su conjunto. Las luchas agrarias culminaron en 1919-1920 coincidiendo con la agitación social en las ciudades, pero la tensión decayó primero en el ámbito rural. De nuevo la falta de coordinación entre la protesta campesina y la simultánea oleada reivindicativa de los centros fabriles frustró las aspiraciones de transformación social de las masas trabajadoras. La enérgica respuesta del Estado y de los sectores sociales hegemónicos, y la cada vez más profunda división estratégica entre el socialismo reformista y el anarcosindicalismo hicieron degenerar una protesta masiva en manifestaciones cada vez más esporádicas y desestructuradas de violencia (pistolerismo, sabotaje, atentados) sin un verdadero norte revolucionario.

En el entorno urbano, un sector minoritario del movimiento obrero español dejó de protagonizar conflictos ligados a reivindicaciones salariales específicas, y comenzó a actuar por razones de predominio sindical y social, donde la protesta contra el deterioro de las relaciones laborales era veces una simple coartada para fomentar la agitación revolucionaria. Ante la inhibición de socialistas y republicanos, los anarquistas, y en menor medida los comunistas, tomaron desde entonces la iniciativa de la subversión del sistema político y económico.

A partir de 1916, la CNT se desarrolló intensamente en Aragón, hasta contar con 25.000 adheridos censados en el Congreso de la Comedia de 1919. Durante ese año se fueron constituyendo en Zaragoza los Sindicatos Únicos según el modelo catalán. Los rasgos generales del conflicto social (encarecimiento de subsistencias simultánea al endurecimiento de las condiciones laborales de un proletariado incorporado recientemente al proceso de urbanización; radicalización violenta del movimiento obrero revolucionario y movilización temprana de los sectores burgueses, gubernativos y militares) eran, a menor escala, comparables al caso barcelonés. Tras el paro general proclamado el 24 de noviembre de 1919 y la subsiguiente declaración del estado de guerra, la conflictividad social se agudizó en la ciudad, en paralelo al endurecimiento de las actitudes patronales y a la creciente movilización de las masas obreras. Influidos por la técnica insurreccional bolchevique, los cenetistas locales consideraron posible el triunfo de una rebelión popular que tuviera como preludio el asalto a un establecimiento militar, donde los soldados y las clases se encontraran convenientemente influidos por la propaganda revolucionaria y antimilitarista. En la noche del 8 al 9 de enero de 1920, en pleno conflicto local de tranviarios, albañiles y camareros, y con la noticia aún caliente del lockout patronal declarado en Barcelona, se produjo un motín en el regimiento de Artillería Ligera acantonado en Zaragoza: un grupo de soldados encabezados por el cabo Nicolás Godoy intentó apoderarse del cuartel del Carmen con el apoyo de un puñado de sindicalistas locales dirigidos por Ángel Chueca. El intento fracasó y se saldó con la muerte de dos sindicalistas y la posterior ejecución de siete militares. La declaración del estado de guerra desde el 9 de enero hasta el 1 de febrero evitó la convocatoria de una huelga general de protesta. Pocos días después de los sucesos de cuartel del Carmen, el Somatén urbano de Zaragoza recibió la aprobación gubernativa para su despliegue preventivo por la ciudad, pero en ese año la falta de interés público por el armamento efectivo de los «buenos ciudadanos» acarreó una notable merma de sus actividades, que estuvo a punto de llevarlo a su

La represión del levantamiento de enero acentuó la predisposición violenta de un movimiento anarquista potente y radicalizado, que, obligado por su situación de semiclandestinidad, pasó de la tentación insurreccional al delito social y al atentado individual. Grupos anarquistas como «Los Justicieros» protagonizaron acciones violentas al margen de la dirección y de la estrategia general de la CNT. La espiral subsiguiente de muertes y de represalias condujo la crispación social a cotas desconocidas hasta explosión de artefactos en locales patronales, muerte de esquiroles, asesinato el 23 de agosto del arquitecto municipal José Yarza, el ingeniero César Boente y el oficinista Joaquín Octavio de Toledo, todos ellos integrantes de un grupo de «defensa ciudadana» que reparaba el alumbrado público en sustitución de los bomberos municipales en huelga, etc. A inicios de noviembre, el gobernador civil, conde de Coello de Portugal, suspendió por tiempo indefinido los Sindicatos Únicos y ordenó la concentración de las fuerzas provinciales de la Guardia Civil en la capital. La reanudación del acoso a la CNT coincidió con los primeros días de gestión del general Severiano Martínez Anido al frente del Gobierno Civil de Barcelona, y provocó la convocatoria de una huelga general de protesta del comercio y la industria, promovida por el Comité local de la CNT, y que se mantuvo hasta el 10 de diciembre. La actitud defensiva de los sectores burgueses y una poco escrupulosa represión policial sobre los Sindicatos Únicos llevaron a un debilitamiento coyuntural de la CNT y a un descenso en el número de acciones violentas entre 1921 y la primavera de 1922. En septiembre de ese año, en el momento en que el Comité Nacional dominado por los moderados se trasladó de Barcelona a la capital aragonesa dominada por el sector confederal más extremista, la banda de «Los Justicieros» marchó a la ciudad condal, y junto con el grupo «El Crisol» y algunos hombres de acción del Sindicato Único de la Madera formaron «Los Solidarios», «grupo de acción» anarquista que llegó a contar con 17 activistas entre ambas ciudades. Volvieron actuar cuando, tras el asesinato de Salvador Seguí el 10 de marzo de 1923, dieron muerte el 4 de junio al arzobispo de Zaragoza, cardenal Juan Soldevilla Romero, conocido por sus simpatías hacia el carlismo y el

Desde 1920, la agitación sindicalista pasó de Cataluña, Aragón y Andalucía a Asturias y Vizcaya, hasta transformar a ambas provincias en el nuevo símbolo de la violencia intersindical. El 11 de abril de 1920, en Moreda de Aller, se produjo un enfrentamiento cuando un mitin del Sindicato de Obreros Mineros de Asturias (SOMA) liderado por su fundador Manuel Llaneza, fue asaltado por miembros del Sindicato Católico, encabezados por Vicente Madera Peña, en un enfrentamiento que se cerró con el balance de 11 muertos y 35 heridos por arma de fuego. No es de extrañar que la corporación obrera católica fuera uno de los objetivos preferentes de la ira revolucionaria en octubre de 1934.

En Vizcaya, el periodo que va desde la Gran Guerra al pronunciamiento de Primo de Rivera, la aceleración el proceso industrializador y el ahondamiento del foso que separaba la comunidad tradicional de la sociedad moderna con todas sus implicaciones (proletarización, reforzamiento de la cultura urbana, desarrollo del societarismo obrero y patronal, etc.) trajo como secuela una agudización del conflicto social y un recrudecimiento de la violencia que, según algunas fuentes, arrojó como balance 29 asesinatos, la mayoría de ellos en enfrentamientos entre formaciones obreras Durante el conflicto europeo se fue definiendo un bloque formado por la Solidaridad de Obreros Vascos (SOV) del PNV y los sindicatos católico-libres en contra de la mayoritaria UGT. Esta rivalidad, arrastrada desde antes de 1914, produjo los primeros enfrentamientos violentos entre nacionalistas y socialistas a mediados de 1919. En 1921, la crisis de trabajo y la represión dirigida por el gobernador civil Fernando González de Regueral desorganizaron por completo a los Sindicatos Únicos y permitieron al Partido Comunista hacerse con las riendas del ala más radical del movimiento obrero vizcaíno. Desde entonces, el anarcosindicalismo quedó en buena parte a merced del naciente El triunfo de la revolución en Rusia condujo a una polarización de actitudes que pudo tener algo de ruptura generacional, pues a decir del entonces militante comunista Óscar Pérez Solís, «casi en masa, la juventud obrera de Vizcaya –la socialista, desde luego– se sentía Fue este grupo disidente de las Juventudes Socialistas, dirigido entre otros por Jesús Hernández e inspirado por Pérez Solís, quien más violentamente se enfrentó a la línea reformista defendida por el «liberal» Indalecio Prieto, quien estuvo a punto de ser asesinado en el verano de 1923. El viraje de la Komintern hacia el «frente único» de inicios de 1922 señaló a los dirigentes socialistas como la presa a cobrar por parte de los «grupos de acción» comunistas, y en ello fueron alentados bajo cuerda por algunos A pesar de estas violencias contra militantes socialistas, el reventamiento de mítines e incluso los asaltos a las casas del pueblo (la de Bilbao fue ocupada de forma permanente y su presidente asesinado), los comunistas no dejaron de ser un grupo marginal y minoritario en la arena política española, pero en Vizcaya lograron controlar por un tiempo la mayoría de las organizaciones societarias, incluido el poderoso sindicato minero. De 1921 a 1923, el descenso de la conflictividad huelguística coincidió con un ambiente de mayor violencia, plagado de atentados y agresiones entre sindicalistas rivales, debido en gran parte a que los cenetistas y los comunistas recurrían de forma permanente y unilateral a la huelga general con intencionalidad política y en apoyo a otros conflictos sectoriales. En el II Congreso del PCE, celebrado en Madrid en julio de 1923, dirigentes de Vizcaya como Pérez Solís y de Valencia como Hilari Arlandis (entonces en abierta oposición al Comité Central) se declararon partidarios de la «guerrilla terrorista», según la estrategia sugerida por el delegado de la Komintern Jules Sin embargo, en pura ortodoxia leninista, el Congreso condenó el terrorismo, no sólo por estéril, sino también por favorecer los designios represivos de las «fuerzas reaccionarias». El estallido de una huelga salvaje en la minería a mediados de agosto de 1923 permitió que la Casa del Pueblo controlada por los comunistas elaborara un programa de acción escalonada que llevara a la huelga general indefinida y a una insurrección con apoyo de ciertas unidades militares infiltradas por la propaganda antimilitarista del partido. Cuando el regimiento de Garellano se disponía a embarcar el día 23 de agosto en el puerto de Málaga con destino a África, se produjo la insubordinación de 50-60 soldados encabezados por el cabo José Sánchez Barroso, pero la rebelión militar no se extendió ni prendió la mecha de la revolución, como había pasado en Petrogrado en febrero de 1917. Empero, el fracaso en el «frente militar» no desanimó a los comunistas, que trataron de imponer a sangre y fuego la huelga general revolucionaria en Bilbao y alrededores, asesinando a varios conductores de tranvías y obreros socialistas que acudían al trabajo. Tras varios tiroteos, la Policía y la Guardia Civil asaltaron la Casa del Pueblo, provocando dos heridos entre las fuerzas del orden y dos muertos, cinco heridos y noventa detenidos entre los asediados. Tanto Bilbao como la zona minera fueron ocupadas

Los años del pistolerismo en Barcelona (1917-1923)

De las manifestaciones de violencia surgidas en España durante los primeros años de entreguerras, el pistolerismo y el terrorismo sindicales, y la consiguiente respuesta policial son aún el objeto de encendidas polémicas, tanto en lo que respecta a la determinación de sus orígenes como en la asignación de responsabilidades sociales y políticas. Todos los autores enfrascados en el análisis de tan intrincado problema coinciden al menos en una cosa: los factores desencadenantes o coadyuvantes de la violencia pistoleril son extraordinariamente variados y complejos. Se ha destacado, por ejemplo, el persistente talante violento de las luchas sociales y políticas en Barcelona, donde se habría forjado desde décadas atrás un ethos combativo y una dialéctica de la exclusión que afectaba al movimiento anarquista y sindicalista, pero también a otros grupos y organizaciones, como el republicanismo radical, el carlismo, el catalanismo, la patronal y la propia guarnición de Barcelona. En el recrudecimiento de esta violencia y en la nueva fisonomía que fue adoptando a fines de los años diez incidió también un elenco de factores coyunturales que tampoco deben ser menospreciados: la crisis del sistema político español evidenciada en 1917 y la errática actuación de las autoridades civiles y militares en la resolución de los problemas de orden público; el resurgimiento del anarquismo militante tras el fracaso de la huelga de agosto; las acciones de sabotaje y agresión individual conectadas con el espionaje de las potencias beligerantes en la Gran Guerra; la influencia del bolchevismo en el cambio de actitud reivindicativa del obrerismo revolucionario; la nueva oleada de reclamaciones catalanistas alentada por la aparición de naciones con Estado propio en la Europa de 1918, y, sobre todo, la frustración de unas expectativas de mejora material ante el proceso de reconversión industrial de la posguerra, que condujo a un sector del movimiento sindical a reaccionar violentamente contra el paro, los bajos salarios y la intransigencia negociadora de ciertos medios

Por lo tanto, la violencia barcelonesa de la primera posguerra no se debe interpretar de forma exclusiva como una consecuencia de la dialéctica dominantesdominados en un periodo álgido de lucha de clases, como tampoco puede explicarse como un simple juego de fuerzas en el damero político catalán o estatal. Fue la instrumentalización de este tipo específico de conflictividad con el objetivo de disputar instancias de poder local, regional y nacional lo que transformó al pistolerismo en un asunto de alta tensión política. La politización de la violencia social en Barcelona no se entiende sin estudiar la crisis de relaciones entre las fuerzas políticas y sociales de Cataluña y el Gobierno central, y entre el poder civil y el militar en el seno de este último. Fueron estos contenciosos los que transformaron una violencia fundamentalmente social en un grave problema de orden público, y de ahí en un conflicto político e institucional que acabó dando al traste con el régimen parlamentario.

Pero también hay que tener en cuenta otros factores «estructurales», como la industrialización, la urbanización y la emigración aceleradas como factores que determinaron la aparición de una delincuencia crecientemente organizada que aspiraba a interferir, influir e incluso controlar el espacio social, económico y político. La fluidez de los cambios políticos, sociales, económicos y culturales que acaecían en una ciudad como la Barcelona de los años veinte provocó la aparición del fenómeno del «bandidismo social» como expresión transicional y escasamente articulada de protesta y rebelión ante la inexistencia de condiciones objetivas para el desarrollo de un conflicto de clases canalizado Los «bandidos sociales», entendidos como rebeldes y marginados más que como delincuentes, optaron por la violencia como un medio de actuación que les permitiera superar su aislamiento. En esa opción contestataria, la propaganda de la revuelta y la ideología de la revolución sirvieron de cobertura legitimadora para la integración de estas actitudes marginales en el seno de un colectivo más amplio que aspiraba a un nuevo modelo de sociedad. Integrando su protesta en la táctica reivindicativa de un movimiento de masas, el antiguo «bandido social» nacido en el mundo rural se fue transformando en el «bandido político» de los suburbios, donde aún se mantenían lazos de solidaridad comunitaria que protegían su Si el «bandido social» actuaba como el representante intuitivo de una protesta sociopolítica aún en estado embrionario, el «bandido político» surgió como respuesta desesperada a las crisis coyunturales que podía sufrir un movimiento social en proceso de articulación, como fue el anarcosindicalismo catalán. La abrupta interrupción del proceso de institucionalización de la CNT tras la represión ulterior a la huelga de «La Canadiense» facilitó el florecimiento de grupos sectarios –en general formados por desclasados y difícilmente controlables por una dirección sindical en crisis– que actuaban violentamente en nombre del movimiento, legitimando sus acciones por su función de vanguardia revolucionaria. En realidad, el pistolerismo trataba de suplantar una acción colectiva sindical que muchos militantes cenetistas consideraban poco eficaz. Pero con la aceleración de la dinámica social, la actuación retórica o sinceramente subversiva del «bandido político» fue degradándose, degenerando en una alternativa marginal e incluso contraproducente en relación con la estrategia trazada por el movimiento sindical en su conjunto. Privado de un apoyo de masas, el pistolerismo sindical se confundió en multitud de ocasiones con la criminalidad vulgar y cotidiana.

La sociedad catalana atesoraba desde mucho tiempo atrás una tradición de violencia que alumbró durante la segunda década del siglo XX una serie de fenómenos peculiares, que algunos especialistas asignan a las sociedades en guerra civil abierta o En primer lugar, el aumento incontrolado del número de actores violentos, estatales o no, tales como aventureros, espías, guardaespaldas, agentes provocadores, policías, bandas juveniles, grupos parapoliciales, etc. En segundo término, el desdibujamiento de los límites entre la criminalidad común, la rebelión social y la violencia política, motivado en parte por la limitación del poder soberano del Estado y por la reducción de su capacidad sancionadora. En tercer lugar, la privatización de la violencia, que coadyuvó a su banalización, hasta transformarse en un modo habitual de regular con mayor o menor eficacia las negociaciones y los intercambios sociales, especialmente los de orden sociolaboral. Un último aspecto de esa peculiar subcultura de la confrontación que se asentó en la Barcelona del pistolerismo fue la mercantilización de la violencia: constreñida en un principio al campo puramente político, trascendió las limitaciones y restricciones propias del Estado de derecho, para establecerse como un servicio que se pagaba en dinero, adquiriendo de ese modo un valor de mercado en las relaciones sociales. Todos estos factores contribuyeron a la aparición de un escenario enormemente confuso y contradictorio, difícil de desentrañar y reducir a una sola categoría de análisis. Este polimorfismo de la violencia se manifestó en la diversidad de líderes, ideólogos, círculos de apoyo, canales de reclutamiento o nivel tecnológico de las agrupaciones armadas. Tampoco se produjo un antagonismo hegemónico, sino confusas líneas de conflicto más o menos alejadas de la disputa básica por el poder estatal, y que se debilitaron mutuamente sin llegar a provocar una definitiva polarización social que hiciera desembocar los conflictos múltiples en una guerra civil abierta.

Como otras manifestaciones de violencia en la Europa de la época, el pistolerismo barcelonés tiene su origen en las repercusiones socioeconómicas del primer conflicto mundial. En la posguerra surgió un proletariado de nuevo tono radical, utópico y combativo, cuya actitud agresiva vino alentada por la creciente intransigencia de la nueva burguesía industrial, que desterró el anterior paternalismo patronal y en ocasiones provocó, por su desmesurado afán de lucro, conflictos de fuerte carga violenta. La mayor eficacia en la respuesta obrera fue posible entonces gracias a un notable incremento del poder ofensivo y organizativo del sindicalismo. La CNT comenzó a estructurarse a nivel nacional en 1917-1918, promoviendo huelgas parciales y renovando la capacidad reivindicativa de la clase trabajadora urbana con la adopción en el Congreso regional de Sants (28 de junio a 1 de julio de 1918) de la estructura de Sindicatos Únicos, es decir, la reunión en una sola organización de todas las sociedades obreras que trabajaban en un mismo ramo de la producción, sin división de categorías profesionales y facilitando de este modo una estrategia basada en la «acción directa» y la huelga. La organización llegó a su apogeo en el Congreso Nacional de la Comedia de diciembre de 1919, donde se transformó en la mayor organización de masas del país, con 790.948 afiliados, de ellos 427.000 en Cataluña. El Congreso de Sants enfatizó la necesidad de que los sindicatos contasen con grupos de acción y propaganda cuyos nombres y actividades debían permanecer en el anonimato. Estos grupos estaban formados por no más de una docena de militantes vinculados por lazos de amistad y afinidad ideológica, y con fuertes raíces en los barrios y en los sindicatos

En realidad, la violencia se había convertido en un componente habitual y cada vez más intenso de los conflictos laborales desde la huelga general de 1902. En Barcelona, a partir de 1910, el número de víctimas de agresiones durante las huelgas pasó de un promedio máximo anual de 10 para el trienio 1907-1909 a 151 en 1910, para bajar a 56,5 de 1911 a 1914, si bien el porcentaje de paros con violencia no superó en esos años de preguerra el 30% del total. La gran novedad de la conflictividad laboral barcelonesa a partir de 1910 fue el surgimiento de un nuevo tipo de paros particularmente violentos. La primera manifestación relevante y sistemática de lo que la naciente sociología del trabajo llamó «atentados sociales» se registró durante el prolongado conflicto metalúrgico de mayo-diciembre de 1910 (tres paros parciales que derivaron en una huelga general de oficio), en el que menudearon los ataques contra esquiroles, gerentes y patronos, organizados por medio de emboscadas y donde ya se emplearon armas de fuego como herramienta de agresión De las 115 víctimas censadas en este conflicto, la inmensa mayoría fueron esquiroles agredidos por grupos reducidos de sindicalistas, lo que supone alrededor del 30% del total computado durante el lustro Las agresiones se extendieron ese mismo año a sectores como los de la construcción, el transporte y el ramo del agua (actividades de acabado de la industria textil), al que pertenecía Carles Bargalló, el primer patrono asesinado el 29 de abril de Aunque en febrero de 1914 se destapó el turbio asunto de la banda liderada por el inspector Francisco Martorell (jefe de la brigada de anarquismo y sindicalismo de Barcelona), dedicada al asesinato de sindicalistas y a la desarticulación de las organizaciones obreras mediante el empleo de confidentes y agentes la acción sistemática en bandas sindicales perfectamente organizadas coincidió con la prolongación de Gran Guerra. 1916 marcó el retorno de la movilización sindical impulsada por las crecientes dificultades de los trabajadores, y expresada de forma conflictiva en la proliferación de piquetes sindicales que intentaban paralizar los talleres a través de roturas de cristales, agresiones a esquiroles y destrucción de Según el dirigente sindicalista Ángel Pestaña, los primeros «grupos de acción» –«dos o tres a lo sumo en Barcelona»– obraban en la ciudad ya en ese Su origen está vinculado a la huelga convocada por el sindicato «El Radium» de contramaestres del textil, que estalló en la primavera de ese año y no finalizó hasta el otoño de 1917. El primer atentado mortal de estos grupos se ejecutó sobre el contramaestre no sindicado Lorenzo Casas, el 3 de agosto de 1916. Hacia fines de 1917, estas formas de violencia individualizada y organizada fueron asumiendo las características esenciales de lo que se conocería como pistolerismo sociolaboral. El número de agresiones individuales comenzó a escalar debido al desencanto que suscitó el fracaso de la huelga general de agosto, y a las expectativas que despertó el triunfo bolchevique en Rusia. Pero no se puede hablar de la generalización de la violencia en el movimiento obrero barcelonés al menos hasta la segunda mitad de 1918, cuando, en coincidencia con el fulgurante incremento de la afiliación al sindicato desde el último semestre de 1918, los «grupos de acción» comenzaron a ganar en entidad y capacidad de La «guerra sucia» que libraban en Barcelona las potencias beligerantes en el conflicto europeo parece tener relación directa con el rearme reivindicativo de la CNT. Existen claros indicios de que ciertos dirigentes sindicales encubrieron o alentaron atentados y sabotajes contra intereses aliados, que habían sido sufragados por el servicio secreto alemán, y que justificaron como un modo especial de protesta La oleada huelguística de 1918, el auge de la CNT, los usos potencialmente violentos de una gestión sindical marcada por la «acción directa» y los primeros atentados de los «grupos de acción», incitaron a la «nueva burguesía» enriquecida por la guerra –especialmente la catalana, representada por la Federación Patronal de Barcelona– a defender sus intereses de manera expeditiva, exigiendo la intensificación de los medios de represión estatal (legislación, justicia, policía), rechazando los canales de conciliación laboral con el empleo sistemático del lockout, e interviniendo directamente en la represión paraestatal de las reivindicaciones obreras.

Dejando de lado los antecedentes de inicios de siglo, el caso más conocido de policía paralela vinculada a las «fuerzas vivas» de Barcelona fue la «banda negra» dirigida por el inspector Manuel Bravo Portillo, jefe de la Brigada de servicios especiales para la represión del anarquismo y el socialismo dependiente de la Policía Judicial desde inicios de 1918. La infiltración de Bravo Portillo y de sus agentes en el inframundo del sindicalismo les permitió emplear una vieja táctica muy usada en los medios policiales: la manipulación de grupúsculos marginales del movimiento obrero, que eran utilizados para eliminar a patronos incómodos por su aliadofilia, fomentando así la división en el seno sindicato confederal y justificando su represión. La divulgación por el periódico cenetista Solidaridad Obrera de unas cartas comprometedoras llevó a la detención de Bravo Portillo el 20 de junio de 1918, bajo la acusación de espionaje en favor de los Imperios Centrales. El expolicía cumplió hasta el 6 de diciembre una muy atenuada condena de prisión, y acto seguido fue expulsado del Cuerpo, pero logró «reciclarse» como agente privado al servicio de la Capitanía Entre los cometidos de la banda de Bravo Portillo (unos 40-50 individuos, en buena parte delincuentes extranjeros, como el famoso aventurero «barón de Koening») figuraban la protección a esquiroles y patronos como Joan Miró y Trepat, la provocación de conflictos con la CNT, el apoyo oficioso en el mantenimiento del orden público, y la confección del fichero secreto de actividades sindicales y anarquistas custodiado por el capitán Julio Lasarte.

El estallido de una huelga en la compañía eléctrica Riegos y Fuerzas del Ebro –popularmente conocida como «La Canadiense»– cambió totalmente el panorama sociopolítico barcelonés. Tras la declaración de una gigantesca huelga de solidaridad con los trabajadores despedidos, el Gobierno declaró el estado de guerra el 12 de marzo de 1919, permitiendo que el Ejército asumiera el mando con el apoyo tácito de la burguesía barcelonesa. El cierre provisional del conflicto el día 19 con un laudo favorable para los obreros llevó a un primer enfrentamiento entre el Gobierno de Romanones y los militares «junteros» de la La Lliga se vio obligada a mitigar sus ansias autonomistas ante el desafío sindicalista, y optó por una aproximación a los círculos militares que pudieran garantizar el mantenimiento del añorado orden social. Más en concreto, comenzó a alentar la intromisión en la toma de decisiones políticas por parte del capitán general Joaquín Milans del Bosch, que se mostró dispuesto a impulsar el Somatén barcelonés a espaldas del Gobierno, y a ampliar la cobertura dada a la banda de Bravo Portillo, que fue utilizada como ariete en la pugna que estaban librando las autoridades militares y las gubernativas.

Envalentonada por su triunfo en el paro de febrero-marzo, la CNT cayó en las provocaciones tendidas por el capitán general y convocó el 24 de marzo una nueva huelga general para reclamar la liberación de los obreros encarcelados por la anterior movilización, hasta entonces retenidos abusivamente por las autoridades militares. Fue un grave error táctico que justificó una nueva oleada represiva. El estado de guerra volvió a ser declarado el día 24, y al día siguiente la Capitanía General movilizó al Somatén, ordenando el encarcelamiento de miles de obreros y la clausura de las sedes sindicales. Este reforzamiento del poder militar aceleró la crisis de relaciones entre los representantes del poder estatal: el 14 de abril, el gobernador civil Carlos Montañés y el jefe de Policía Gerardo Doval fueron expulsados sumariamente de Barcelona por decisión de las juntas militares, bajo la acusación de haber intentado negociar el final del conflicto con el sector más moderado de la Poco después, Romanones dimitía víctima de este virtual pronunciamiento castrense. Sonaba la hora del repliegue para una autoridad civil que estaba siendo sistemáticamente obstaculizada en su actuación preventiva por la rivalidad del Somatén y de las policías privadas a sueldo de la Capitanía y de la patronal, tuteladas estas por un Ejército que detentaba el poder político de iure y de facto, y que contaba con el decidido apoyo de una buena parte del empresariado catalán. Tras este enfrentamiento entre autoridades civiles y militares –el más agudo desde el plante juntero de 1 de junio de 1917–, el Gobierno Civil de Barcelona acabó por transformarse en una simple dependencia de una Capitanía General omnipotente gracias al mantenimiento a ultranza de la ley marcial. En esta anormal situación transcurrió la vida de la ciudad en los años venideros. En la propia CNT, la tendencia obrerista «pura», apolítica y dispuesta a un compromiso que permitiera la supervivencia de la organización, se sumergió en agrias disputas con el maximalismo de los anarcosindicalistas (Buenacasa, Boal), con el vanguardismo de los probolcheviques (Nin, Maurín), o con el espontaneísmo subversivo de unos anarquistas «puros», partidarios de lo que más adelante se definió como «gimnasia revolucionaria». La represión efectuada entre abril y agosto de 1919 puso en primer plano la estrategia de confrontación que postulaban jóvenes extremistas de carácter más exaltado y recién llegados al movimiento anarcosindicalista, como Durruti, Ascaso, García Oliver, Sanz, Torres Escartín o Casanellas.

La llegada al Gobierno Civil de Julio Amado en agosto pareció abrir una vía de conciliación, pero el asesinato de Bravo Portillo el 5 de septiembre permitió la reposición del estado de guerra y la movilización del Somatén en tareas represivas. El II Congreso de la Confederación Patronal Española, celebrado en Barcelona del 20 al 26 de octubre, manifestó su rechazo a la pretendida debilidad del Gobierno, y su apoyo a una línea de combate que no descartaba el lockout y el amparo al esquirolaje y a iniciativas de policía privada con el apoyo del Ejército. Fue en este momento álgido de reacción patronal cuando el barón de Koening se hizo con las riendas de la «banda negra», que fue puesta al servicio de los Renseignements Généraux franceses y de conspicuos miembros de la Federación Patronal, como Joan Miró i Trepat. El 3 de noviembre, esta entidad convocó el tan esperado lockout con el asentimiento tácito del El cierre patronal, que se mantuvo hasta el día 14, se vio acompañado de un nuevo paquete de actuaciones represivas contra la CNT. El conflicto enconó aún más las querellas entre anarquistas (que reprocharon a la dirección de la CNT no haber respondido a la ofensiva gubernativa con la declaración de con una huelga general revolucionaria) y sindicalistas, para quienes la persecución sufrida se debía a los excesos de los «grupos de acción». El presidente del Consejo, Joaquín Sánchez de Toca, dimitió el 9 de diciembre tras sufrir el acoso de la patronal y las juntas. Al día siguiente, en el Congreso Nacional de la Comedia de 10 de diciembre de 1919, la CNT derivó hacia posturas «probolcheviques» que rebasaron a la dirección moderada. La llegada a fines de mes del enérgico conde de Salvatierra como nuevo gobernador civil reimplantó la línea dura de mantenimiento a ultranza del orden público. Hasta ese momento, el número de huelguistas y obreros sindicalistas víctimas de violencia no sobrepasaba la decena, pero esto iba a cambiar dramáticamente en los meses

El año 1920 se inició bajo los peores auspicios. A pesar del pacto de mutua defensa suscrito con la UGT, el reflujo revolucionario en Europa y el recrudecimiento de la represión gubernamental trajeron la irremisible decadencia de la CNT. La desmoralización que fue ganando al Sindicato Único barcelonés durante el nuevo lockout declarado el 1 de diciembre de 1919 fue la señal para la extensión del terrorismo a otras ciudades, como Bilbao, Madrid, Sevilla, Valencia y Zaragoza. El pistolerismo volvió a cobrar fuerza por la actividad de algunos «delegados de taller» o «delegados especiales», muchos de los cuales eran obreros despedidos a raíz del conflicto de marzo anterior, que habían pasado a desempeñar tareas de «control» a sueldo de los sindicatos. Pero el cierre patronal, que finalizó el 26 de enero, dejó exhaustas las cajas de resistencia de las organizaciones obreras, las cuales no pudieron seguir pagándoles un jornal que llegaba incluso a las 70 pesetas mensuales. Obligados a conseguir un ingreso suplementario, una parte de estos «delegados» decidió alquilar su pistola al mejor A medida que la represión se fue haciendo más y más dura, y la CNT acentuaba su declive organizativo, el atentado pistoleril comenzó a convivir con otros tipos de agresión, como el terror colectivo del atentado con bomba de tradición anarquista.

El 5 de enero, el atentado contra Félix Graupera, presidente de la patronal catalana, hizo que el conde de Salvatierra declarase la ilegalidad de la Confederación Regional del Trabajo de Cataluña (CRTC), clausurase sus centros y comenzara a detener a sus dirigentes, que permanecieron presos hasta mediados de año. Al tiempo, el capitán general Joaquín Milans del Bosch declaró el estado de guerra, concediéndose a sí mismo atribuciones excepcionales, propias de un jefe militar en plaza sitiada. Ello provocó un nuevo enfrentamiento con el Gobierno, pero una nueva llamada del entonces gobernador militar Severiano Martínez Anido, en función de portavoz de las Juntas, obligó al primer ministro Manuel Allendesalazar a ceder de nuevo ante el poder militar y confirmar a Milans en su puesto, tal como se había visto obligado a hacer Romanones en abril del año anterior. A pesar de que el capitán general acabó por ser cesado el 10 de febrero, se confirmó plenamente la vocación de los militares «junteros» de crear una suerte de «Capitanía cubana» en Barcelona, con plenos poderes y al margen del control del Gobierno

La represión de enero-mayo de 1920 aceleró la descomposición del entramado sindical cenetista, propiciando la deriva terrorista de los «delegados». Con el Somatén dueño y señor de las calles y con el inicio de la tutela oficial sobre los nacientes Sindicatos Libres, la «banda negra» suponía un factor innecesario de crispación, al realizar un doble juego con el chantaje y las amenazas a los dueños de las fábricas que no aceptaban su protección. El nuevo Gobierno de Eduardo Dato, formado el 3 de mayo, intentó hasta junio una política de apaciguamiento a través de medidas reformistas como la creación del Ministerio de Trabajo y el envío al Gobierno Civil de Barcelona del conciliador Federico Carlos Bas. Desprovista del ambiente propicio en Barcelona y perjudicada por la nueva línea de transigencia inspirada desde Madrid, la banda de Koening sufrió el colapso definitivo al mes siguiente, aunque su cabecilla logró evadir a la justicia sin mayores responsabilidades.

El eco de la huelga general francesa de mayo 1920, la ocupación de fábricas por los obreros italianos ese mismo verano, la consolidación del régimen bolchevique en Rusia, el avance del Ejército Rojo hacia Varsovia, la efímera integración del PSOE en la Tercera Internacional durante su Congreso Extraordinario de junio, los inicios de la escisión comunista de sus Juventudes en abril, el desarrollo incontrolado de la CNT y el restablecimiento de sus contactos con la UGT, fueron razones más que sobradas para que Dato abandonara progresivamente la política de conciliación y acentuara el rigor contra el Sindicato Único. El 5 de julio sustituyó en la Capitanía General de Barcelona al liberal Weyler por el desdibujado Carlos Palanca, quien fue depositando la responsabilidad de las cuestiones de orden público en manos del gobernador militar Martínez Anido. Este, apoyado por las Juntas y por la corriente más belicosa de la patronal catalana, se dispuso a dar el golpe de gracia al poder civil. La sustitución en Gobernación del católico social Francisco Bergamín por el duro cacique gallego Gabino Bugallal a fines de agosto fue en esa dirección. La colocación de una bomba en el café-concierto «Pompeya» el 12 de septiembre, que provocó 6 muertos y 18 heridos, desencadenó una nueva espiral de represalias que arruinó la política del gobernador Bas, quien tras sufrir diversas reuniones intimidatorias con las «fuerzas vivas» en el Ayuntamiento, declaraciones en su contra de la Federación Patronal e incluso presiones de la guarnición para perpetrar un «San Bartolomé» de sindicalistas, dejó su puesto el 8 de noviembre en manos del gobernador Como sus predecesores, Dato había capitulado frente las Juntas de Defensa, ante las que se comprometió a otorgar al nuevo gobernador una completa libertad de acción. Con Martínez Anido (un «general en funciones de gobernador civil», verdadero inspirador en la sombra del lobby «juntero» desde tiempo atrás), el poder militar sustituyó definitivamente al poder civil en las labores de orden público en Barcelona. Se comenzaron a aplicar sin escrúpulo métodos coactivos de legalidad más que dudosa, que el propio Martínez Anido justificaba como un tratamiento adecuado del problema en términos estrictamente castrenses.

Desde ese momento, el Sindicato Libre se implicó crecientemente en las acciones violentas contra su principal antagonista societario. Nacido el 10 octubre de 1919 en el seno de la corriente carlista catalana más vinculada a la doctrina social de la Iglesia, se presentó como un cisma encabezado por los obreros tradicionalistas en el seno de la CNT, y fue prontamente apoyado por el Requeté, la Federación Patronal y las autoridades militares de Barcelona. Las fuerzas «de orden» veían en la nueva organización de trabajadores, no sólo un medio adecuado para dividir, combatir y vencer a la CNT, sino también un modelo diferente de obrerismo, que, si bien no actuaba como dócil correa de transmisión de los intereses empresariales, era al menos una entidad profesional apolítica y no subversiva, con la que se podía llegar a pactos más fácilmente. El Libre logró la adhesión de un buen grupo de trabajadores apolíticos, disconformes con la línea de enfrentamiento revolucionario permanente auspiciada por la CNT. Pero su beligerancia contra el Sindicato Único le llevó pronto a la senda de la violencia, en la cual obtuvo el apoyo informal de la patronal y del Ejército, deseosos de obtener el apoyo de un nuevo instrumento de «guerra sucia», tras la disolución de las bandas parapoliciales en mayo de 1919. Desde ese año hasta 1921, el Libre dedicó todas sus energías a luchar por su supervivencia en disputa permanente con la CNT, descuidando la faceta sindical y reduciendo al mínimo su retórica antiburguesa y anticapitalista. Desde la primavera de 1920 inició la formación de «grupos de acción» o «de choque» similares a los de la CNT, integrados en principio por jóvenes carlistas exaltados, que poco a poco fueron cediendo su puesto a individuos de sospechosos antecedentes, extraídos del hampa de Barcelona. A la altura de junio de 1920, momento en que Salvatierra era sustituido en el Gobierno Civil por Bas, la lucha entre «libreños» y «únicos» se hizo declarada, sobre todo tras la explosión en el «Pompeya», de la que el Sindicato Único responsabilizó oficialmente su rival. A fines de 1920, el Libre estaba perdiendo virtualmente la batalla callejera frente a la CNT, pero la llegada de Martínez Anido al Gobierno Civil mudó radicalmente la situación. El 19 de noviembre, una comisión de sindicalistas libreños fue recibida por el flamante gobernador, quien declaró su apoyo a las organizaciones obreras que se inspirasen en ideales de justicia y laboriosidad, aunque reiteró su posición oficial de neutralidad en los conflictos planteados entre capital y No se llegó a una alianza explícita, pero un comité ejecutivo del Libre, formado por Ramón Sales, José Baró y el abogado Pere Màrtir Homs, se mantuvo en permanente contacto con un grupo de agentes cercanos a Martínez Anido, como el jefe superior de Policía Agapito De este modo se logró una mayor impunidad en los atentados. El Sindicato Libre comenzó sus ataques sistemáticos contra militantes cenetistas en noviembre de 1920. Hasta fines de ese año, casi la totalidad de las víctimas producidas en los conflictos intersindicales eran atribuibles a la CNT, pero desde 1921 y sobre todo en 1922-1923 destacó la actuación violenta del

Por esas fechas se inició, orquestada por el jefe de Policía Miguel Arlegui, secundada por los pistoleros del Libre y apoyada por las Juntas militares y amplios sectores de la burguesía catalana, la más vasta operación represiva del sindicalismo cenetista. El 25 de noviembre de 1920, una delegación juntera trató de imponer al Gobierno Dato una serie de medidas antiterroristas de largo alcance: que la jurisdicción militar quedara concernida por todo atentado cometido contra la autoridad; que los Gobiernos Civiles más comprometidos en la lucha contra la agitación social fueran regentados por militares, y que en todas las guarniciones de España se constituyesen comisiones secretas formadas por un comandante, dos capitanes y ocho tenientes para vigilar el desarrollo del «sindicalismo comunista» Esta pretensión de tutela militar del orden público se complementaba con otras pautas limitadoras de las libertades ciudadanas, como la censura severa sobre la prensa y la detención en masa de sindicalistas sospechosos, medidas que Anido ya había emprendido en Barcelona desde el 20 de noviembre. Medio millar de sindicalistas fueron detenidos, y 36 de ellos (como Seguí, Pestaña o el abogado Lluís Companys), trasladados en calidad de virtuales rehenes al castillo de la Mola en Mahón, donde algunos permanecieron hasta la primavera de 1922. Menudearon los juicios sumarísimos ante consejos de guerra, los cierres de locales y de órganos de prensa, los registros domiciliarios, los cacheos en busca de armas, las conducciones extenuantes de una cárcel a otra, los extrañamientos en masa hacia Aragón, Murcia, Almería o Extremadura de los miembros más moderados de CNT, la aplicación de «ley de fugas» contra los obreros y el arresto de delegados que cobraban las cotizaciones sindicales bajo el argumento –en parte cierto– de que los «grupos de acción» se habían hecho con el control de las tesorerías de algunas asociaciones. La espiral de atentados y represalias se hizo imparable desde entonces: el 25 de noviembre fue asesinado el presidente del Sindicato Libre de Reus, el requeté Antonio Capdevila; el 27, unos pistoleros a sueldo abatieron a Josep Canela, asesor de Seguí, y perpetraron un atentado contra Andreu Nin, y el 30 era muerto el abogado republicano Francesc Layret, precisamente cuando se dirigía al Ayuntamiento a gestionar la libertad de los sindicalistas detenidos en el castillo de la La desesperada convocatoria para el 21 de noviembre de una huelga conjunta rompió virtualmente el frágil acuerdo de acción UGT-CNT logrado dos meses antes, ya que los dirigentes socialistas se negaron a secundar el paro a pesar de la decisión favorable de la Casa del Pueblo.

El vacío dejado por el encarcelamiento de los líderes sindicalistas moderados dejó a la CNT en manos de la fracción filobolchevique dirigida por Nin y Maurín, cuya ofensiva para obtener el control de la organización confederal coincidió con la realizada por la minoría comunista sobre la UGT y el PSOE en marzo-abril de 1921. La crispación de la opinión pública alcanzó nuevas e insospechadas cotas cuando, en la tarde del 8 de marzo de 1921, el presidente del Gobierno cayó asesinado en la madrileña plaza de la Independencia por los anarquistas Pedro Matheu, Ramon Casanellas y Lluís La muerte de Dato provocó una nueva oleada de represión: además de Matheu, fueron detenidos el Comité Nacional del PCE al completo y más de un millar de sospechosos, de los cuales medio centenar estuvo recluido por dos años antes de ser llevado a juicio.

La muerte de Dato marcó un punto de no retorno en la actitud de los gobiernos de Madrid ante el problema de la violencia. Las extralimitaciones de Martínez Anido hicieron que la violencia se tornara un fenómeno generalizado, organizado y endémico en la provincia de Barcelona. Según los datos elaborados por Albert Balcells, durante el mandato del general se produjeron 433 víctimas en atentado (de ellas 140 cenetistas y afines), mientras que en el periodo que media entre su destitución y el golpe de Primo de Rivera hubo 121 afectados por delitos sociales, entre ellos 52 militantes El debate parlamentario sobre la situación de Barcelona celebrado a fines de marzo suscitó en el Gobierno y la oposición serias dudas sobre la gestión de Martínez Anido, que amenazó con dimitir, pero que tuvo que aceptar la desaparición de la «ley de fugas». La más que evidente decadencia de la CNT arrastró secuelas inesperadas, ya que la remisión de la amenaza confederal llevó (en un proceso que se rastreaba ya en el verano de 1921 y culminó en febrero de 1922) a la ruptura de la alianza tácita suscrita entre Martínez Anido, el Gobierno central, un sector de la patronal, la Lliga y el Sindicato Libre.

El año 1922 comenzó con la CNT en una situación más que desesperada, sumida en la clandestinidad, diezmada de sus dirigentes más capaces y dialogantes y con el 90% de sus afiliados barceloneses abandonando la organización. En contrapartida, el Sindicato Libre había alcanzado el cenit de su expansión. La relativa mejora de la conflictividad social y de la situación del orden público inclinó al Ejecutivo hacia medidas de benevolencia, que eran dictadas también por una creciente reacción ciudadana contra el casi permanente estado de excepción en que vivía Barcelona desde 1917. Así parecen demostrarlo la campaña iniciada por socialistas y reformistas el 19 de febrero de 1922 en pro del levantamiento de la suspensión de garantías constitucionales, las actividades de la Liga de Derechos del Hombre y la ulterior constitución a tal fin de un Comité d’Actuació Civil. Desde marzo, el nuevo Gobierno conservador presidido por José Sánchez Guerra apostó por un paulatino retorno hacia posturas de moderación, y emprendió un ambicioso proceso de recuperación de la autoridad perdida en los años anteriores a manos de los militares. El día 30 se restablecieron las garantías constitucionales suprimidas por Romanones tres años atrás, y se dejó en libertad a los jefes anarcosindicalistas presos o extrañados.

Este efímero retorno a la legalidad alentó a los líderes moderados de la CNT, como Seguí, Pestaña y Peiró, a recuperar parte de la influencia perdida entre el proletariado barcelonés, mediante una gestión menos sectaria y el relanzamiento, ahora desde las páginas de Solidaridad Obrera, de la campaña contra el terrorismo y la violencia sindicales. El restablecimiento de las garantías y la reanudación de la actividad del Sindicato Único produjeron una radicalización paralela de las posturas del Libre, que amenazó con utilizar los mismos métodos reivindicativos de la CNT, y generalizó sus coacciones contra los obreros que no secundaban sus órdenes o se negaban a pagar las cuotas de afiliación. En respuesta, los «grupos de afinidad» volvieron a reorganizarse, y ese verano rebrotó el virus de los atentados en toda su crudeza. El 25 de agosto, Pestaña resultó alcanzado por unos disparos en Manresa, y sólo la intervención personal del ministro de la Gobernación Vicente Piniés logró evitar la repetición del atentado por parte de un grupo de pistoleros enviados por el inspector general de Seguridad de Barcelona, general Arlegui, que aguardaban impunemente la salida del líder sindicalista del hospital donde convalecía de sus graves En el Parlamento, Prieto acusó a Martínez Anido de estar detrás del atentado, y este amenazó con dimitir. En un intento desesperado por mantener su credibilidad, el gobernador preparó en la noche del 23 al 24 de octubre un simulacro de atentado dirigido contra sí mismo, manipulando a un «grupo de acción» del Único que fue convenientemente liquidado, aunque uno de sus integrantes tuvo tiempo de dar cuenta de los hechos ante el Era más de lo que el Gobierno podía soportar sin quedar en evidencia. La destitución fulminante de Arlegui precipitó la dimisión del gobernador civil, que fue a refugiarse a las islas Cíes para eludir la acción de los grupos vindicativos anarquistas.

Significativamente, este cambio de rumbo se efectuó poco después de la disolución de las ya declinantes Juntas de Defensa por Real Decreto de 14 de noviembre, aunque tampoco debe descartarse la intervención de los catalanistas, quienes tras haber conjurado el peligro que representaba la CNT, censuraban a Martínez Anido sus constantes intromisiones en terrenos reservados a la Mancomunitat, y el sutil apoyo que prestaba a su eterno rival lerrouxista. La marcha del general gobernador no tuvo, sin embargo, los efectos pacificadores deseados, ya que acentuó entre los anarcosindicalistas más violentos un fuerte deseo de revancha, y despertó entre los sectores de orden una psicosis de inseguridad que les llevó primero a intentar la recomposición del frente anticenetista, y después a derivar hacia posturas antiparlamentarias cercanas al golpe de Estado. El Sindicato Libre, desasistido por el Gobierno Civil y la patronal, hubo de situarse a la defensiva.

El 10 de marzo de 1923, un grupo de pistoleros asesinó a Salvador Seguí y a su acompañante Francesc Comas La defenestración de Martínez Anido había abierto expectativas de conciliación, pero el atentado contra este destacado dirigente sindical, claramente provocativo por el talante moderado y conciliador de la víctima, fue el detonante de una última espiral de violencia exasperada que actuó como preludio del pronunciamiento del capitán general Miguel Primo de Rivera. Se produjo entonces un fugaz recrudecimiento del maximalismo anarquista, que se mostró dispuesto incluso a emprender una insurrección con el apoyo de ciertos líderes republicanos. Frente al golpe militar que ya se oteaba en el horizonte, los «grupos combativos» ácratas reunidos en un Pleno anarquista catalán celebrado en Montjuïc bajo el influjo de los «solidarios» Ascaso y Durruti, decidieron la creación de un Comité Regional de Relaciones Anarquistas, precedente inmediato de la FAI. Este comité acogió con entusiasmo la decisión adoptada por la dirección confederal de «acelerar el proceso revolucionario», y emprendió una nueva oleada de atentados contra el exgobernador civil de Vizcaya, José González Regueral, el dirigente libreño Juan Laguía Lliteras o el cardenal de Zaragoza Juan Soldevilla Romero. Las esperanzas depositadas por los sindicalistas moderados en una normalización de las relaciones laborales se liquidaron definitivamente con el pronunciamiento de 13 de septiembre y la nueva radicalización revolucionaria del sector anarquista, que arrastraría a la CNT al «ciclo insurreccional» de los primeros años de la República.

El último pronunciamiento triunfante de la historia de España

Fue en esa primavera cuando comenzó a perfilarse la figura de Primo de Rivera como nuevo «hombre fuerte» de la región catalana, merced a su creciente implicación en los conflictos de orden público. Para ese entonces, un sector de la burguesía barcelonesa ya había tomado partido frente a la legalidad constitucional, y señalaba a su candidato favorito para protagonizar un golpe de Estado. En el verano de 1923, buena parte de las «fuerzas vivas» y de la guarnición de Barcelona estaba persuadida de tenérselas que ver en un futuro próximo con un rebrote del pistolerismo cenetista propiciado por la indecisión de los gobernantes liberales en materia de orden público.

El propio monarca también expresaba a sus interlocutores su hartazgo del régimen parlamentario: en diciembre de 1922 don Alfonso ya había advertido al primer ministro Manuel García Prieto que, a partir de mayo de 1923, gobernaría solo sin el apoyo de los partidos, y el 25 de junio de ese año, en un discurso pronunciado en Salamanca, confirmó la posibilidad de una dictadura provisional cuyo cometido sería «dejar paso franco a los gobiernos que respetasen la voluntad popular». Pero, tras una serie de consultas discretas con varios líderes políticos (entre ellos Maura, que a inicios de agosto le auguró un «desenlace funesto» a su iniciativa personal, y le recomendó que «quienes han venido imponiéndose en trances críticos asumiesen entera la función rectora bajo su responsabilidad»), desistió de su empeño y dejó el camino expedito a los conspiradores militares.

En la primavera de 1923 arrancaron al menos tres conjuras de carácter independiente. La primera estaba patrocinada por el sector juntero de la guarnición barcelonesa. Este grupo de jefes y oficiales de graduación intermedia, no muy afectos a la monarquía, pero en buena relación con el capitán general de Cataluña, buscaba «relevar a la oligarquía de la Restauración por nuevas clases medias unidas a los socialistas moderados». Es decir, pretendían el restablecimiento de la alianza reformista truncada por los sucesos del verano de 1917. El segundo bando conspirador era de carácter africanista-palaciego, y estaba organizado alrededor de un grupo de generales (Federico Berenguer, José Cavalcanti, Leopoldo Saro y Antonio Dabán, además del gobernador militar de Madrid duque de Tetuán) que desempeñaban mandos clave en la guarnición de la villa y corte. Dabán, Saro y Berenguer estaban al mando de los tres regimientos de infantería y eran, por añadidura, hombres de la plena confianza del monarca. La intención del «Cuadrilátero» –como pronto se denominó a este conjunto de militares intrigantes, que algunos cronistas desinformados compararon con los Quadrumviri de la «Marcha sobre Roma»– era resolver los pleitos políticos más candentes (descontento y división en el seno del Ejército, responsabilidades por el desastre de Annual de julio-agosto de 1921, deterioro del orden público y auge de los separatismos) mediante la imposición de un gobierno «fuerte» de origen aparentemente constitucional y encabezado presumiblemente por un general. Al contrario que la conjura juntera, esta alternativa complotista basaba la resolución del impasse político-institucional en un «golpe blando» sobre el poder civil con el apoyo de la Corona y el asentimiento tácito de la cúpula militar. La tercera corriente conspirativa era la encabezada por el teniente general Francisco Aguilera, cuya notoria enemistad con el rey y sus continuas declaraciones en favor de un castigo ejemplar por la responsabilidad en el desastre marroquí le hizo popular entre la izquierda contraria al impunismo, que tuvo como referente de su actuación las consecuencias del coetáneo desastre griego en Anatolia, que comportó la caída de la monarquía helena y el fusilamiento de altos mandos Aguilera se creía capaz de atraer a una buena parte de la opinión pública hacia un movimiento regenerador de corte liberal-democrático, apoyado por intelectuales críticos con el sistema y por un sector de los militares junteros, tanto en contra del lobby africanista-palaciego como de la incapacidad reformadora del Gobierno Alhucemas.

Fue a fines de mayo cuando en la escena de las tres conspiraciones (la reformista-populista de las Juntas, la impunista del «Cuadrilátero» y la bonapartista de Aguilera) irrumpió el general Miguel Primo de Rivera, quien, desde fines de ese año y secundado por Martínez Anido, actuaba en el seno de una tendencia militar autoritaria que propugnaba una mayor intervención del Ejército en la gestión política y en la lucha antisindical en Cataluña. Espoleado por la guarnición y por las fuerzas vivas de Barcelona, Primo inició el 28 de mayo una tensa relación epistolar con el general Aguilera, a quien se ofreció como brazo ejecutor de un movimiento armado. Las respuestas dilatorias de Aguilera estimularon la voluntad protagonista del capitán general de Cataluña, quien se entrevistó en la primera quincena de junio de 1923 con el «Cuadrilátero» para discutir el contenido de su movimiento militar. Hacia junio, Primo concertó la acción con el general Sanjurjo (general jefe de la División, gobernador militar de Zaragoza y destacado africanista) y con los coroneles con mando en la ciudad condal, vinculados al movimiento juntero. Todo parece indicar que estos conciliábulos, realizados a plena luz del día, precipitaron la decisión de Aguilera, quien se dispuso a frenar las conspiraciones del «Cuadrilátero» y de Primo de Rivera avanzando su candidatura a presidir un movimiento cívico-militar de corte liberal y parlamentario. La excusa se la proporcionó una carta a Sánchez de Toca deliberadamente injuriosa, contra su actuación en el proceso de responsabilidades. El 5 de julio, Aguilera decidió protagonizar su particular 18 Brumario yendo a dar cuenta personalmente de su actitud ante la Cámara Alta. Allí fue abofeteado por el expresidente José Sánchez Guerra, y protagonizó luego una lastimosa intervención pública desde su escaño. Desde entonces, las diferentes tendencias conspirativas reconocieron la necesidad de combinar sus esfuerzos, y vieron en Primo de Rivera al único caudillo posible. No tanto por su prestigio y capacidad de decisión, sino porque con sus calculadas ambigüedades sobre la política de ascensos, el futuro de la campaña marroquí y la campaña responsabilista, lograba mitigar las rencillas entre junteros, africanistas y palaciegos, y erigirse en cabeza visible de una alternativa militar global al sistema parlamentario.

El motín producido en Málaga a mediados de agosto ante el embarque de tropas para Marruecos precipitó la actividad conspirativa de Primo, que se hizo desde ese momento desenfrenada y semipública. Tras la crisis ministerial de 13 de septiembre, que llevó al postrer reajuste del Gabinete de concentración liberal, el general Saro comunicó al rey que el Ejército estaba a punto de poner fin al estado de cosas existente. Mientras que don Alfonso se alejaba cautamente de Madrid camino de su residencia de verano en San Sebastián, Primo lograba el día 7 el definitivo visto bueno del «Cuadrilátero» para iniciar un levantamiento de contenido monárquico en contra del viejo sistema político. Dos días después, entraba en contacto telegráfico con los capitanes generales, y solicitaba por escrito la inhibición del Ejército de África. De vuelta a Barcelona, convocó en la mañana del 10 a los jefes de Cuerpo de su Capitanía General. El movimiento, preparado para el día 15, se adelantó dos días para aprovechar la oleada de indignación levantada entre la oficialidad por los incidentes callejeros producidos en Barcelona durante la Diada del 11 de septiembre.

El Gobierno, enterado esa madrugada de la inminencia de la intentona, se mantuvo toda la tarde y noche del día siguiente en reunión permanente sin hacer nada útil para atajarla. Sólo al anochecer decidió la detención del «Cuadrilátero» y el envío de un mensaje a los capitanes generales conminándoles a mantener el orden constitucional. La ronda de consultas resultó desalentadora: en Valencia, el general Zabalza manifestó su voluntad legalista, pero los gobernadores militares de Valencia (Gil Dolz de Castellar) y Castellón (García Trejo) se le opusieron. La Marina y los oficiales de Artillería de la capital proclamaron sin ambages su lealtad al Ejecutivo. En Bilbao, el general Viñé apoyaba también el golpe, en Madrid Muñoz Cobo permanecía al acecho y en Zaragoza el capitán general Palanca estaba siendo manejado por Sanjurjo. Pero Primo de Rivera no recibió el apoyo explícito de ninguna capitanía.

El titular de la cartera de Estado, Santiago Alba, dimitió tras un Consejo de Ministros en que no se destituyó a Primo de Rivera, sino que se buscó una mediación a través de los canales oficiosos del mando: en la noche del 12 al 13, mientras el marqués de Estella advertía al rey de su levantamiento, el ministro de la Guerra Luis Aizpuru trató sin excesiva convicción de disuadir a su amigo el capitán general de su actitud. Aizpuru acabó destituyéndole por telégrafo, pero para ese entonces Primo ya había cortado la comunicación con Madrid, y se disponía a adelantar el movimiento. Al amanecer del 13 de septiembre se declaró el estado de guerra en las cuatro provincias catalanas, además de Huesca y Zaragoza. Por su parte, los generales del «Cuadrilátero» acordaron el día 12 iniciar su rebeldía, tras haberse ganado al capitán general de Madrid y al gobernador militar de la capital. Después de una infructuosa visita de Muñoz Cobo al presidente del Consejo en la madrugada del 12 al 13, el «Cuadrilátero» quedó constituido en Directorio interino hasta que se estuviera en condiciones de formar un nuevo Gabinete «civil» y «constitucional».

El día 13 transcurrió sin que el pronunciamiento concitara nuevas adhesiones y en medio de la incertidumbre sobre la posible solución que daría el arbitraje regio. El nerviosismo de Primo era evidente el día 14, al ver que, salvo en Zaragoza, su iniciativa no había ganado terreno. Don Alfonso zanjó el impasse cuando, al llegar a Madrid a las 9 de la mañana, manifestó a García Prieto su voluntad de consultar con sus asesores militares, provocando con ello la renuncia automática del Gabinete, cuyo presidente salió oficialmente dimitido de la Cámara regia antes de las once. A continuación, el rey comunicó a Muñoz Cobo su aprobación del gesto de Primo, pero advirtiéndole que tenía que meditar sobre la resolución de la crisis con los representantes de los partidos. Este ensayo extemporáneo de tramitar un golpe de Estado por los procedimientos establecidos en las crisis de los gobiernos constitucionales llenó de enojo al marqués de Estella y a los generales del «Cuadrilátero», que amenazaron con dar «carácter sangriento» al movimiento si este no era aceptado de inmediato. El rey acabó por otorgar el poder a Primo a las 13:15 horas, tras de lo cual Muñoz Cobo anunció la inminente llegada a Madrid del marqués de Estella y declaró por fin el estado de guerra en la A su llegada a Madrid en la mañana del día 15, Primo no se dispuso a compartir el poder con el «Cuadrilátero», sino a formar un Directorio militar compuesto por generales de brigada, uno por cada Arma y otro por cada Región Militar, en un intento de repartir el poder y las responsabilidades entre las diversas instancias castrenses, hubieran estado implicadas o no en la conspiración.

El último pronunciamiento triunfante de la historia de España fue acogido en la calle con una mezcla de prevención, satisfacción e impotencia. La elite restauracionista fue, desde luego, la menos entusiasta. Entre los conservadores, Sánchez Guerra declaró su voluntad de no crear dificultades al nuevo Gobierno, aunque presentía «terribles desgracias». Sánchez de Toca mostró también su escepticismo ante la nueva situación política, y La Cierva se mantuvo a la expectativa proclamando su adhesión al rey. Los liberales desbancados del poder se alejaron discretamente, aunque algunos como Romanones se mostraron dispuestos a no estorbar el programa de renovación política. Los liberales albistas, el sector más duramente perseguido por el Directorio Militar, fueron los más críticos, lo que les llevó a acercarse al movimiento republicano, que vio en el golpe de Estado un preludio del hundimiento irremisible de la monarquía que lo había tolerado.

LA DICTADURA DE PRIMO DE RIVERA Y LA SALVAGUARDIA MILITARIZADA DEL ORDEN PÚBLICO

El hecho, destacado certeramente por Enric Ucelay, de que el régimen dictatorial no fuese especialmente sanguinario ni muy diferente de la situación política anterior en cuanto al empleo de medios de fuerza para la resolución de los problemas de orden público, no significa que no fuese, por su propia esencia, sustancialmente más represivo que los gobiernos que le Es cierto que, como sentenciaba Francisco Villanueva, la Dictadura no fusilaba, pero «mataba sin efusión de sangre» cualquier atisbo de disidencia, al manejar a su antojo y sin fiscalización todos los resortes coactivos en manos del La Dictadura adoptó medidas represivas más o menos sistemáticas sobre las libertades individuales y públicas, que quedaron en entredicho tras la supresión de garantías y la declaración sine die del estado de guerra hasta su temporal levantamiento –se especula que por presiones castrenses– en mayo de 1925. Por último, el anteproyecto de la Ley de Orden Público presentado en 1929 autorizaba al Gobierno a suspender la totalidad de los derechos consignados en el artículo III de la maltrecha Constitución. De ese modo, no fueron excepcionales la violación de correspondencia, los confinamientos arbitrarios, las multas desaforadas o las prolongadas incomunicaciones de presos gubernativos.

La intromisión de la jurisdicción castrense en ámbitos hasta entonces reservados a las instancias civiles fue otra característica de la política dictatorial, aunque el Directorio Militar no actuase en esta línea de forma sistemática, sino mediante la publicación de disposiciones forzadas por los acontecimientos de cada momento. Un Real Decreto de 18 de septiembre de 1923 sometió a los tribunales militares los delitos contra la seguridad y la unidad de la y otro de 17 de marzo de 1926 reprimió otros actos de separatismo. Con posterioridad al regicidio frustrado de Garraf, un Real Decreto de 25 de diciembre de 1925 dispuso que la jurisdicción de guerra fuera la única competente para conocer de los delitos comprendidos en la Ley de explosivos de 10 de julio de 1894 (que prescribía el juicio por Jurado para este tipo de contravenciones), en los de traición y en los de lesa majestad, hasta entonces previstos y castigados por el Código Penal Un Real Decreto promulgado el 16 de mayo de 1926 –es decir, poco después de la «Sanjuanada»– otorgaba al Directorio facultades discrecionales para imponer las «sanciones que estén dentro de sus facultades y proponiéndome las que excedan de ella, incluso los destierros y deportaciones que crea necesario, sea cualquiera su número y la calidad de las personas que lo merezcan». El nuevo Código Penal de septiembre de 1928 amplió el ámbito del delito de rebelión a las huelgas y a los paros laborales, y con la aparición de entidades de «defensa cívica» como el Somatén Nacional (cuyos miembros tenían desde el 8 de septiembre de 1924 el rango de agentes de la autoridad incluso cuando se encontraban fuera de servicio), el delito de atentado fue ampliado a la agresión sobre toda persona constituida en autoridad, aunque no se hallase ejerciendo funciones de su cargo, como lo estipulaba el Código de

La Dictadura fue también generosa a la hora de constituir instancias jurisdiccionales de carácter específico, competentes en determinados delitos de orden político. A la altura de abril de 1928 actuaba un Juzgado de Instrucción Especial Anticomunista con competencias en todo el territorio nacional, y tras la intentona frustrada de Sánchez Guerra en Valencia, un Decreto de la Presidencia del Gobierno creó el 3 de febrero de 1929 otro Tribunal Especial de ámbito nacional, vinculado al Ministerio del Interior y a la DGS bajo la dependencia del Consejo de Ministros, para que actuase en los atestados y primeras diligencias en los «hechos delictivos que afecten a la seguridad exterior del Estado o se dirijan contra los Poderes constituidos o el orden público», y otros delitos que el Ministerio del Interior estimase oportuno someter a su

La ampliación, indefinida y a menudo caótica, de la jurisdicción castrense a todos los ámbitos administrativos, produjo también la subsiguiente oleada de destituciones en ayuntamientos, diputaciones, mancomunidades, tribunales, sociedades profesionales, etc., y los situó bajo la férula omnipotente de los gobernadores militares que asumieron el control de cada provincia y los delegados gubernativos situados en cada cabeza de comarca. Los resortes superiores del orden público fueron despolitizándose y cayendo en manos del personal más «técnico» de la etapa Tanto la Dirección como la Subdirección General de Seguridad y la Jefatura Superior de Policía de Madrid se cubrieron al comienzo de la Dictadura con jefes de la Guardia El aparato policial pasó al control de los dos máximos responsables del orden público en Barcelona durante los más oscuros años del pistolerismo: Martínez Anido fue nombrado subsecretario de Gobernación, y Arlegui director general de Orden Público, cuyas prerrogativas quedaron notablemente ampliadas cuando el 7 de noviembre fue puesto al frente de la restablecida Dirección General de Como colofón a esta reforma de los instrumentos coactivos del Estado, la Asamblea Nacional discutió en abril de 1929 un proyecto de Ley de Orden Público que pretendía sustituir la vetusta Ley de 23 de abril de 1870, en el sentido de conceder discrecionalidad al Ejecutivo en la declaración de los estados de prevención y alarma. El estado de guerra podría proclamarse previa decisión de las autoridades militar, civil y judicial, pero en la capital no podría declararse sin la autorización del Gobierno, que sin embargo podría declarar esta situación excepcional en cualquier provincia o pueblo sin necesidad de trámite

Sin embargo, la militarización efectiva de los medios de control social y la aplicación de instrumentos legislativos excepcionales no condujeron a una mejora objetiva de la situación corporativa de la Policía. Más bien todo lo contrario. Aunque la actuación represiva fue esporádica y selectiva en comparación con los amplios medios disponibles, la actividad policial no logró la tan ansiada profesionalización científica y legalista. El debilitamiento de los controles internos hizo que la labor del Cuerpo de Vigilancia (en especial la de la División de Investigación Social, creada a fines de 1926) se resintiera por las rivalidades intestinas, por las conveniencias particulares del mando, por el recurso sistemático a confidentes poco fiables, por el trato de favor dispensado a agentes sin escrúpulos, y por la persecución en forma de sanciones, relegamiento y vacío profesional sobre los inspectores más íntegros, que se negaron a colaborar en las maniobras provocativas o intoxicadoras conducidas desde la DGS, como el chapucero montaje de Vera de Bidasoa en el otoño de 1925, perpetrado un año después de la irrupción fallida por el Pirineo protagonizada por los anarquistas y otros grupos de oposición a la

El último año de vida del régimen dictatorial contempló una inquietante deriva «totalitarista» de la política de orden público, que implicó a sus entidades «cívicas» de apoyo. El Real Decreto de 3 de febrero y la Real Orden de 8 de febrero de 1929 impusieron a la Unión Patriótica y al Somatén tareas de «investigación e información ciudadana», en estrecha colaboración con las La conversión de los afiliados a estas entidades en virtual autoridad gubernativa dio lugar a abundantes extralimitaciones y abusos de poder.

Durante la Dictadura también culminó un largo proceso de privatización de la defensa coactiva del «orden social» que había movilizado a los sectores sociales más conservadores desde el aldabonazo revolucionario de 1917. En toda Europa proliferaron las uniones o guardias cívicas, esto es, organizaciones armadas para el mantenimiento del orden y de los servicios públicos esenciales, que se aprestaron a una defensa activa del principio de propiedad, e incluso exigieron del Estado la restricción de los derechos obreros de huelga o manifestación. Aunque denunciaron los excesos en la democratización del sistema liberal, e incluso apoyaron de forma coyuntural una salida autoritaria al mismo, las uniones cívicas siguieron en esencia las pautas de comportamiento del tradicional moderantismo burgués: la defensa del orden social y de sus valores tradicionales (religiosidad, patriotismo, militarismo, armonismo interclasista, exaltación de la caridad, defensa a ultranza del derecho de propiedad…) a través de una entidad auxiliar que apuntalaba, pero no sustituía, a los recursos coercitivos o reformistas del Estado liberal.

La movilización «cívica» de posguerra coincidió en España con los primeros atisbos de la participación generalizada de las masas en la vida pública, y con la crisis de los órganos estatales encargados del control de esas nuevas formas de movilización política. Ya antes del fin de la Gran Guerra, un sector de las clases acomodadas españolas había dado los primeros pasos hacia una intervención callejera independiente de la autoridad gubernativa. En Barcelona, el Somatén (una institución vecinal de origen medieval encargada de la defensa de personas y bienes en el ámbito rural) había intervenido excepcionalmente en las diversas algaradas producidas en años anteriores, como la que tuvo lugar el Primero de Mayo de 1890, en la huelga general de febrero de 1902 y en la «Semana Trágica» de julio de 1909. El apoyo de hombres de negocios como el marqués de Comillas resultó fundamental para la creación estable del Somatén en la capital catalana a inicios de 1919, con la ayuda del Ejército, de la burguesía nacionalista, de las organizaciones patronales y de nobles procedentes de la antigua oligarquía de negocios cubana. La institución somatenista se erigió en el instrumento de defensa característico de los sectores de orden para hacer frente a la agitación social de los primeros años de posguerra. La entidad se organizó en grupos de defensa para la acción callejera, rondas volantes y una sección de transportes o comisión automovilista, que se encargaba de la distribución de productos de primera necesidad y del patrullaje callejero en caso de paro general En los tumultuosos años posteriores a la huelga de «La Canadiense», el Somatén barcelonés se implicó inmediatamente, a través de su Oficina de Relaciones Sociales, en pesquisas de tipo documental, colaborando con la Oficina de Información de la Capitanía General de la IV Región en la gestión de un fondo archivístico para el control de los sindicalistas: el famoso «fichero Sus afiliados también patrullaron las calles, confeccionando listas negras, obligando a abrir tiendas, abasteciendo de víveres a la población, ayudando a la normalización del transporte, deteniendo y agrediendo impune e indiscriminadamente a los sindicalistas o rompiendo sus carnets de afiliación. Sin embargo, tras unos comienzos en loor de multitudes, el reinado del pistolerismo sociolaboral privó al Somatén del protagonismo deseado por sus mentores políticos. Se inició entonces un paulatino proceso de desmovilización, pero el ejemplo catalán empezó a cundir en otras partes de España.

En el verano de 1919, la Asociación de Agricultores de España inició una campaña de «concienciación cívica» para impulsar el Somatén en las zonas latifundistas afectadas por la agitación del «trienio bolchevique». En mayo de 1919, los patronos de la Unión Social Granadina crearon el Somatén Local, en Málaga se fundó ese y a inicios de 1920 se constituyó en Sevilla, aprovechando una Real Orden del Ministerio de la Guerra de 21 de enero de 1920 que autorizaba a los capitanes generales a dar cauce legal al reglamento y la organización de los Somatenes en las poblaciones que así lo solicitaran, bajo su mando directo y siempre y cuando tuvieran un alcance puramente local. El Somatén Armado de Zaragoza y su término, creado por conspicuos personajes de la nobleza aragonesa en marzo de 1919, fue aprobado por el gobernador civil poco después de asalto anarcosindicalista al cuartel del Carmen. El ambiente de confrontación social hizo que las fuerzas conservadoras intensificaran su apoyo a esta institución, que a inicios de 1921 se extendió a otras localidades de la provincia, y que en octubre contaba con 1.186 afiliados en la capital aragonesa. A fines de marzo de 1919, al hilo de la constitución del Somatén barcelonés, el ministro de la Guerra, Diego Muñoz Cobo, autorizó la constitución de Somatenes en Valencia y otras localidades de la provincia, hasta alcanzar los tres millares de inscritos al mes siguiente. Sin embargo, en otras localidades afectadas por una intensa conflictividad sociopolítica, las entidades patronales no se mostraron inclinadas a tomar las armas: en abril de 1920, la Cámara de Comercio de Bilbao renunció a hacer suya una propuesta de gobernador militar para crear un Somatén, que acabó por organizarse sin demasiado entusiasmo tras el pronunciamiento de Primo de Rivera.

En Madrid, miembros de diversas cofradías religiosas y de organizaciones profesionales y empresariales, amén de jóvenes afiliados a partidos ultraconservadores como el jaimismo y el maurismo optaron por echarse a la calle en defensa del orden social, pasando a integrarse en las diversas formaciones cívicas y paramilitares que se fueron constituyendo en la capital. El omnipresente marqués de Comillas, apoyado por la jerarquía eclesiástica y como factótum de la Junta Central de Acción Católica, organizó desde esta entidad a inicios de 1918 la Defensa Ciudadana de la Villa y Corte de Madrid, que se inscribió oficialmente en el Registro de Asociaciones en el otoño de 1919. La entidad, que desde el 8 de junio de 1920 fue rebautizada como Somatén Local de Madrid, sobrepasaba la nada desdeñable cifra de 6.200 afiliados en vísperas del pronunciamiento de Primo de Rivera. Aunque hubo de sufrir un largo y oscuro proceso de gestación que se remonta a la huelga general de 1917, la guardia cívica más activa de la capital fue, sin discusión, la Unión o Acción Ciudadana, que legalizó su existencia el 12 de octubre de 1919, aunque sin asumir el carácter de institución armada. Al igual que el Somatén Local, se nutría de los jóvenes menores de veinte años procedentes de las clases acomodadas, medias y medias altas, que militaban en el partido maurista, en los movimientos católicosociales (como las centurias de activistas de la ACN de P) o en simples cofradías religiosas como la Asociación San Luis Gonzaga, vinculada a la Compañía de Jesús. A fines de 1919, la Acción Ciudadana intervino con patrullas de ocho o diez militantes en la huelga de vendedores de periódicos y conductores de tranvías, en enero-febrero de 1920 apoyó un lockout y se movilizó contra una huelga de la construcción, en marzo interfirió en un paro ferroviario y en abril-mayo se inmiscuyó en otro conflicto en el ramo de la panadería, que degeneró en enfrentamientos con afilados a la UGT, que ocasionaron la muerte del ingeniero Ramón Pérez Muñoz. A diferencia del estrecho contacto que, por sus mismos estatutos, el Somatén local mantenía con las autoridades militares, las relaciones de la Unión Ciudadana se dirigieron preferentemente a las autoridades gubernativas. Ello les permitió una mayor libertad de movimientos, no sólo en cuanto a su propia organización y financiación, sino también en sus actuaciones en la calle, que distaron de ser exclusivamente técnicas, y derivaron pronto hacia misiones parapoliciales. Aunque la Unión Ciudadana y el Ejército volvieron a salir a la calle con ocasión de un nuevo conflicto laboral en noviembre de 1920, la reducción de la conflictividad social en la capital durante el año 1921 condujo al declive de las guardias cívicas locales. La última actuación de la Unión Ciudadana se produjo a inicios de noviembre de 1922, durante la huelga general de los funcionarios de Correos. Poco después desapareció ante la indiferencia de las clases que posibilitaron su

Desde la constitución del Directorio Militar, Primo de Rivera barajó la posibilidad de que la seguridad interna pudiese quedar parcialmente garantizada por una milicia nacional inspirada en la organización somatenista catalana, lo que permitiría liberar de parte de las desagradables e impopulares funciones represivas a un Ejército que en ese momento ejercía funciones de gestión en todas las instancias administrativas. Por Real Decreto de 17 de septiembre de 1923 se instituyó el Somatén Nacional a imagen y semejanza del tradicional de Cataluña y de los reorganizados de Barcelona en 1919 y otras ciudades por la Real Orden de 21 de enero de El Somatén se organizaría en regiones militares bajo la dirección de comandantes generales que habrían de ser generales con mando de brigada de Infantería, y su adiestramiento quedaría provisionalmente en manos de jefes y oficiales que actuarían como «auxiliares». A pesar de los nebulosos contornos del proyecto, puede considerarse que el «nuevo» Somatén primorriverista coadyuvaría al reforzamiento de los instrumentos de orden público, pero también se concibió como un primer intento movilizador de la Dictadura dirigido a su propia salvaguardia. La entidad debía estar constituida por «hombres honrados y de buena voluntad, que en días de peligro para la Patria han de formar un sólido baluarte para la conservación del orden público, y así hemos de mirar con simpatías su rápido Un valor, el de la honradez que, como señaló en su momento José María Jover, es «una norma de moral negativa que sugiere adaptación consuetudinaria a las normas del buen vivir, peculiares al propio grupo social», y que frecuentemente los grupos poseedores identificaron con la defensa del orden público, de la propiedad y de la moral como garantía de su propia La preservación de las «buenas costumbres» burguesas debía ser el resultado de un arduo trabajo de educación cívica, pero también el fruto de procedimientos ejecutivos más severos, como la sanción normativa e incluso la coerción física.

Corazón, fe, constancia, buena voluntad, honradez, paz, justicia, orden frente al peligro «disolvente y revolucionario»… tales eran algunos de los valores personales recurrentes en la retórica somatenista. En esa amalgama de principios también figuraban otros con pretensión de doctrina colectiva, como el catolicismo tradicional, el intervencionismo militarista, el corporativismo, un cierto regeneracionismo económico y social de matiz conservador, una concepción orgánica de la sociedad de rancia tradición reaccionaria reactualizada con los conceptos de «solidaridad orgánica» de la sociología positiva eminentemente burguesa, y un autoritarismo primario basado en una defensa sin fisuras de los principios habitualmente anejos al concepto de «orden social», como el orden público, la ley, la autoridad, el civismo, el nacionalismo, el monarquismo, el anticomunismo, la defensa de la familia y de la propiedad privada, etcétera.

La militancia del Somatén Nacional pasó de 140.000 hombres aproximadamente en abril de 1924 a unos 175.000 en septiembre de ese año, aumentando a unos 182.000 al año siguiente. En 1927, la cifra volvió a rondar los 175.000, se incrementó hasta 217.584 en agosto de 1928, y decayó a partir de esa fecha, coincidiendo con el ocaso del experimento La prolongación del régimen a través de un Directorio Civil desde fines de 1925 y los planes de reforma constitucional habían truncado las esperanzas de retorno a la legalidad anterior a 1923 de amplios sectores sociales liberal-conservadores, que comenzaron a desmarcarse del régimen, afectando notablemente al desarrollo del Somatén, que comenzó un lento declive, debido a su nunca desmentido espíritu clasista y ultraconservador, con la agravante del oficialismo al haber sido creado y organizado por la autoridad militar. Desaparecida la psicosis de conflictividad prerrevolucionaria que había afectado a Europa en los años anteriores, la opinión pública comenzó a ver con creciente recelo a esta organización armada que iba acumulando excesivas atribuciones, y cuyas extralimitaciones contribuyeron a la polémica suscitada por la prolongación e intensificación de la intervención militarista en la vida pública. Además, el deterioro de la posición política del Directorio obligó a este a propiciar una radicalización de sus organizaciones de apoyo: tras las intentonas insurreccionales de Valencia y Ciudad Real en enero de 1929, y ante la creciente agitación estudiantil, el Somatén y el partido oficialista Unión Patriótica (UP) comenzaron a ser utilizados en acciones represivas, de vigilancia y seguridad. Esto acentuó su impopularidad, no sólo por su absoluta identificación y colaboración con la declinante Dictadura, sino por su fugaz salto cualitativo hacia actuaciones de control parapolicial con derivas semitotalitarias. Con todo, la institución cívica armada no hizo absolutamente nada para impedir la caída de la Dictadura en enero de 1930 y de la Monarquía en abril de 1931, y resultó fulminantemente disuelta en todo el territorio nacional a excepción de la Cataluña rural por decreto del Gobierno Provisional de la República el 15 de abril de ese último año.

El Somatén Nacional se puede interpretar como el último eslabón de esa actitud de defensa activa del orden social que fue respaldada desde mediados del siglo XIX por teóricos políticos a caballo entre el moderantismo y el pensamiento tradicional como Balmes, Donoso Cortés o Bravo Murillo. Sus justificaciones más o menos explícitas del estado de excepción como recurso legal válido para la estabilización política de un régimen apoyado por los sectores sociales más conservadores coincidieron con la etapa de consolidación del Estado liberal y con la puesta en marcha de sus principales instrumentos de control, vinculados a la implantación de una Administración centralizada. Esta organización fue la primera de carácter civil y armado que actuó de forma efectiva en defensa de un régimen dictatorial. Ello lo sitúa en el umbral de la radicalización de la derecha, abriendo un interesante debate sobre la existencia o no de una tentación totalitaria o fascista durante la Dictadura primorriverista. De las uniones cívicas lo separaba su estricto control por el Estado y su carácter de instrumento movilizador de apoyo a un régimen de excepción, pero como ellas siguió manteniendo una ideología fundamentalmente conservadora del orden social. Las uniones cívicas y el Somatén fueron exponentes fracasados –unas por falta de masas y el otro por no resultar estas lo suficientemente dinámicas– de una radicalización de la derecha ante las mismas circunstancias que posibilitaron el ascenso del fascismo en Italia.

Las uniones cívicas españolas fueron un exponente cabal del miedo y de la deriva violenta de los sectores conservadores españoles ante la amenaza del obrerismo revolucionario. Aunque con sus manifestaciones de extremismo aceleraron la radicalización política e ideológica que dio origen a los movimientos de derecha radical y fascistas, los «cívicos» nunca dieron ese salto hacia posturas totalitarias. Con todo, tres lustros más tarde, cuando sus hijos se alistaban en las banderas de Falange y los tercios del Requeté, los viejos afiliados, ya hombres maduros, engrosaron las filas de las «milicias ciudadanas» restablecidas en algunas ciudades de la retaguardia

LAS DISIDENCIAS VIOLENTAS CONTRA EL RÉGIMEN DICTATORIAL (1923-1930)

El paulatino asentamiento de la Dictadura corrió paralelo al proceso de concertación de alianzas cada vez más vastas y complejas para derribar al régimen monárquico autoritario. La acción conspirativa se caracterizó por una dinámica política crecientemente rupturista, lo que conllevó una apuesta cada vez más unánime por el método insurreccional para acabar con ese estado de cosas.

El fraccionamiento y la radicalización de las oposiciones obreras y nacionalistas estimularon los primeros amagos de resistencia armada contra la Dictadura. Estas actitudes violentas, encaminadas a garantizar la propia supervivencia política antes que a plantear una opción seria de poder, se tradujeron a su vez en la adopción de diversas estrategias subversivas a menudo difícilmente conciliables: la «gimnasia revolucionaria» anarcosindicalista y el terrorismo faísta, la paramilitarización y el insurreccionalismo de Estat Català y el «huelguismo» comunista. A lo largo de la Dictadura, estas organizaciones aceptaron colaborar entre sí en diversas ocasiones, pero las suspicacias mutuas y las disensiones internas hicieron que nunca se concertaran eficazmente con otras fuerzas disidentes en un gran movimiento que tuviera probabilidades reales de acabar con el régimen. Por el contrario, anarquistas, liberales y catalanistas acometieron levantamientos sucesivos y prácticamente en solitario, que agotaron su exiguo potencial subversivo. Sin embargo, estos fracasos allanaron el camino para que las diversas formaciones antidictatoriales se integraran en las grandes conspiraciones cívico-militares patrocinadas por los viejos políticos «dinásticos» y por los republicanos, que tuvieron una incidencia real sobre la opinión pública y las altas instancias del Estado, especialmente desde la intentona emprendida por José Sánchez Guerra a inicios de 1929.

El nuevo impulso revolucionario anarcosindicalista: de los sucesos de Vera de Bidasoa al nacimiento de la FAI

Durante los primeros años de la Dictadura, la iniciativa de la lucha armada contra el régimen fue asumida por separatistas, anarquistas y comunistas, que ya habían sido las organizaciones más perseguidas en el periodo anterior al golpe de Estado. Estas fuerzas trataron de elaborar una estrategia subversiva centrada en el acoso al régimen desde el exterior, y en la instrumentalización del potencial subversivo de las grandes ciudades industriales de la periferia, sobre todo de Barcelona, donde el cenetismo y el nacionalismo catalán mantenían desde tiempo atrás importantes bases de influencia. Uno de los objetivos perseguidos con más insistencia por el conjunto de la oposición durante la Dictadura fue lograr el apoyo popular suficiente para impulsar un proyecto insurreccional que, partiendo del principal centro fabril de la península, impusiese un cambio revolucionario en la capital administrativa del Estado, tal como, a la postre, sucedió el 14 de abril de

La CNT había sido una de las grandes víctimas de la represión estatal incluso antes de la proclamación de la Dictadura. Perseguidos por la Policía, sometidos a constantes cierres y reaperturas, privados de cotizaciones y virtualmente huérfanos de prensa afín, sus sindicatos se mantuvieron, en el mejor de los casos, como sociedades de oficio o pasaron a la clandestinidad, dejando vía libre a los «grupos de afinidad» anarquistas, que en 1923 se coordinaron en Cataluña en un Comité Regional de Relaciones. Muchos militantes ácratas huyeron a París, donde crearon una Liga de Militantes abocada a la actividad conspirativa. Fueron precisamente los focos de anarquistas exiliados en Francia y Argelia los que comenzaron a urdir los primeros planes para derrocar a la Dictadura. Pero a fines de año, la incipiente organización armada cenetista, que había permanecido alerta desde ese verano para iniciar una insurrección preventiva en la eventualidad de una asonada militar, se desintegró por la adopción de nuevas medidas represivas de carácter selectivo, como la detención, prisión y destierro de los componentes de las juntas administrativas o de los comités sindicales, bajo la acusación de cotización ilícita. El acoso oficial y el desmembramiento de la mayor parte de estos grupos no hicieron sino acentuar la proclividad violenta del resto de los «anarquistas de acción». Atrapada en esta espiral represiva, a mediados de 1924 la CNT había quedado virtualmente proscrita en la mayoría del país. La virtual clandestinidad en que estaba sumido el sindicato condujo a una radicalización de sus postulados teóricos en sentido anarquista. Este giro quedó confirmado tras el Pleno de Mataró de 8 de diciembre de 1923 y la Asamblea regional de Granollers de 30 de diciembre, donde se ratificó la línea de comunismo libertario enunciada año y medio antes durante la Conferencia de Zaragoza.

En una fecha no especificada febrero de 1924 se constituyó en París un Comité de Relaciones Anarquistas (CRA) encargado de dar forma a una futura Federación de Grupos Anarquistas de Lengua Española residentes en Francia. El CRA mostró, desde el primer momento, su voluntad de impulsar un golpe de fuerza contra el Directorio en connivencia con el Comité Nacional de la CNT residente en el interior de España. Los animadores de los grupos anarquistas proponían el asalto al Estado y la instauración de una especie de disciplina revolucionaria mediante la creación de un poder autónomo de corte sindical, vertebrado a través de comités revolucionarios federados a su vez en una especie de «dictadura del proletariado» democrática, que aseguraría de forma transitoria el nuevo orden social y exaltaría la libertad popular, la iniciativa de las masas y la colaboración con otros grupos de izquierda. La toma del poder se lograría por medio del levantamiento de un «Ejército revolucionario», que adoptaría la forma de una milicia sindical centralizada y dotada de un Estado Mayor con alcance nacional. De ahí que, más adelante, los sindicalistas de la CNT, ferozmente antiautoritarios y antimilitaristas, motejaran a estos activistas libertarios con el burlón sobrenombre de «anarcobolcheviques». De todos modos, estas ideas no lograron plasmarse en la práctica hasta más de una década después, cuando las columnas anarquistas que salieron de Barcelona camino de Aragón trataron de llevarlas a cabo en el verano de 1936.

La tensión creciente que mantenían la tendencia sindicalista y la netamente libertaria lastró la actividad conspirativa de la CNT durante la década de 1923-1933. En concreto, la falta de sintonía entre el Comité Nacional de la CNT (moderado), el Comité Regional de la CRTC y el CRA de París comprometió toda iniciativa de tipo revolucionario concertada con otras fuerzas políticas. En 1924, el Comité Nacional dirigido por Ángel Pestaña inició la colaboración del sindicato con otras fuerzas antidictatoriales como Estat Català, pero no pudo lograr un compromiso de coordinación insurreccional con los ácratas más exaltados, mientras que los militantes cenetistas catalanes presionaban en vano al Comité Nacional para que dieran la señal para un levantamiento en solitario. Las dudas y las dilaciones de los militares comprometidos y de ciertos elementos de la dirección nacional cenetista, conjugadas con una maniobra provocativa de la Policía española, llevaron a que el Comité de Relaciones de París convocase el domingo 2 de noviembre de 1924 a 180 delegados anarquistas en la Bourse du Travail para decidir una eventual acción en solitario. Antes de finalizar la sesión, dos delegados llegaron con las claves que ordenaban la movilización inmediata hacia la frontera pirenaica. El inesperado mensaje precipitó el movimiento: la noche del 4 al 5 de noviembre, una primera expedición de cerca de un millar de anarquistas y catalanistas, procedentes de Lyon, París, Marsella, Burdeos, Nancy, Beziers, Toulouse, St. Étienne y otras localidades, se dirigió a Perpiñán y San Juan de Luz, armados con pistolas automáticas. El día 6, más de las tres cuartas partes de los ácratas procedentes de París –unos 200– ya estaban en las cercanías de la frontera, dispuestos a penetrar en España por Vera de Bidasoa y Figueras. La operación se ejecutó en medio de un cúmulo de circunstancias harto sospechosas. Ese mismo día, un grupo de anarquistas trató de penetrar en vano en el Cuartel de las Atarazanas y a la Maestranza de Artillería de Barcelona, de modo que la incursión fronteriza tampoco sorprendió a las autoridades españolas. La expedición, dividida en pequeños grupos, llegó entre las 3 y las 4 de la mañana del día 7 a la población navarra. Un enfrentamiento armado produjo la muerte de dos guardias civiles, y la reyerta continuó con los carabineros de la Aduana, que provocaron la muerte de otros tantos insurrectos. El tiroteo terminó a la caída de la tarde con el resultado de tres anarquistas muertos, un carabinero y tres asaltantes heridos y catorce revolucionarios detenidos. El resto logró huir hacia Hendaya, donde la Gendarmería arrestó a veinte españoles y a un El fiasco de Vera hizo desvanecer por un lustro las esperanzas de una revuelta popular organizada exclusivamente por la CNT. Desde las páginas de Solidaridad Proletaria, Pestaña y Peiró aprovecharon la coyuntura para iniciar una intensa campaña en favor de la actuación sindical legal, pero la propuesta fue replicada con determinación por los anarquistas «puros», en un nuevo adelanto del litigio que dividiría a las dos grandes tendencias de la CNT durante los años siguientes. El fracaso de la incursión anarquista por el Pirineo también llevó a la CNT a intensificar la colaboración con otros grupos antidictatoriales, como el liderado por Macià, que constituyó en París un Comité de Acción que denominó de la Libre Alianza.

El debate sobre la participación o no en una conspiración de tipo político dividió al movimiento cenetista hasta la proclamación de la República. En el Congreso Nacional anarquista celebrado clandestinamente en Barcelona en abril de 1925 se aceptó la idea de una alianza «con cuantas fuerzas tiendan a la destrucción del régimen actual por medios violentos, sin que estos pactos supongan que se contraen compromisos de ningún género para limitar el alcance y desarrollo de la revolución que, en todo momento, deberemos propulsar hasta sus extremos radical y positivo». En un nuevo Congreso anarquista celebrado en Lyon los días 14 y 15 de junio de 1925, las delegaciones acordaron la constitución en París de un Comité revolucionario anarquista de cinco miembros encargado de nombrar y controlar a un Comité Revolucionario secreto, que gozaría de entera libertad para gestionar directamente el movimiento y pactar con otras fuerzas «sin que estos pactos supongan que se contraen compromisos de ningún género para limitar el alcance y desarrollo de la

Con estas reservas y ambigüedades dio comienzo la participación sindicalista en los complots antidictatoriales de 1926 a 1930. Durante estos años de obligado repliegue, las diversas tendencias que componían la CNT no se dieron tregua en la polémica sobre la táctica a seguir. Anarcosindicalistas como Manuel Buenacasa defendían la existencia de un sindicato cuyos principios tácticos fueran sindicalistas revolucionarios, pero no concebido como un fin, sino como un instrumento al que había de insuflarse contenido ideológico anarquista hasta la consecución del objetivo último, que era el comunismo libertario. Los anarquistas puros, como Diego Abad de Santillán o Emilio López Arango, trataban de transformar a los sindicatos en organizaciones puramente ácratas, denunciaban el desvío del sindicalismo «puro» hacia el reformismo y postulaban el espontaneísmo revolucionario de las masas. Sin descartar una revolución popular grandiosa según los moldes del bakuninismo tradicional, Abad de Santillán consideraba sin embargo que el espontaneísmo revolucionario ya no era el factor fundamental que decidía el triunfo de un levantamiento general en una gran urbe moderna, sino que debían tenerse en consideración factores técnicos y materiales que habían cobrado importancia desde la reactualización de la táctica del golpe de Estado por parte de los bolcheviques. Desde 1924, los anarquistas «puros» se opusieron con energía al sindicalismo neutro defendido por Peiró y Pestaña, y postularon la coordinación orgánica entre la CNT y las organizaciones ácratas. Esta unión se lograría a través de una «trabazón», que consistía en el establecimiento a todos los niveles de unos órganos de enlace, con facultades decisorias, entre la línea sindical y la específica de los grupos anarquistas. Esto suponía en la práctica la aspiración a un control del sindicato por parte de la organización anarquista. A partir de 1927, el instrumento encargado de poner en práctica la estrategia «trabazón» en la península sería la FAI, que acabaría por controlar la acción sindical de la CNT en 1932. Por otro lado, «anarcobolcheviques» como Durruti, Ascaso y García Oliver y el grupo de «Los Solidarios» destacaban, al dictado de las experiencias pistoleriles e insurreccionales de los años veinte, que la revolución era una simple cuestión de superioridad en la lucha. Esta debía ser lograda, no sólo por el espontaneísmo de la acción de masas, sino a través de una disciplina centralizada y de un intenso entrenamiento paramilitar, donde el «ejército revolucionario» actuaría de principal impulsor y pedagogo de la nueva organización social.

Mientras que los ácratas «puros» se preocupaban de la forja de ese «espíritu revolucionario» entre las masas obreras, y su sector más activo y militante se mostraba partidario del insurreccionalismo a ultranza o, en su defecto, de la realización de actos terroristas aislados, los sindicalistas revolucionarios como Peiró o Pestaña, que habían controlado la organización hasta 1919, defendían la existencia de una organización de tipo apolítico, independiente de toda tendencia ideológica y que desplegase una táctica basada en la «acción directa». Aceptaban que la actuación sindical debía tener un contenido revolucionario político, pero no dirigido a la intervención en el juego parlamentario, sino a la coordinación de acciones reivindicativas que tendiesen a la transformación revolucionaria de la sociedad.

La disyuntiva planteada en el seno de la CNT entre reformismo o revolución fue derivando durante la Dictadura al debate sobre la legalidad o la clandestinidad. Peiró y Pestaña propusieron sin descanso un retorno a la actividad sindical tolerada, aunque el primero se mostraba favorable a una cierta «hegemonía espiritual» de los ácratas sobre la CNT. Por su parte, Pestaña acentuó durante esos años su tendencia sindicalista y su enemiga al sector ácrata más militante que luego alumbraría el faísmo. Los errores insurreccionales del anarquismo decantaron además su posición respecto a un sindicalismo que debía permanecer centrado en las luchas económicas. La alternativa que propugnaba Pestaña era un «reformismo» que relegase el antiparlamentarismo y la acción directa sindical a un segundo plano. Para ello, trató de impulsar en el seno de la CNT una tendencia claramente sindicalista –la Unión de Militantes–, con el fin de contrarrestar la creciente hegemonía anarquista, y reorganizar los restos del sindicato confederal en torno a un proyecto de sindicación profesional, aun a riesgo de aceptar la legislación laboral primorriverista. La identidad de pareceres manifestada por Peiró y Pestaña a inicios de la Dictadura se rompió a partir de 1926, cuando el primero se fue alejando de las soluciones sindicalistas «puras» propuestas por el segundo. Ambos se reconciliarían en marzo de 1930, cuando apostaron de nuevo por una inteligencia con los republicanos. Las divergencias tácticas entre Pestaña y Peiró reaparecerían en 1934, cuando el primero derivase hacia el sindicalismo político, creando el Partido Sindicalista en marzo de ese año.

Al tiempo que la CNT estrechaba sus vínculos con el Comité de Acción catalanista liderado por Francesc Macià en París, los ácratas más irreductibles expresaron su rechazo a todo posible acuerdo con otras fuerzas políticas. La Federación de Grupos Anarquistas de Lengua Española en Francia, radicada en Lyon, discutió en un Congreso organizado en Marsella del 8 al 10 de mayo de 1926 sobre la actuación de los anarquistas en Francia y sus relaciones con los diversos grupos antidictatoriales. Ahora, la Federación de Grupos fue definida como netamente anarquista, y rechazó colaborar con organizaciones ajenas a la CNT, e incluso con el sindicato confederal si en algún momento abandonaba su impronta netamente libertaria.

La desarticulación del fantasmal «complot del Puente de Vallecas» en noviembre de 1926 coincidió de forma harto significativa con el fracaso de la incursión fronteriza ensayada por Macià en Prats de Molló a inicios de mes. La colaboración oficial de la CRTC en la irrupción armada de los catalanistas había sido retirada a última hora. El «complot del Puente de Vallecas» tuvo repercusiones aún más trascendentes, puesto que cerró a la CNT la posibilidad de liderar una alianza revolucionaria de amplio espectro, como la propugnada desde el año 1924. Los continuos reveses sufridos a lo largo de 1926 determinaron que los órganos directivos de la CNT quedaran desarticulados por largo tiempo. La oposición anarquista decidió liquidar la Alianza Revolucionaria con Estat Català (EC), mientras que la CNT, sumida definitivamente en la clandestinidad, constataba un proceso de radicalización de sus bases que se hizo patente desde fines de ese año.

El acontecimiento más notable del mundillo libertario durante el año 1927 fue la constitución de la FAI en Valencia los días 25 y 26 de julio como organización específica de carácter anarquista a escala peninsular, y con voluntad de intervención en la estructura y organización de la CNT. Los presentes acordaron incidir en la CNT a través de la representación orgánica de los grupos anarquistas en los órganos confederales –la famosa «trabazón»– y de la participación mixta en organizaciones de resistencia como los Comités de Defensa Confederal, creados tiempo atrás para resistir la avalancha represiva de la Dictadura. El objetivo declarado era la prosecución de las acciones subversivas en contra de la Dictadura, pues la CNT estaba virtualmente disuelta y no había lazos estables de unión entre los diversos grupos anarquistas. Según algunos historiadores ácratas, la FAI nacía para defender la tradición antipolítica de la organización anarcosindicalista y la mística revolucionaria de herencia bakuniniana. Pero sus rasgos dominantes correspondían a los de una organización semisecreta netamente ofensiva. Sus miembros actuaban como militantes de choque, y se reunían en grupos de afinidad de tres a diez miembros, organizados a escala federal de forma paralela a la CNT, con la que se coordinaban a través de Comités de relaciones y Comités mixtos de

Las tensiones entre anarquistas y sindicalistas, alimentadas durante años de frustraciones compartidas, volvieron a plantearse con motivo de los nuevos compromisos conspiratorios. Un Pleno clandestino, reunido en Sabadell probablemente a fines de 1926, acordó el nombramiento de un nuevo Comité Nacional (que residiría en Mataró durante los años 1927 y 1928) y la constitución de un Comité de Acción (o Comité Nacional Revolucionario) afincado en Badalona, controlado por los grupos anarquistas próximos al recién creado Comité Peninsular de la FAI. El Comité de Acción entró en conflicto repetidas veces con la dirección nacional cenetista por su escasa docilidad, ya que desde 1927 mantuvo conversaciones particulares con el capitán Fermín Galán, quien opinaba que la proclamación de una huelga general por parte de los anarquistas era el aditamento subversivo ideal para sus planes de golpe militar en Cataluña. Sin embargo, el Comité Nacional radicado en Mataró y liderado por Juan Peiró estaba más interesado en intervenir en una estrategia insurreccional en el conjunto de España, y parecía dispuesto a aceptar una salida meramente reformista que permitiera al Sindicato Único reorganizarse y recuperar su antigua dirección y actividades. Las tensiones generadas por este y otros motivos acabarían provocando la ruptura entre ambos Comités.

La Regional catalana de la CNT y el Comité de Acción de Badalona comunicaron la propuesta insurreccional de Galán al Comité Nacional residente en Mataró, que se mostró contrario a la aventura. Un nuevo Pleno Nacional reunido clandestinamente en Barcelona el 16 de junio de 1928 tampoco aceptó apoyar la sedición de Montjuïc sugerida por Galán, y acordó «establecer una inteligencia con los políticos y militares» a escala nacional. Peiró convenció a los delegados de la necesidad de contactar con los partidos antiprimorriveristas, pero dejando plena libertad a la CNT para impulsar el futuro movimiento insurreccional más allá de los objetivos prescritos por sus inspiradores. El 29 de julio, un nuevo Pleno Nacional convocado en Llavaneres, en las cercanías de Mataró, ratificó la inteligencia con los Comités Revolucionarios del liberal Miguel Villanueva en Madrid y del conservador José Sánchez Guerra en París. Como sucedió con las relaciones mantenidas con Macià durante los años anteriores, el compromiso de la CNT con los políticos del «antiguo régimen» se reducía a declarar un paro general en toda España, y a secundar en la medida de sus fuerzas el futuro movimiento sedicioso en la calle. El principal objetivo que se trazaba la dirección cenetista no era la transformación del sistema monárquico o el establecimiento de una República española o catalana, sino la recomposición del propio sindicato y la plena legalización de sus actividades.

A lo largo de los Plenos Nacionales del verano de 1928 se fue fraguando la ruptura entre el Comité Nacional y el Comité de Acción Revolucionaria afín a la Regional catalana, puesto que el primero prefería una sintonía con los republicanos españoles y el segundo mantenía su tendencia a precipitar un movimiento en solitario, para el que decía contar con el apoyo de determinados elementos militares de corte radical, como Galán. El levantamiento frustrado que este capitán ensayó en Barcelona durante el V Aniversario de la Dictadura, y la subsiguiente represión, consumaron la ruptura entre el Comité Nacional de la CNT y los «nois de Badalona». La CNT tomó oficialmente parte en la intentona de Sánchez Guerra en Valencia a inicios de 1929, pero, tras el fracaso de la rebelión, un Pleno Regional clandestino convocado cerca de Blanes desautorizó a Peiró y al resto de los integrantes del Comité Nacional de la CNT que presentaron la dimisión en la segunda mitad de mayo. Pestaña formó entonces un Comité Nacional oficioso, cuyo principal compromiso era lograr el retorno a la actuación legal.

A pesar de su desigual intervención en las diversas conjuras antidictatoriales, la CNT no recobró su potencial militante hasta la caída de Primo de Rivera. El rápido y sintomático desmoronamiento de la organización confederal tras su ilegalización había sido el resultado de la «pacificación» impuesta por Martínez Anido, pero, sobre todo, constituía la evidencia de que el terrorismo y el pistolerismo habían perdido el apoyo de buena parte de la clase obrera, y que la lucha sindical debía ser llevada por derroteros menos violentos. La represión permanente aplicada por el Directorio y la gestión corporativa de las relaciones laborales a través de los Comités Paritarios hicieron inviable el planteamiento de una táctica sindical basada en la acción directa. Se produjo entonces la polarización de actitudes entre los sindicalistas «puros», preocupados por la simple gestión de la organización confederal, y los activistas más radicales, que reivindicaban sobre todo su definición anarquista, y postulaban la intensificación de una labor revolucionaria que condujera a una insurrección contra la Dictadura, contra el régimen restauracionista en su conjunto, e incluso contra las mismas bases del sistema económico y social. La progresiva asunción de la iniciativa revolucionaria por parte del anarquismo de acción supuso el fin de un tipo de violencia de resistencia centrada en la defensa de la organización, y la aplicación cada vez más decidida de una violencia con designios claros de cambio social radical. Pero en vez de asumir el modelo clásico de proceso revolucionario postulado por el anarcosindicalismo (impregnación anarquista del sindicato, y transformación del mismo en agente principal de una estrategia subversiva pacientemente diseñada a través del papel formativo de la educación y de la acción directa), se optó por las tesis del conspirativismo a ultranza defendidas por la FAI. Sin embargo, en el seno del propio movimiento ácrata, el insurreccionalismo urbano como medio de destrucción inmediata del orden constituido, que debía ir precedido de un mínimo de teorización, de organización y de adiestramiento en la «gimnasia revolucionaria», resultaba un elemento novedoso, y no necesariamente coincidente con la tradicional identificación libertaria del hecho revolucionario con la revuelta comunalista mesiánica, impulsiva y escasamente estructurada, tal y como era postulada por «agraristas» como Federico Urales o Isaac Puente. La polémica sobre los fines de la organización, su postura frente al sistema político, y las posibles vías superación revolucionaria de tal estado de cosas, son debates omnipresentes, que resumen en buena parte las vicisitudes de la CNT durante los años de la Dictadura, y ayudan a explicar su crisis durante la República.

«Visca el nostre De Valera!»: Macià y la vía armada a la independencia de Cataluña

Sin duda alguna, el nacionalismo radical catalán protagonizó el trabajo insurreccional más serio, concienzudo y persistente, aunque no el más enérgico, de los que se realizaron contra la Dictadura. El movimiento armado separatista, inspirado y liderado por el excoronel Francesc Macià, estaba más cerca del modelo irlandés de resistencia patriótica o del insurreccionalismo romántico evocado por las expediciones garibaldinas (que, medio siglo después, volvieron a ponerse de moda en las «nacionalidades irredentas» de los imperios ruso y austrohúngaro desde los últimos pasos de la Gran Guerra) que en una concepción paramilitar moderna y sistemática de la acción política. Esta corriente política independentista era el resultado directo de la frustración de la campaña estatutista iniciada en 1917-1918 y cerrada con el recrudecimiento de la violencia sociolaboral a raíz de la huelga de «La Canadiense». El 18 de julio de 1922, Macià constituyó en el Centre Autonomista de Dependents del Comerç i de l’Indústria (CADCI) el grupo Estat Català (EC) sobre la base de un sector separatista disidente de la Joventut Nacionalista afín a la Lliga. Acció Catalana, entidad soberanista creada (como EC) tras la Conferencia Nacional Catalana celebrada en Barcelona del 4 al 6 de junio de 1922, intentó formar su propio embrión de Ejército catalán, y en noviembre de ese año patrocinó la creación de la clandestina Societat d’Estudis Militars o Servei d’Entrenament Militar (SEM), dirigida por Lluís Nicolau d’Olwer.

El establecimiento de la Dictadura frenó en seco la labor de agitación del catalanismo radical. Con la acentuación de la política centralista del Directorio, reflejada en la persecución de los nacionalistas –incluidos lo más moderados–, la suspensión de ayuntamientos y diputaciones, y la fiscalización de organizaciones profesionales como el CADCI o el Colegio de Abogados de Barcelona, la política catalanista pasó al terreno de la virtual clandestinidad. Ya el 7 de octubre de 1923, Macià (a punto de huir hacia Perpiñán) exponía como principal objetivo de su formación política la unión de los partidos obreros y republicanos catalanes, junto a la alianza con los separatistas vascos y gallegos con el propósito de derrocar a la Dictadura por medio de un acto insurreccional. Para ello impulsó la creación de los primeros escamots (genéricamente escuadrones, grupos o pelotones de combatientes militarizados), y organizó en París un Comité Separatista Català, que se identificó con el Comité Revolucionario de París, y que era en realidad una oficina de conspiración con visos de cuartel general en campaña.

Según el análisis de Enric Ucelay, a la altura de 1924 EC tuvo que escoger entre tres posibles escenarios subversivos: una alianza netamente nacionalista con Acció Catalana y, quizás, con los sectores más izquierdistas de la Lliga; una coalición con los partidos republicanos de ámbito estatal, o una concertación revolucionaria de amplio espectro con cualquier sector político o sindical que mostrase hostilidad a la Del mismo modo, tenía la posibilidad de actuar simultáneamente en tres diferentes teatros de operaciones: Francia, Cataluña (que actuaron alternativamente como frente y como retaguardia de sus proyectos insurreccionales) y América, esta última como apoyo logístico tanto en la orquestación de campañas de propaganda a escala internacional como en la provisión de fondos para la lucha, a imagen de la labor realizada por las organizaciones de emigrados que apoyaban al nacionalismo irlandés desde Norteamérica. A lo largo de 1924, EC dedicó todos sus esfuerzos a desarrollar la primera estrategia, que fue apoyada y sufragada por las colonias catalanas de América, y defendida con ardor por el ala más extremista del movimiento, encabezada por Daniel Cardona.

A fines del verano de 1924, Macià, que había comenzado a recaudar fondos y a gestionar un empréstito para la compra de material de guerra, intentó llegar a un acuerdo con otras minorías nacionales bajo el formato de un pacto federal de regiones, de resonancias pimargallianas. Las relaciones de EC con los nacionalistas vascos fueron bastante intensas, especialmente con el aberriano Elías Gallastegui, pero los contactos se ampliaron hacia los nacionalistas filipinos, ucranianos, bielorrusos, lituanos e irlandeses, todo ello en torno al proyecto de constitución de una Liga de Naciones Oprimidas que quedó formalizada en septiembre de El triunfo electoral del Cartel des Gauches francés en mayo de ese año permitió que el anarcosindicalismo y el separatismo catalanes gozaran de mayor libertad de movimientos en el país vecino. El objetivo último del planteamiento insurreccional de Macià era la vertebración de un movimiento interclasista de liberación nacional, canalizado por un frente o alianza político-militar dirigido por EC. A los catalanistas radicales no se les escapaba el detalle de que un movimiento separatista resultaba irrealizable si no prestaba atención a dos frentes complementarios: por un lado, plantear el pleito independentista en la escena diplomática internacional mediante la movilización económica y política de las colonias de emigrantes y la organización de una Liga de Naciones Oprimidas que actuase como lobby o elemento de propaganda en los centros de decisión de todo el mundo. Por otro, coordinar la conspiración con otras fuerzas antidictatoriales de Cataluña y el resto de España, vinculando así la suerte de su movimiento al triunfo de la democracia en el conjunto del Estado. El plan sedicioso de Macià consistía en una irrupción fronteriza clásica que permitiera conquistar el territorio suficiente como para establecer un contrapoder efectivo que mostrara al mundo el «problema catalán» en toda su crudeza.

El 8 de noviembre se produjeron los sucesos de Vera de Bidasoa y el asalto anarquista a las Atarazanas barcelonesas, del que no fue oficialmente informada la dirección de EC en París. El fracaso de la intentona puso sobre aviso a la Policía francesa y agudizó las tensiones entre Macià y Cardona, ya que este último se mostraba partidario de una preparación insurreccional más sólida y a corto plazo. Para superar las limitaciones impuestas por esta táctica de resistencia armada, el movimiento separatista ensayó una nueva estrategia: la concertación de una alianza antidictatorial de amplio espectro que diera cobertura política a sus proyectos insurreccionales. A tal fin, Macià se reunió en París el 8 de enero de 1925 con representantes del Comité Nacional de la CNT, de la Regional catalana de la misma organización, de los catalanistas residentes en América y de los nacionalistas aberrianos vascos para impulsar un alzamiento periférico en Cataluña y el País Vasco que destruyese el poder central en la más pura línea revolucionaria del federalismo decimonónico. A pesar de los recelos manifestados en esta ocasión por los representantes anarcosindicalistas, estos aceptaron apoyar la «estrategia catalana» con movilizaciones simultáneas en el resto de las regiones españolas con la ayuda de militares adictos. La flamante Libre Alianza decidió establecer un Comité General Revolucionario, o Comité de Acción, destinado a gestionar el futuro levantamiento. Entre abril y agosto de 1925, los escamots se dedicaron a establecer depósitos de armas en Perpiñán, Marsella, Les Illes (cerca de Ceret), Prats de Molló, Bourg-Madame y Font-Romeu (en los alrededores de Toulouse), y emitieron un empréstito de 8.750.000 pesetas bajo la advocación de Pau Claris.

La impaciencia revolucionaria produjo los primeros actos de indisciplina en el seno de EC. Los radicales de Cardona crearon el 3 de mayo la organización clandestina «La Bandera Negra» («Santa Germandat Catalana»), como una suborganización integrada en el partido, cuyo objetivo era «la defensa nacional según el método de la acción directa». Este grupo secreto perpetró en Barcelona acciones violentas de baja intensidad (intimidaciones, boicots, petardos, quema de banderas españolas…), y junto con algunos miembros del SEM y del «Grup dels Set» (otra organización activista barcelonesa) pusieron en marcha un plan de descarrilamiento del convoy regio a su paso por las costas de Garraf. El atentado debía haberse consumado entre el 4 y el 6 de junio, pero la Brigada Social localizó un artefacto explosivo en la vía férrea el 31 de mayo, y ejecutó hasta el 6 de junio una amplia redada que arrojó la captura de diecinueve jóvenes, en su mayor parte miembros del CADCI y de «La Bandera Negra», muchos de los cuales fueron sometidos a juicio sumarísimo por un tribunal A fines del verano de 1925, las organizaciones paramilitares catalanistas en el interior habían sido completamente desmanteladas, y en noviembre Cardona abandonó EC ante su incapacidad para presentarse ante los grupos de América como una alternativa más creíble a las actividades conspirativas de Macià.

Cuando, ese mismo verano, los gobiernos francés y español acabaron por ponerse de acuerdo para operar conjuntamente en Marruecos, Macià comprendió que la liberación de Cataluña no podía realizarse por sus propios medios, y trató de potenciar su Libre Alianza retomando los contactos con la CNT e incorporando a los comunistas en el Comité Revolucionario de Acción de París. El 15 de octubre, Macià y Josep Carner Ribalta viajaron a Moscú gracias a la iniciativa de los comunistas José Bullejos y Gabriel León Trilla para obtener ayuda del Gobierno soviético. El Ejecutivo de la Komintern ofreció apoyo económico (400.000 pesetas) y militar a cambio del derrocamiento del Directorio y de la Monarquía por un acto revolucionario impulsado conjuntamente por el proletariado urbano y por la clase campesina de España, así como por las «nacionalidades oprimidas» de Cataluña y el País Vasco. El PCE se mantuvo en el Comité de la Libre Alianza hasta la «Sanjuanada» de mediados de 1926, pero, habida cuenta de las divergencias con la estrategia insurreccional de Macià y de la CNT, Bullejos fue retirando su colaboración. En respuesta, EC intensificó los contactos con los sindicalistas y con militares radicalizados como Fermín Galán.

Tras el fracaso momentáneo de la alternativa insurreccional organizada por los partidos liberales españoles y el declive de la Libre Alianza, Macià fue dejando de lado el acuerdo con la CNT, pero mantuvo contactos con el grupo anarquista de París animado por Durruti, Acaso y García Oliver, hasta que este quedó desarticulado tras el abortado ataque que prepararon contra Alfonso XIII el 26 junio de 1926 en el tramo ferroviario Burdeos-París. Fue entonces cuando Macià decidió intentar de una vez por todas la invasión de Cataluña con un pequeño ejército. El movimiento, inspirado en la estrategia de subversión escalonada que había hecho célebres las «marchas» sobre Roma, Lisboa o Varsovia, se planteaba en cuatro fases: la penetración fronteriza por Prats de Molló, la toma de Olot y la marcha sobre Barcelona, donde una huelga general y la colaboración de un sector de la guarnición permitirían la proclamación de la República Catalana. Por último, se esperaba también que un éxito en el principado estimulase la voluntad insurreccional del resto de los grupos revolucionarios españoles. El proyecto confirma la presencia de las dos estrategias insurreccionales que barajó EC a lo largo de la Dictadura: la resistencia en el interior, entendida como sacrificio ejemplarizante según el «modelo irlandés», y el movimiento de liberación desde el exterior de corte garibaldino. Macià organizó a sus escamots en una suerte de «Ejército de Voluntarios Catalanes», organizó depósitos de armas en las inmediaciones de la frontera y entabló relaciones con un grupo de exiliados italianos, entre los que destacaba el coronel Riciotti Garibaldi, nieto del héroe del Risorgimento, secretario federal fascista de la provincia de Ferrara hasta el 6 de abril de 1924 y presunto dirigente en ese momento de una enigmática Legione Garibaldina della Libertà, plataforma de tono antifascista que encuadraba y adiestraba a trabajadores italianos emigrados a Francia. De modo que frente al «modelo» irlandés de sacrificio colectivo por medio de un levantamiento en el interior del país, se impuso el «modelo» garibaldino de invasión foránea a la espera de una adhesión de anarquistas y sindicalistas amotinando Barcelona y otras

La «conexión italiana» hizo derivar una conjura más o menos convencional en una rocambolesca maniobra provocativa de «baja política» internacional. Garibaldi era, en realidad, el jefe de un grupo de aventureros, además de un peligroso agente doble a sueldo de la Pubblica Sicurezza del régimen fascista. Informado por esta vía de los preparativos insurreccionales de Macià, Mussolini filtró algunas informaciones a Primo de Rivera, pero no al Gobierno galo, con el fin de enemistar al primero por la inacción del segundo, y atraerle a una colaboración en el Mediterráneo en detrimento de

Macià dio orden de movilización general el 29 de octubre, y dejó París para instalarse en «Ville Denise», una casa de campo próxima a Prats de Molló. En las 48 horas siguientes se movilizaron hacia la frontera un centenar de catalanes y 50 italianos procedentes de París y otras ciudades francesas, como Burdeos y Toulouse. Pero de nuevo las policías española y francesa estaban sobre aviso, al parecer por una filtración procedente del grupo de Garibaldi, quien fue detenido en Niza el 4 de noviembre. Entre el día 2 y el 4, mientras que la Policía española se afanaba en capturar al directorio macianista de Barcelona, y la Guardia Civil se concentraba en previsión de un «rompimiento» por los Pirineos, los expedicionarios catalanes comenzaron a ser localizados por la Gendarmerie y la Sûreté Générale. Más de un centenar fue detenido en diversos lugares próximos a la frontera, entre ellos Macià. El amplio eco internacional del affaire de Prats de Molló permitió que los sucesos de noviembre de 1926 cobraran una inesperada dimensión épica, y dio origen al persistente mito de Macià como «l’Avi» de la causa nacional catalana, precisamente en el momento de más baja popularidad de la Dictadura y sus cómplices en el

El relanzamiento de la conspiración constitucionalista a raíz del exilio voluntario de Sánchez Guerra abrió nuevas esperanzas de vincular la causa catalana a una estrategia insurreccional a escala estatal. Sin embargo, de las sucesivas entrevistas que mantuvo con el líder conservador en territorio francés, Macià sacó dos conclusiones: que Sánchez Guerra no daba excesiva importancia a EC, y que el frente revolucionario bajo su mando perseguía una restitución, no una revisión constitucional que satisficiese los anhelos políticos del catalanismo. El 7 de diciembre de 1927, el líder de EC marchó a Latinoamérica en viaje de propaganda, convocando en Cuba en octubre de 1928 una Asamblea Constituyente de Separatismo Catalán que dio a luz el Partit Separatista Revolucionari de Catalunya (PSRC). La Asamblea decidió que el método principal de lucha continuara siendo el «alzamiento armado de los catalanes», dirigido por un Comité Revolucionario que asumiera las responsabilidades de un gobierno provisional. Tras el fracaso de la intentona de Sánchez Guerra en Valencia en enero de 1929, Macià ya no pensaba realizar un golpe exterior al estilo del fracasado de Prats, sino una tentativa orquestada desde el interior del principado, e integrada en el conjunto de conspiraciones antidictatoriales y antimonárquicas que se estaban urdiendo, para luego aprovechar la debilidad del Estado en el cambio de régimen y proclamar la República Catalana. Eso fue lo que sucedió tras la victoria de ERC (creada en marzo de 1931 sobre el modelo de una amplia coalición del catalanismo republicano pequeñoburgués: EC, Partit Republicà Català, el grupo de L’Opinió, disidentes de Acció bajo el título de «Unió d’Esquerres» y organizaciones menores como La en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931.

En la vanguardia de la protesta antidictatorial: la movilización estudiantil

La juventud estudiantil fue, junto con los militares y los intelectuales, el primer grupo social que organizó la rebeldía contra el régimen dictatorial, pasando en unos meses de las reivindicaciones puramente académicas y profesionales a la formación de un verdadero núcleo de oposición política. La ocasión para realizar una verdadera labor reivindicativa y de ruptura con el sistema la dio una cuestión no estrictamente política: el artículo número 53 de la Ley de Reforma Universitaria impulsada por el ministro de Instrucción Pública Eduardo Callejo sancionaba la protección de la enseñanza privada, en especial la religiosa, equiparándola con la pública y permitiendo a los colegios de jesuitas y agustinos expedir títulos académicos. La protesta contra la «Ley Callejo» fue una respuesta de autodefensa de los estudiantes contra la plétora de licenciados en las profesiones liberales. La aconfesional Unión Liberal de Estudiantes (ULE) lanzó un sonado manifiesto el 26 de abril de 1925, y el 15 de mayo, en el transcurso una serie de huelgas estudiantiles en Barcelona, Madrid, Santiago, Zaragoza, Valencia, Granada y Salamanca, se produjo un enfrentamiento personal entre el dictador y el estudiante Antonio María Sbert durante un acto en la Escuela de Ingenieros Agrónomos, por lo cual este fue dado de baja en el centro y confinado en Cuenca.

En enero de 1927, Sbert y Antolín Alonso Casares crearon en Madrid la Federación Universitaria Escolar (FUE) como adaptación de las asociaciones profesionales de estudiantes, empeñadas durante largo tiempo en terminar con la hegemonía de la Asociación de Estudiantes Católicos. En mayo de 1928, la FUE protagonizó su primera huelga, en protesta por la suspensión dictada contra el catedrático Luis Jiménez de Asúa por haber pronunciado una conferencia sobre el control de natalidad. A fines de año, la FUE convocó manifestaciones contra los privilegios académicos concedidos a los centros religiosos de los jesuitas en Deusto y los agustinos de El Escorial. El 27 de febrero de 1929 comenzó una nueva oleada de protestas, coincidente con una asamblea de asociaciones escolares, que elevó un escrito al Gobierno y convocó una huelga para el 7 de marzo. Las algaradas comenzaron en Madrid en la fecha prevista, y tuvieron enorme eco público, al constituir las primeras manifestaciones callejeras orquestadas en el interior de España contra la Dictadura y la Monarquía. En los locales de la calle de San Bernardo se izó la bandera roja de la FUE, y en Salamanca, Valladolid, Oviedo, Santiago y Murcia los estudiantes secundaron esta actitud de rebeldía, provocando disturbios por las calles al grito de «¡no somos artilleros!». El día 9, Primo destituyó a todos los decanos y al rector de la universidad de Madrid, y nombró una Comisaría Regia en sustitución de los habituales claustros académicos. Al día siguiente, los centros fueron tomados al asalto por la Guardia de Seguridad, la Guardia Civil y la Policía, mientras que los estudiantes daban rienda suelta a su descontento apedreando la casa de Primo y la sede del diario monárquico Los disturbios se extendieron a Murcia, Oviedo, Santiago de Compostela, Valladolid, Salamanca, Granada, Sevilla, La Laguna y Barcelona. Las Universidades de Santiago y Oviedo fueron clausuradas por el Gobierno: Primo ordenó la ocupación militar de las facultades madrileñas para el día 11 de marzo, y la pérdida de matrícula de todos los huelguistas. Ese día no entraron los estudiantes en las aulas, salvo un reducido contingente de la Confederación de Estudiantes Católicos. En la mañana del 12, la Gaceta anunció las sanciones para los estudiantes que no asistieran a clase. Ese día y los siguientes se erigieron barricadas en las vías principales de la ciudad. El 16 el Directorio promulgó un decreto por el que se clausuraba la Universidad Central hasta el 1 de octubre de 1930. La Universidad perdió su autonomía, y se procedió al cierre de otros centros, aunque se exceptuaba de sanciones a las Universidades menos bulliciosas, como las de Zaragoza, Valencia, Granada y La Laguna. Las expresiones de solidaridad de más de un centenar de profesores (entre ellos, Felipe Sánchez Román, Fernando de los Ríos, Alfonso García Valdecasas, Wenceslao Roces, José Ortega y Gasset y Luis Jiménez de Asúa, que abandonaron voluntariamente sus cátedras) dieron marchamo de respetabilidad a la protesta. El 5 de abril se reabrieron los centros educativos de provincias, pero tres días después se recrudecieron los disturbios. Las clases se reanudaron los días 24 y 25, aunque en Madrid el plazo de normalización de la actividad académica se prorrogó hasta el 27. La FUE no aceptó de buen grado esta concesión, pero la mayor parte de los estudiantes acordó reincorporarse a las aulas. Ello no quería decir que los universitarios renunciaran a fustigar la Ley Callejo, sino que se mostraban dispuestos a continuar la guerra trabada con el Ministerio hasta transformar un problema de segunda fila en una cuestión de política nacional.

El día 19 de mayo el Directorio restableció la vida académica, anulando las sanciones e intervencionismos, y en la Gaceta del 24 se septiembre apareció por fin la derogación del polémico artículo 53 de la Ley Callejo. Pero el enfrentamiento de los estudiantes con Primo ya había desbordado el cauce meramente académico. La FUE deseaba ir más lejos, y exigió la rehabilitación de Sbert, la reintegración de los cinco profesores expulsados y el reconocimiento de las asociaciones estudiantiles independientes. La agitación estudiantil volvió a ganar las universidades en el segundo trimestre del curso 1929-1930. Acosado desde todos los frentes, Primo respondió a inicios de 1930 disolviendo la FUE, que decidió entonces ir a la huelga por no haber sido levantadas las sanciones a Sbert, ni reintegrados a sus cátedras los profesores sancionados en las protestas anteriores. El 22 de enero estalló un paro general universitario a escala nacional y con un neto carácter republicano, que fue apoyado por las fuerzas sindicales. Incapaz de resistir una ofensiva combinada de tal calibre, similar a la que arrojaría del poder al presidente argentino Yrigoyen a inicios de septiembre de 1930, Primo abandonó el poder seis días después, no sin antes haber realizado una consulta a los capitanes generales que llenó enojo al rey. La FUE había forjado su potencia en el paso de la reivindicación socioprofesional a la protesta política contra la Dictadura. Con la llegada al poder del general Berenguer, el movimiento universitario fue politizando sus acciones en sentido cada vez más inequívocamente antidinástico, hasta transformarse en uno de los protagonistas clave del enfrentamiento con el régimen, aunque su papel objetivo como vanguardia del cambio político se redujo considerablemente con el final de la etapa dictatorial.

En los años veinte, los estudiantes actuaron como minoría de agitación, a la cabeza de un movimiento de opinión de tono inequívocamente democrático. Como señalan Tusell y García Queipo de Llano, la protesta universitaria «estableció una identificación entre esas generaciones más jóvenes y los patriarcas de la resistencia antidictatorial», radicalizando, potenciando y generalizando la protesta acelerando el movimiento antimonárquico y haciéndolo asequible a amplias capas de las clases medias españolas. Pero en los años treinta los movimientos estudiantiles perdieron poco a poco su autonomía, ligándose a partidos férreamente disciplinados. La FUE, cuyos líderes más conocidos quedaron cómodamente instalados en la nueva situación política, fue rebasada por formaciones más extremistas de izquierda y derecha, que trajeron a las aulas un nuevo activismo juvenil, más sistemático, excluyente y violento. La Universidad dejó de ser entonces el vehículo articulador de las aspiraciones de la nueva generación, sino la palestra, el sujeto paciente donde se dirimieron disputas políticas ajenas por completo a su naturaleza.

Con el rey o contra el rey: las conspiraciones constitucionalistas

El carácter liquidacionista de la Dictadura puso enfrente de ella, no sólo a las fuerzas de la tradicional política parlamentaria o a los cada vez más importantes sectores sociales partidarios de una reforma democrática, sino incluso a ciertas instituciones que se consideraban fundamento esencial del Estado. En primer lugar, la propia Corona, que había confiado en Primo como un mal menor, y mostraba cada vez mayor desasosiego ante sus intentos de perpetuación en el cargo. Por otra parte, el Ejército, desunido por las querellas profesionales (cuya punta del iceberg eran la lucha entre africanistas y «junteros» y el contencioso artillero), por su desgaste en el ejercicio del poder y por su progresivo alejamiento del sentir mayoritario de la población. En estas circunstancias, no resultó difícil que ciertos jefes militares conectasen con destacadas personalidades de la política liberal para «salvar al rey», y restablecer la propia cohesión antes de que Primo fuese demasiado lejos en la institucionalización del régimen dictatorial.

La primera gran conspiración contra la Dictadura se comenzó a gestar a fines de 1924, estimulada por el malestar castrense provocado por la retirada de Xauen y los sucesos de Vera de Bidasoa. Se persiguió el simple retorno a la normalidad constitucional, y fue protagonizada por conspicuos representantes de la «vieja política» como Romanones y Melquíades Álvarez (presidentes de ambas Cámaras clausuradas), apoyados por los máximos prestigios de la cúpula militar (los generales Aguilera y Weyler, vinculados de antiguo a la política de intereses del partido liberal) y oficiales influyentes como el coronel laureado Segundo García. El día de la Pascua Militar de 1925, este jefe consiguió reunir en el Café Nacional de Madrid nada menos que a 277 jefes y oficiales, incluido el general Weyler, para proponerles la constitución de unas juntas que, entre otras actividades, se encargaran de recaudar fondos para una conspiración. El 19 de febrero, Romanones intentó llenar de contenido político estos conciliábulos, y solicitó la formación de un frente único de las diversas tendencias liberales, que no se ampliaría en ningún caso a quienes aspiraban a derrocar a la Monarquía ni a los que mostraran otro tipo de veleidades revolucionarias. Se pretendía restablecer la Constitución y convocar las Cortes suspendidas en 1923, bajo el lema «ni reacción ni revolución; Monarquía y régimen Se perseguía únicamente la ejecución de una segunda «Vicalvarada», y un retorno al poder de los liberales arrojados del gobierno por Primo de Rivera. Pero tras la consolidación de la UP a inicios de 1925 y la formación del Directorio Civil el 3 de diciembre, los prudentes planteamientos políticos del complot dejaron de ser unánimemente aceptados: un general como Eduardo López de Ochoa consideraba que el objetivo no debía ser el retorno al régimen anterior al 13 de septiembre, sino convocar Cortes Constituyentes. A fines de 1925, el coronel García ya dirigía en Madrid un Comité Militar Revolucionario encargado de organizar un golpe encabezado por los generales Aguilera, Luque y Weyler. Dicha conspiración, que arrancaba de la época predictatorial (la frustrada intervención «bonapartista» de Aguilera, conectada con la campaña en favor de las responsabilidades por el desastre de Annual), y que tomó vuelo en 1925, se vertía en los viejos odres decimonónicos del retraimiento activo de un partido que se consideraba marginado de la normal participación en las instancias electoral, parlamentaria o gubernamental, y recurría a la conspiración con un sector del Ejército para sortear ese veto implícito.

Hubo intención de iniciar la sublevación en febrero, deteniendo a Primo en las cercanías de Madrid mientras Aguilera se apoderaba de la Capitanía General y Weyler hacía lo propio en el Ministerio de la Guerra, pero la negativa a sublevarse de este último dio al traste con la operación. A mediados de año se mantuvo la trama conspirativa, cuya base política era una extensión de la concentración liberal de 1923 (Romanones, Alba, García Prieto y Álvarez), pero abierta condicionalmente a los republicanos. El objetivo era impulsar un pronunciamiento cívico-militar de tendencia liberaldemocrática, que aspiraba a hacer presión sobre el Directorio, amenazándole con la división de las Fuerzas Armadas. Esta conjura, que tenía más visos de restauración jurídica que de verdadera revolución política, culminaría en un convencional grito de rebeldía en forma de «Manifiesto al país». El pronunciamiento, previsto para la madrugada del 24 de junio, consistía en la difusión de una proclama redactada por Álvarez y firmada por Aguilera y Weyler, donde se denunciaba la radical impostura del Directorio al no contar con el pueblo ni con el Ejército, y se mostraba el deseo de reintegración de las Fuerzas Armadas «a sus peculiares fines», mediante un periodo transitorio de control militar que restablecería la legalidad constitucional, garantizaría elecciones libres y mantendría el orden La parte ejecutiva del plan contemplaba la iniciación del movimiento en Valencia, donde conspiraban los coroneles Sánchez Monje y Bermúdez de Castro Bilardebó y se esperaba la llegada del general al tiempo que el movimiento era secundado en Madrid y Barcelona, y Romanones y Álvarez harían una gestión sobre el rey, al que exigirían la destitución de Primo y el nombramiento de un Gobierno de transición dirigido por el propio Aguilera o por Álvarez.

El plan comenzó a torcerse con la amnistía otorgada el 18 de mayo de 1926 a los opositores al régimen, y con el estallido de tensiones entre los conjurados, especialmente entre los políticos liberales y la Libre Alianza (comunistas, cenetistas y nacionalistas catalanes) por otro. Las discrepancias también afectaban al Ejército: los viejos generales de raigambre liberal eran partidarios de un mero retorno a la normalidad constitucional, mientras que los jefes de menor edad y a caballo entre el constitucionalismo y el republicanismo, como López de Ochoa, Batet, Riquelme o Queipo, eran los valedores de la postura accidentalista, sustanciada en la convocatoria de una Asamblea Constituyente que decidiera el futuro régimen político que debía establecerse en España. Por último, la oficialidad joven del Comité Militar Revolucionario (donde figuraban comandantes como Franco y Sancho o capitanes como Fermín Galán y Juan Perea), ideológicamente mucho más avanzada e impaciente por actuar, había conectado con la CNT y con el Comité de París presidido por Macià para impulsar una revolución que partiera de las guarniciones catalanas y estableciera una República federal anarco-tecnocrática.

El complot, abiertamente aireado en la prensa, comenzó a ser desarticulado por la Policía el 23 de junio de 1926. Abrumado por la enérgica respuesta del Gobierno, la reacción hostil del capitán general de Valencia, la defección de buena parte de la oficialidad comprometida y por la imposibilidad de establecer enlaces con las guarniciones implicadas (en Madrid, Galicia, Andalucía y Cataluña), Aguilera trató de huir hacia Barcelona, y fue detenido en Tarragona junto con el coronel Batet. Queriendo minimizar los sucesos, o quizás deseando hacer gala de su peculiar sentido del humor, Primo de Rivera asestó su personal «palmetazo», y endosó el 2 de julio enjundiosas multas extraordinarias a los principales Un Consejo de Guerra celebrado en el CSGM del 1 al 8 de abril de 1927 condenó al general Aguilera 6 meses y un día de prisión correccional, al coronel García a 8 años de prisión mayor, y al coronel Bermúdez de Castro, los capitanes Fermín Galán y Juan Perea y el teniente Jesús Rubio Villanueva a 6 años y un día. El castigo relativamente benévolo impuesto a los participantes en la «Sanjuanada» fue contemplado por la mayoría de la opinión pública con agrado e incluso con malévolo regocijo. Era evidente que la Dictadura no concitaba grandes adhesiones, pero no lo era menos que el apoyo popular a un movimiento insurreccional era aún muy débil.

Durante cerca de un año, ninguna organización pareció tener el suficiente grado de cohesión interna, liderazgo y coherencia programática como para asumir la iniciativa política y articular un vasto movimiento de rebelión a escala nacional. En este impasse, el conflicto del dictador con los Cuerpos de Artillería e Ingenieros por la errática política de ascensos jugó un papel decisivo, al vertebrar y dar continuidad a la labor de resistencia a la Dictadura, y proporcionar una base militar de cierta estabilidad a las sucesivas tramas

La segunda etapa, que podríamos datar de mediados de 1926 a inicios de 1929, fue presidida por una figura de reconocido prestigio del partido conservador: José Sánchez Guerra, apoyado desde el interior de España por el exministro liberal Miguel Villanueva y Gómez. Las insistentes declaraciones de Primo, prolongando, consolidando e institucionalizando su sistema de gobierno, estimularon de nuevo a los políticos a intensificar su tarea de oposición. Como si de la rivalidad política impuesta por el turno pacífico se tratara, el fracaso de la opción conspirativa liberal en junio de 1926 facilitó la asunción del liderazgo antidictatorial por el partido conservador. Sánchez Guerra aparecía como alternativa «natural» al agotamiento del proyecto subversivo liberal. El político cordobés mantenía desde tiempo atrás una actitud decidida de oposición al Directorio, pero ello no implicaba una participación activa en su derrocamiento. Su propuesta política de entonces reflejaba sin cambio alguno la postura del sector más moderado de la plataforma subversiva de 1925-1926: el retorno a la Constitución de 1876 y la formación de un nuevo Gobierno presidido por un general prestigioso, probablemente el palaciego Berenguer. Esta elección puede entenderse como indicio de la connivencia más que probable del rey, cuyas divergencias con el dictador, notorias desde hacía tiempo, se habían acentuado tras el «paso del Rubicón» que suponían la formación del Directorio Civil, la constitución de la Unión Patriótica como partido del Gobierno y los primeros pasos para la implantación de un nuevo sistema parlamentario y constitucional.

La ruptura de Sánchez Guerra con el régimen dictatorial acabó por consumarse cuando Primo anunció en julio de 1926 la convocatoria de una Asamblea Consultiva, previo plebiscito a efectuar en septiembre: el 19 de ese mes envió una carta particular al rey donde rechazaba toda sedición o indisciplina militar, y protestaba contra la idea de una cámara parlamentaria que diese marchamo de legalidad al En una carta-manifiesto que hizo pública en San Sebastián el 13 de septiembre de 1927 con motivo de la convocatoria a la Asamblea Nacional Consultiva, y que recogía la misiva que había hecho llegar al rey el año anterior, Sánchez Guerra alzaba «bandera de rebeldía». Aludiendo a las sombras que se cernían sobre los proyectos de normalización constitucional, afirmaba que «si se cierran todos los caminos, si ellos resultan definitivamente proscriptos en España, yo procuraré por todos los medios restaurarlos y repatriarlos, y si no lo consiguiera, entonces, y aun haciendo los sacrificios necesarios, iría e iré a buscarlos donde ellos puedan estar y yo tenga la seguridad de Acto seguido, siguió los pasos de Prim o Ruiz Zorrilla, e inició en París un voluntario destierro. En su representación quedaron en Madrid un Comité militar y otro civil, este último dirigido por Miguel Villanueva, tesorero del complot y director de una Junta Central Revolucionaria formada por figuras políticas tan variopintas como Burgos y Mazo, Romanones, Aguilera, el marqués de Lema y Melquiades Álvarez. El proyecto se articulaba, como en la época de O’Donnell y de Prim, alrededor de una «plataforma mínima» de todas las tendencias liberales que facilitase la colaboración con los elementos militares y con las fuerzas extraparlamentarias y antidinásticas. La conjura contaba además con una participación militar más amplia (el Cuerpo de Artillería y generales como Cabanellas o Castro Girona), y tuvo como objetivo una verdadera reforma que salvaguardase en esencia la integridad del sistema socioeconómico, pero sin hacer de la titularidad de la Monarquía o de su continuidad como régimen político cuestiones innegociables. Su proyecto político, similar al programa que defendería el constitucionalismo en el último año de la Monarquía, era la convocatoria de unas Cortes Constituyentes que redefinieran el papel de la Corona y de las altas instituciones del Estado –sobre todo el Ejército– en un sentido aceptable para la cada vez más firme oposición republicana que colaboró activamente en la conjura. En la segunda mitad de 1927, Sánchez Guerra intentó concertar un frente unido con los republicanos y los socialistas, que a cambio de la libertad para sus presos y para su organización y propaganda, contrajeron los compromisos de colaborar con cualquier acción que derribase la Dictadura y no promover huelgas o conflictos en el medio año siguiente a la instauración del nuevo A mediados de septiembre, una veintena de exministros y políticos de la oposición (Sánchez de Toca, Romanones, García Prieto, Álvarez, Lerroux, Alba, Blasco Ibáñez…) acordó en Hendaya apoyar el futuro movimiento

A partir de 1927-1928, la negativa del PSOE y la UGT a participar en la Asamblea Consultiva; el divorcio con los universitarios, los intelectuales y el nacionalismo catalán; la consumación de la ruptura interna del Ejército; el mantenimiento de los litigios entre los diversos grupos de presión económica y los fracasos en la movilización política de las masas conservadoras y en el establecimiento de un sistema socioeconómico de naturaleza corporativa eran muestras patentes de que la Dictadura no estaba en condiciones de culminar su misión histórica y estaba condenada a desaparecer a medio plazo, aunque este podía acortarse si se efectuaba un adecuado acto de rebeldía. Sin embargo, el fracaso de la tentativa macianista en Prats de Molló en el otoño de 1926 entorpeció los preparativos constitucionalistas, y, al parecer, radicalizó las posturas de los grupos más castigados por la represión. Durante el verano de 1928, Sánchez Guerra trató de ganarse a las fuerzas catalanas de oposición a la Dictadura a través del abogado Lluís Companys, miembro del Partit Republicà de Catalunya, quien propició la creación de un Comité Revolucionario de Cataluña con sede en Barcelona formado por cenetistas, socialistas, comunistas, republicanos radicales o También entabló contacto con dirigentes comunistas, con cenetistas como Pestaña y con viejos republicanos como Lerroux y Blasco Ibáñez, que actuaron con reservas, tratando de impulsar el complot hacia sus propios intereses. Y es que, como en anteriores intentonas, el movimiento se encontraba peligrosamente flanqueado por iniciativas de tono más extremista. En concreto, diversos oficiales y soldados de las guarniciones de Barcelona y Tarragona, como Fermín Galán, se disponían a impulsar un complot paralelo de carácter republicano federal.

El declive irreversible de la posición política de la Dictadura estimuló la convergencia de las tres grandes ramas de la conspiración: la constitucionalista, la artillera y la republicana. En esta ocasión se trataba, en su versión más moderada, de establecer un gobierno de consenso durante un año, tras el cual se realizaría un plebiscito para decidir entre monarquía o república. La trama conspirativa contaba con el apoyo de constitucionalistas (encabezados por Sánchez Guerra) republicanos, sindicalistas, militares, macianistas o lligaires, y el plan de asalto al poder preveía la proclamación el 13 de septiembre de 1928 de una huelga general revolucionaria convocada por la CNT, el levantamiento de unidades pertenecientes a las guarniciones de Madrid, Barcelona, Valencia y Zaragoza, y la formación de juntas administrativas republicanas como fundamento del contrapoder revolucionario. En la práctica, la base política del movimiento era la Alianza Republicana, que dio instrucciones a sus «comisarios» para que constituyeran con el resto de las fuerzas políticas antimonárquicas unas juntas provinciales –sintomáticamente, se prefirió este término de resonancias decimonónicas al más moderno de «comité»–, que declararían la huelga general para facilitar la movilización popular y organizarían grupos de «hombres de confianza capaces de ejercer funciones en resguardo de las personas, las haciendas y las cosas, por si el entusiasmo, la contienda de la lucha degenerase en desorden anárquico o en El clásico miedo al desbordamiento popular de la revolución seguía muy presente en el ánimo de los republicanos españoles a fines de los años veinte.

Precisamente en la jornada conmemorativa del quinto aniversario de su pronunciamiento, Primo ordenó el acuartelamiento de las fuerzas militares ante un movimiento sedicioso que consideraba inminente, y que zanjó con la detención de entre 200 y 300 políticos y militares. A fines de noviembre, el dictador buscó otro medio para desactivar la conjura, y mandó al general Sanjurjo a negociar con Sánchez Guerra el abandono de la conspiración a cambio de un suculento puesto diplomático. La negativa del dirigente conservador a aceptar esta componenda condujo a la defenestración de Sanjurjo de su puesto de alto comisario en El 14 de enero de 1929 se firmó el acuerdo de constitución de un Comité Revolucionario compuesto por tres miembros: un militar (probablemente, López de Ochoa), un monárquico (Sánchez Guerra) y un republicano (Lerroux, propuesto por El programa político de la plataforma antidictatorial había adquirido un nuevo y trascendental matiz: si bien Sánchez Guerra proclamaba que el levantamiento era constitucionalista, López de Ochoa preveía la convocatoria de Cortes Constituyentes previo alejamiento de España de Alfonso XIII, y la decisión sobre el futuro del régimen monárquico a través de la convocatoria de un referéndum.

La clave del éxito del plan radicaba en la iniciativa que pudiera desplegar Sánchez Guerra en Valencia, apoyándose en la aquiescencia del capitán general Alberto Castro Girona y en la convocatoria de una huelga general. Se preveía que al pronunciamiento en la capital levantina se unieran casi toda la Artillería, la Aviación y generales como Cabanellas en Madrid, López de Ochoa y el comandante Mena en Barcelona y Queipo de Llano en Murcia. Las fuerzas políticas y obreras también se lanzarían a la calle, y 24 horas después, cuando Madrid hubiese quedado desguarnecida, se levantarían las unidades conjuradas de la capital, que apresarían a Primo y al rey. Don Alfonso sería expulsado del país y el Gobierno Provisional, formado en Valencia por Sánchez Guerra, convocaría elecciones a Cortes Constituyentes.

Tras varios aplazamientos, obligados por la estrecha vigilancia policial y las desavenencias internas, la intentona fue fijada para la madrugada del 29 de enero de 1929. Sin embargo, la sublevación prematura de las fuerzas del regimiento de artillería ligera de Ciudad Real en la noche del 28 al 29, y la falta de apoyo padecida por Sánchez Guerra tras su accidentada llegada a Valencia (sólo en Alcoy se declaró una huelga general que duró cuatro días) frustraron todo el Sánchez Guerra se entregó sin resistencia en la mañana del día 30, pero su absolución en un Consejo de Guerra celebrado en Valencia del 25 al 28 de octubre confirmó la licitud de un acto de resistencia contra un régimen ilegítimo de origen y ejercicio, y fue interpretado como un gesto de censura del Ejército contra

A inicios de marzo, Romanones, Bugallal y Sánchez de Toca habían solicitado una audiencia al rey para urgirle la vuelta al régimen constitucional, pero don Alfonso, resignado a vincular su destino al de Primo, se negó a cualquier tipo de acuerdo. El movimiento de Sánchez Guerra selló el principio del fin de la monarquía, al acelerar la defección de los partidos históricos y atraer hacia el bando antidinástico a hombres clave en una hipotética normalización política, como Villanueva, Álvarez, Bergamín, Burgos y Mazo o Alba. A partir del fracaso de esta nueva propuesta insurreccional de superación de la Dictadura, el debate constituyente se ampliaba de forma irremediable, no solamente al titular del trono, sino a la viabilidad del régimen monárquico en su conjunto. La rebelión encabezada por Sánchez Guerra había demostrado que el impuso militar resultaba insuficiente para el éxito de un movimiento armado que se seguía entendiendo como un pronunciamiento al viejo estilo. Este anacronismo fue captado con prontitud por algunos de los políticos dinásticos, que trataron de buscar un apoyo de masas a través de acuerdos puntuales con republicanos y socialistas.

Tras la intentona de Sánchez Guerra, el recrudecimiento del conflicto artillero con una nueva disolución del Cuerpo el 20 de febrero (que suscitó el primer enfrentamiento grave entre el Rey y Primo), las críticas cerradas al anteproyecto de Constitución que fue hecho público ese verano, y el fracaso en agosto de la ampliación de la Asamblea Nacional por la negativa a colaborar de los socialistas, Colegios de Abogados y Universidades, acentuaron la crisis del régimen. A pesar del fracaso del pronunciamiento de inicios de 1929, en Madrid continuó funcionando la junta conspirativa constitucionalista, que se reunía periódicamente en el domicilio de Miguel Villanueva. Este retomó las riendas de un complot que concitaba adhesiones cada vez más extensas. En esta tercera etapa de franca decadencia del Directorio Civil, el complot antidictatorial adoptó la forma de un frente amplio, cuya dirección seguía estando nominalmente en manos de políticos conservadores como el marqués de Lema o Burgos y Mazo (en Sevilla) y de militares como Goded (gobernador militar de Cádiz), quien se mostraba dispuesto a encabezar una «repetición de la marcha de Alcolea» que comenzaría en Cádiz el 15 de febrero de 1930. Esta vez, los constitucionalistas contaban incluso con la benevolencia –que no abierta colaboración– de don Alfonso, que había terminado por comprender que desembarazarse de Primo cuanto antes era la única oportunidad que disponía para salvar su propia situación y la de la monarquía. A la altura de diciembre de 1929, don Alfonso buscaba sin rebozo un sustituto del dictador, pero los viejos políticos se negaron a propiciar un Gobierno de recambio sin la convocatoria previa de las Cortes. En una tormentosa reunión del Consejo de Ministros que tuvo lugar el último día del año, el rey se negó a caucionar un plan de vuelta a la normalidad política. Hacia el 18 de enero de 1930, el infante don Carlos de Borbón, capitán general de Andalucía, llamó a su cuñado, y le recomendó sin rodeos la destitución del marqués de Estella. A imagen del chantaje de Milans sobre Romanones en marzo de 1919 o del mismo Primo de Rivera sobre García Prieto en septiembre de 1923, la presión de una guarnición importante, representada orgánicamente por su capitán general, pretendía dar al traste con un Gobierno fragilizado por los desencuentros con el Ejército, las divisiones internas y la desconfianza del rey.

Primo de Rivera esbozó un último gesto de defensa: sabedor de que el levantamiento estaba previsto para mediados del mes siguiente, el 25 de enero se apresuró desmentir la actividad sediciosa de Goded, a quien tributó un elogio tan encendido como sospechoso, y declaró que el complot y las tensiones con las guarniciones andaluzas eran «un nimio Al hacerse pública su voluntad de rebeldía, y con el temor de ser objeto de una celada que, como sucedió con Castro Girona, acarreara su destitución, Goded decidió adelantar la fecha del levantamiento al día 5 de febrero, al tiempo que, el 26 de enero, advirtió a sus enlaces con el Comité Revolucionario que «quiere un movimiento militar, de fuerzas militares; que tiene miedo a una manifestación popular, que no sabe hasta dónde

La partida donde la Dictadura se estaba jugando su futuro transcurrió a toda velocidad en las estancias de Palacio y los conciliábulos de los diversos grupos implicados en la conjura. Primo, que había exigido sin éxito a don Alfonso la destitución de su cuñado por abierta simpatía con el movimiento de Cádiz, intentó un último golpe de efecto: el día 26 manifestó en una nota oficiosa su voluntad de elevar una consulta a los capitanes generales, para que con su autoridad arbitrasen la ejecutoria de la Dictadura y zanjasen las «intrigas altas y bajas» que alimentaban la latente Tal como aceptó en septiembre de 1923 el ministro de la Guerra, general Aizpuru, o como lo harían Berenguer el 13 de abril de 1931 y Martínez Barrio el 19 de julio de 1936, las órdenes sobre el Ejército se sustituían por un sondeo de voluntades, síntoma palmario de que las altas instancias gubernamentales y castrenses habían perdido la fe en el orden político que debían La famosa encuesta al Ejército fue un último paso en falso en varios aspectos. En primer lugar, era un reconocimiento tácito de que la legitimidad última del régimen permanecía depositada en el Ejército, no en fantasmales plebiscitos populares o en ficciones pseudoparlamentarias. En segundo término, colocaba a unas Fuerzas Armadas acuciadas por una grave crisis de disciplina ante la incómoda tesitura de tener que juzgar la labor y la licitud de un régimen que había sobrevivido casi en exclusiva gracias a su apoyo institucional. En tercera instancia, era un último desaire al rey, quien había provocado la crisis de confianza, pero al que, como en septiembre de 1923, se le colocó ante un hecho consumado que anulaba su potestad de arbitraje, desaparecida de hecho con la ruptura del consenso constitucional siete años atrás. Desautorizado por don Alfonso, Primo no obtuvo en las ambiguas contestaciones de la jerarquía militar llegadas durante el día 27 sino el débil apoyo de sus incondicionales Sanjurjo y Marzo. Aún en ese momento pretendió convocar la Asamblea Nacional para discutir la reforma de la Ley de Orden Público y el Estatuto de la Prensa, pero ante la inhibición del Ejército y de la Unión Patriótica, y su nula voluntad de seguir colaborando con la Monarquía, el marqués de Estella presentó la dimisión esa misma tarde. La Dictadura se marchaba tal como llegó: tras la intervención personal del rey y una trascendental, pero esta vez infructuosa, consulta

Después de un periodo de definición en favor o en contra de la Dictadura, las Fuerzas Armadas sufrieron a la caída de esta el proceso inverso: la desmovilización política de la mayor parte de la oficialidad, que contrastaba con la radicalización de un sector minoritario de jefes y oficiales que habían optado, no sin dificultades y desencuentros, por defender a ultranza la monarquía o por coordinar la opción insurreccional constitucionalista-republicana. Con la llegada al poder del general Berenguer y la renuncia a la vía armada por parte de los constitucionalistas, gran parte de los mandos militares moderados –la mayoría de los de Andalucía, por ejemplo– abandonaron la conspiración, a la que muchos no retornarían hasta 1932. El Ejército como institución optó por el mal menor: automarginarse del pleito político, habida cuenta de los catastróficos resultados que había arrojado su función arbitral los años anteriores. Si en diciembre de 1930 se inhibió en el apoyo a la rebelión republicana, en abril de 1931 se abstuvo en la caída del sistema imperante, por el temor a un enfrentamiento interno que degenerara en guerra civil, en un proceso que algunos autores han calificado de pronunciamiento

En su intento de recomposición de los apoyos al régimen monárquico, la Dictadura liquidó el parlamentarismo liberal, y dejó en suspenso alguno de los elementos fundamentales del tradicional sistema de dominio oligárquico. Estos dos puntales básicos de la Restauración fueron sustituidos por una confusa mezcla de tecnocracia, conservadurismo doctrinal, patriotismo retórico y corporativismo. Y ello sin renunciar, por supuesto, a uno de los principios inmutables de la Dictadura: la garantía permanente y activa del orden público, tal como fue exigida por la burguesía catalana en los prolegómenos del golpe militar. Sin embargo, a pesar de su innegable impregnación sobre el cuerpo social y el aparato del Estado, el militarismo primorriverista se vio constreñido por los límites que impusieron las discordias internas y el desgaste institucional del Ejército; resultados ambos de la burocratización en el ejercicio del poder y de su supeditación al régimen dictatorial, del que era su casi único sostén y su exclusiva fuente de legitimidad. La obsesión por evitar la efusión de sangre e impedir una fractura irreparable en el seno del Ejército permitió regular con eficacia el nivel de violencia tolerable por ambos bandos, en los que –no lo olvidemos– estaban presentes diversas facciones de la elite dirigente de la Restauración. Las tradiciones comunes, la intrincada red de amistades e intereses o la coincidencia en aceptar la figura del rey como referencia suprema y árbitro de la situación, fueron, entre otros, factores que impusieron la observancia de un cierto ritual y de un código deontológico de conducta «honorable», heredados de las contiendas políticas del siglo anterior. Este compromiso moral casi generalizado en aceptar un cierto fair play a la hora de conquistar o conservar el poder por la fuerza era una rémora caballeresca heredada del romanticismo de la era isabelina, pero a lo largo de la Dictadura mostró una y otra vez su contrastada eficacia a la hora de limitar el conflicto, hasta el punto de que los actores principales de las tramas conspirativas preferían retirarse temporalmente del juego (como sucedió a los liberales a mediados 1926, a Sánchez Guerra a fines de 1929, o a Goded a inicios de 1930) antes que alimentar una espiral revolucionaria de consecuencias imprevisibles, y como premio a su prudencia recibían del Estado sanciones benévolas y poco duraderas, o recompensas adecuadas a sus méritos. Sólo los grupos extremistas (catalanistas, comunistas y anarquistas), sometidos a condiciones más duras de existencia clandestina, optaron –y no en todo momento, ni de forma unánime– por romper este «pacto de caballeros», y aplicar modalidades violentas mucho más extensas y destructivas, que eran replicadas desde el poder con unos apremios represivos que no se detuvieron ante las torturas o las ejecuciones sumarias. Como veremos más adelante, el final de la Dictadura abrió una etapa completamente nueva: el pacto implícito para la autolimitación de la violencia política saltó hecho añicos, puesto que ya no se dirimía el retorno a la normalidad constitucional o el mantenimiento del estado excepción dentro del campo de juego marcado por Cánovas en 1875, sino la misma supervivencia del régimen monárquico y la implantación de una legalidad sin deuda alguna con el pasado inmediato. El «bautismo de sangre» de esta nueva era de violencia se produciría el diciembre de 1930 con la derrota de la columna de Fermín Galán en Cillas y las ejecuciones subsiguientes, que marcarían la pauta para un desarrollo mucho más metódico y despiadado de las luchas

EL INSURRECCIONALISMO EN LA CRISIS FINAL DE LA MONARQUÍA (1930-1931)

El Gobierno Berenguer heredó buena parte de los problemas que Primo de Rivera no pudo solucionar, sin por ello gozar de su omnímodo poder de decisión: las tensas relaciones con una clase política atomizada, desorganizada y llena de rencor hacia el rey y sus colaboradores más inmediatos; el retorno a los cuarteles de un Ejército dividido, poco fiable para mantener el orden público y con una fracción nada desdeñable del mismo en pleno proceso de radicalización; la reforma urgente de una estructura de control social obsoleta e ineficaz para los retos que le planteaba la irrupción de las masas populares en la vida pública. Y, por último, la recomposición del consenso político con unos grupos dominantes presos de la mayor confusión y desorientación, que no sólo fueron incapaces de consensuar un retorno razonable al sistema constitucional, sino que fracasaron incluso en la reestructuración de un sistema operativo de control político o, al menos, en su esfuerzo de oponer una resistencia seria, coordinada y de conjunto a la cada vez más potente oposición republicana.

En 1930, la oposición a la Monarquía dejó de ser clandestina para salir a la luz del día mediante la movilización de masas (huelgas, mítines, manifestaciones, motines estudiantiles…), las tomas públicas de posición de los intelectuales y políticos, y las múltiples presiones procedentes de las organizaciones Pero, a pesar de gozar de una estructura de oportunidades tan favorable, los republicanos incurrieron en los mismos errores cometidos por liberales y constitucionalistas a la hora de forjar un instrumento subversivo eficaz. El empeño en mantener la pauta de un frente amplio que diera cobertura política a una insurrección predominantemente castrense dio al traste con el complot, que estalló prematuramente a mediados de diciembre de 1930. Las fuerzas monárquicas no supieron extraer las enseñanzas de semejante fiasco revolucionario, mientras que los republicanos acabaron por comprender que era el pueblo, y solo él, quien debía arrogarse el protagonismo del cambio político. La crisis tuvo un desenlace no por inesperado menos lógico: la proclamación de la República en volandas de una jubilosa movilización de masas, tras el triunfo republicano en las elecciones municipales del 12 de abril de 1931.

El «Pacto de San Sebastián» y la revolución frustrada de diciembre

El fracaso de la intentona de Sánchez Guerra y la crisis interna del verano de 1929, que se tradujeron en el abandono de Marañón, Pérez de Ayala, Jiménez de Asúa, Marcelino Domingo y Albornoz, no destruyeron la Alianza Republicana, sino que por el contrario la transformaron en la única plataforma política capaz traer la República actuando como puente entre los republicanos, los sindicalistas, los militares comprometidos y el conjunto de la opinión pública progresista. La escasa operatividad del modelo aliancista para conquistar el poder por medios legales llevó a los republicanos a intentar desde el verano de 1930 la concertación de un acuerdo muy inestable con el movimiento obrero, el nacionalismo catalán y parte del Ejército, con vistas a derribar la Monarquía por la vía insurreccional. El 17 de agosto, los representantes de las diversas fuerzas políticas comprometidas en la acción antimonárquica fueron convocados en San Sebastián por la Unión Republicana para concertar un acuerdo mínimo de actuación que abriera una alternativa real al régimen El llamado «Pacto de San Sebastián» contempló el derecho de autodeterminación de Cataluña, la convocatoria de Cortes Constituyentes y la creación de un Comité Revolucionario Nacional (CRN) que en el momento oportuno alumbraría un Gobierno Provisional, y que fue encargado de establecer contacto con socialistas, comunistas y anarcosindicalistas, y de buscar el apoyo del Ejército para un eventual levantamiento. En líneas generales, el CRN trató de cubrir la función de rival competente del Gobierno con menor empeño del que tuvo en difundir al público la imagen misma de ese contrapoder, merced a su oportuna transmutación en Gobierno Provisional en la sombra de la futura república. Esta calculada ambigüedad a la hora de exhibirse como principal alternativa al régimen monárquico era un buen indicio de que los responsables republicanos deseaban mantener abiertas las vías armada y electoral para la conquista del poder.

Las relaciones del CRN con los militares se canalizaron a través de una organización secreta: la Unión o Asociación Militar Republicana (AMR), creada en 1926 al tiempo que la Alianza Republicana, y dirigida sucesivamente por los generales López de Ochoa y Queipo de Llano. La AMR, inspirada en la organización homónima zorrillista, tuvo un predicamento muy escaso, ya que sólo contó con unos 200-300 afiliados de un total de más de 22.000 jefes y oficiales, y entre ellos no había coroneles ni jefes con mando directo de tropa, sino generales en la reserva y sin mando. Pero estas circunstancias no desmienten la inquietante deriva de la mayoría de la oficialidad hacia el abstencionismo político en caso de amenaza evidente para la monarquía. Ese mismo verano, en el entorno de la AMR se comenzó a diseñar el primer plan insurreccional: el general José Fernández Villabrille, segundo cabo de la Capitanía de Burgos, concibió un plan convergente sobre Madrid: él mismo sublevaría Logroño, López de Ochoa haría lo propio en Lérida con el apoyo de la guarnición de Jaca, y Miguel Núñez de Prado tomaría Burgos, mientras que en Barcelona se levantarían los sindicalistas de la CNT. En los aledaños de la capital, el comandante Ramón Franco se apoderaría del aeródromo militar de Cuatro Vientos, desde donde despegaría al frente de una escuadrilla para bombardear el Palacio de Oriente y los cuarteles que se declarasen hostiles al movimiento. Por su parte, Queipo de Llano mandaría desde Campamento una columna que ocuparía los puntos neurálgicos de

Desbordado por el despliegue conspirativo de los militares, y entorpecido por la labor autónoma del líder republicano Alejandro Lerroux, que se mostraba favorable a una acción exclusivamente castrense, el CRN actuó de forma bastante descoordinada, a pesar de haber creado desde octubre filiales en todas las regiones. Su mayor empeño se dirigió a recabar la colaboración del movimiento obrero, que se encontraba sumido en una intensa oleada de huelgas desde febrero de 1930. Al tiempo que intentaba pactar con la alianza revolucionaria sólidamente establecida en Cataluña, el CRN comenzó a negociar con los socialistas una conjunción, no de carácter electoral como antaño, sino con fines netamente insurreccionales. La aceptación por el PSOE y la UGT del proyecto político esbozado en San Sebastián resultaba el contrapeso ideal al excesivo predominio castrense, ya que colocaba a los republicanos como árbitros de estos dos fuertes impulsos colectivos y los transformaba en principales beneficiarios de la futura revolución. Pero desde sus primeros contactos con los representantes del «Comité del Ateneo» (la denominación informal de los representantes del CRN radicados en Madrid), los socialistas Besteiro y Saborit –que habían actuado como interlocutores de los republicanos en el fracasado proyecto revolucionario de 1917– mostraron su desagrado ante la falta de seriedad de la organización clandestina que se estaba poniendo en marcha, y pusieron como condición sine qua non de la implicación socialista la consumación efectiva de la tantas veces postergada unión Los líderes socialistas tenían la conciencia de ser la única reserva democrática en caso de un más que probable fiasco insurreccional del republicanismo, y lo que era para ellos aún más importante, «una repetición de lo ocurrido cuando la huelga del 17, alejaría para muchos años cualquier intento renovador público, y dejaría destruido, por más años aún, al partido socialista, cuyas masas quedarían, en parte acobardadas, y en parte emigrarían al comunismo y al sindicalismo». Por lo tanto, exigieron a los republicanos que se les garantizase, por medio de la presencia de mandos militares en activo, que el Ejército estaba dispuesto a sumarse al movimiento. La opinión predominante en los medios del partido obrero era «que no se repetiría lo que ocurrió cuando la huelga del 17, por, entonces, hacer caso a los políticos civiles Por su parte, Prieto, que había acudido a la reunión de San Sebastián a título personal, insistía en la necesaria unidad de acción política con los republicanos, y en la insurrección conjunta e inmediata como únicos medios para subvertir el régimen antes de que superara la crisis postdictatorial, tal como había expuesto en su conferencia pronunciada en el Ateneo el 25 de abril Presionados por sus bases –sobre todo por la recién creada FNTT y por los mineros asturianos afectados por la crisis de posguerra–, y acuciados por la renovada ola de conflictividad laboral iniciada en la primavera, los dirigentes socialistas decidieron proseguir los contactos con los conspiradores republicanos: en una reunión plenaria del Comité Nacional del PSOE celebrada el 15 de septiembre se acordó nombrar una Comisión que negociase con el CRN.

No fue sino a comienzos de octubre cuando, espoleado por la persecución gubernativa y por la defección inminente de una parte de los militares comprometidos, el CRN comenzó a organizar en serio una huelga y una sublevación armada a escala nacional que quedaron fijadas para el día 28, para la cual contaba con la implicación de oficiales descontentos de hasta 27 Al corriente de estos planes, Besteiro informó a las Comisiones Ejecutivas del PSOE y de la UGT reunidas conjuntamente el 5 de octubre. Por fin, el día 20, una nueva reunión de ambas Ejecutivas acordó la participación en el CRN y el desempeño de tres carteras en el futuro Gobierno Provisional. La facción caballerista, dominante en la burocracia sindical, había volcado toda su influencia en favor de la implicación en el complot atendiendo a dos razones muy poderosas: el temor a que se hiciera el movimiento sin su presencia, y la presión interna impuesta por la radicalización de sus bases, como respuesta al aumento de los conflictos laborales y el carácter crecientemente político de estos. La colaboración socialista en la insurrección se sustanciaría en declarar la huelga general donde no se produjera el movimiento revolucionario, que tendría un carácter fundamentalmente La ambigüedad de estas instrucciones respecto a la eventual ayuda a prestar por y a las Fuerzas Armadas produciría en diciembre de 1930 un mar de confusión en la organización socialista.

En contraste con la determinación conspirativa de las formaciones independentistas, la actividad clandestina del republicanismo en Cataluña fue irrelevante, al menos hasta Más que impulsar la insurrección en el Principado, el CRN hubo de mediar entre dos impulsos subversivos difícilmente conciliables y a menudo rivales: el del sindicalismo cenetista y el del universo heterogéneo de partidos y grupúsculos nacionalistas, republicanos y marxistas. El Comité Revolucionario Catalán, en el que participaban desde 1927 EC, CNT, PRR, USC, PRC, federales y comunistas tenía como máximos animadores a Lluís Companys y a Jaume Aiguadé, este último militante de la USC que también actuaba como responsable de la organización macianista del interior, que deseaba vincular a la CNT al esfuerzo revolucionario. La actitud que adoptaría la central anarcosindicalista era la gran incógnita del proyecto subversivo catalán, y uno de los más grandes motivos de preocupación para el Comité conspirador de Madrid. Desde 1926, la Alianza Republicana había entrado en contacto con el sindicato confederal para movilizarlo en contra de la monarquía. También a inicios de 1930 se había relanzado el Comité de Acción anarquista de Badalona, creado a fines de 1926 para impulsar un movimiento subversivo en Cataluña. Los días 16 y 17 de febrero de 1930, el Pleno de delegados de las Regionales de España de la CNT designó un nuevo Comité Nacional encabezado por Progreso Alfarache, Manuel Sirvent y luego por Ángel Pestaña, al que se concedió amplias facultades para concertar con las fuerzas políticas. Esta actitud, avalada por las corrientes posibilista y ortodoxa del movimiento sindical, provocó graves fricciones con el sector anarquista, empeñado en un antipoliticismo que sólo aceptaba una confluencia táctica y puramente coyuntural con los partidos antimonárquicos.

La firma por parte del destacado dirigente cenetista Juan Peiró del «Manifiesto de Inteligencia Republicana» signado por republicanos y catalanistas en marzo de 1930, avivó la polémica. Los anarquistas reaccionaron a este acercamiento de la dirección cenetista a los republicanos declarando olímpicamente su indiferencia ante las formas de gobierno, reafirmando su opción por la acción directa sin apoyo de los políticos, y propugnando incluso la creación de grupos armados independientes. En un Pleno Nacional celebrado clandestinamente en Blanes los días 17 y 18 de abril, Pestaña llamó repetidamente a la prudencia, e instó a que los grupos de acción anarquistas renunciasen a toda actividad violenta en solitario, ya que la CNT estaba colaborando con los republicanos, y al mismo tiempo se encontraba negociando su propia legalización con el Gobierno Berenguer. A mediados de junio, destacados miembros de la CNT, como Pestaña, Peiró, Alfarache, Pere Foix, Ramón Negre, Francisco Arín, José Elizalde y Juan Saña, decidieron actuar de consuno con el grupo de militares y de técnicos de la guarnición de Barcelona, con los que habían venido colaborado en diversos complots durante la Dictadura.

El sector libertario del movimiento cenetista, que no había echado en saco roto la traumática experiencia de su colaboración con «los políticos» en las conspiraciones antidictatoriales, optó por emprender una aventura insurreccional en solitario. Como instrumento coordinador del complot, relanzó ese verano de 1930 el Comité de Acción Revolucionaria, siempre en estrecho contacto con el Comité Regional de la CNT catalana, controlado por los anarquistas y en relación con los militares de extrema izquierda de la guarnición de Barcelona afines al capitán Galán. Las tensiones entre el Comité de Acción Revolucionaria de Barcelona y el Comité Nacional de CNT, en relación cada vez más estrecha con los partidos del «Frente de San Sebastián», se mantuvieron durante todo ese verano. Pero los múltiples contactos de los líderes cenetistas con los republicanos se caracterizaron siempre por los continuos tira y afloja respecto a los medios de acción y a las contrapartidas a obtener de manos de los responsables del complot que se estaba urdiendo desde Madrid. Tanto Maura como Alcalá-Zamora se negaron de plano a entregar el arsenal solicitado por los dirigentes sindicalistas, temerosos de que un alzamiento obrero en toda regla arruinase sus aspiraciones a liderar el juego político de la revolución española.

A inicios de octubre de 1930, los políticos de Madrid restablecieron por mediación de Rafael Sánchez-Guerra negociaciones oficiosas con el Comité Nacional cenetista, con vistas a coordinar sus esfuerzos con los políticos catalanes para lanzar a fines de mes una intentona insurreccional. Como de costumbre, el Comité Nacional de la CNT apoyaba la realización de un levantamiento callejero, pero no se mostraba especialmente entusiasmado por implicarse de lleno en el complot republicano, al habérsele negado en agosto el «armamento del pueblo» con ocasión de una entrevista mantenida con Rafael Sánchez-Guerra. A pesar de no llegarse a un pacto definitivo, la dirección confederal aceptó sin excesiva convicción mantener la huelga general mientras durase el próximo movimiento revolucionario. Pero al final, el Comité Nacional de la CNT decidió abandonar sus compromisos con los republicanos y ofrecer su apoyo al Comité Técnico-Militar de Barcelona, siempre que se le proporcionaran armas o medios para adquirirlas.

La impaciencia del sector más militante de la CNT, y posiblemente su temor a una manipulación por parte de las fuerzas políticas republicano-socialistas, se desgranó en un rosario de paros revolucionarios que afectaron a buena parte del país (Sevilla, Málaga, Murcia, Huelva, Zaragoza, La Coruña, Valencia, poblaciones de Asturias, Guipúzcoa, Vizcaya y Barcelona) desde fines de septiembre hasta mediados del mes siguiente. A mediados de octubre, cuando la CNT estaba a punto de proclamar la huelga general revolucionaria, la DGS detuvo a los principales responsables del complot técnico-militar-sindicalista: Alejandro Sancho, Ramón Franco, Manuel Sirvent, Pere Foix, Sebastià Clara y Ángel El CRN de Maura y el Comité Militar de Queipo también sufrieron las consecuencias de la represión: Lerroux, Alcalá-Zamora, Domingo y Azaña dieron con sus huesos en la cárcel, en compañía de un centenar de republicanos y sindicalistas.

El descalabro del complot anarcosindicalista catalán produjo importantes trastornos al resto de los grupos confabulados. La revolución prevista por el CRN para fines de octubre se malogró por las tensiones entre las diferentes corrientes de la conspiración, por la actuación policial, y, sobre todo, por la impaciencia cenetista, cuya intransigencia negociadora hacía degenerar conflictos laborales puntuales en huelgas generales de alcance revolucionario. La trama subversiva anarcosindicalista se hizo trizas por las crecientes tensiones planteadas entre los sindicalistas, partidarios de una acción revolucionaria meditada y concertada con el mayor número posible de fuerzas sociales y políticas, y los anarquistas, deseosos de emprender una acción inmediata. El fracaso de la subversión cenetista hizo inevitable la integración de las fuerzas políticas catalanas (los nacionalistas habían roto en junio las conversaciones con la CNT) en el plan subversivo que el CRN estaba diseñando a escala estatal. El 16 de octubre, mientras que este celebraba una reunión en El Escorial para diseñar un nuevo movimiento revolucionario centrado en un asalto convergente sobre Madrid –el denominado «plan Maura»–, el Comité Pro-Llibertat se transformaba en la sección catalana del CRN, que al tiempo se presentaba como una continuación del creado en 1928 por Companys a petición de Sánchez Guerra.

Para evitar que una nueva intentona independiente diera al traste con el conjunto del plan, el CRN trató de conectar de forma seria con la CNT y el Comité de Acción anarquista, integrándolos en la medida de lo posible en los trabajos del Comité Revolucionario de Barcelona. Pero el simple rumor de una posible participación cenetista en el Comité político catalán llevó a una virtual ruptura entre el Comité Nacional del sindicato y el Comité de Acción Revolucionaria. La actitud hostil del sector más intransigente de la CNT, fundamentada en el mantenimiento a ultranza de la acción directa sin pactos con los políticos, condujo al alejamiento del sindicato de los centros vitales de la conspiración. Con todo, la organización confederal no se negaría a una participación condicionada en las huelgas y en los intentos insurreccionales iniciados por en CRN en la segunda mitad de 1930, e incluso manifestaría en más de una ocasión su voluntad de precipitarlos. Gran parte de la militancia anarcosindicalista se refugió en su tradicional actitud de revolucionarismo sectario, y se involucró en bizantinas discusiones sobre la pertinencia de una actuación política, preguntándose hasta qué punto una implicación en el tan traído y llevado proyecto revolucionario republicano-socialista podía tener o no un alcance subversivo que satisficiese sus expectativas de profundo cambio social.

Tras una entrevista con Miguel Maura y Ángel Galarza, a inicios de noviembre de 1930 el Comité Nacional de la CNT dio el visto bueno para convocar una huelga conjunta con la UGT, que se contemplaba como el detonante necesario de la revolución. Sin defender la República, la CNT parecía aceptar la instauración de un sistema democrático que ofreciera suficientes garantías para su desenvolvimiento como sindicato. Las relaciones entre el declinante Comité de Acción Revolucionaria anarquista y el CRN continuaron presididas por la mutua desconfianza, ya que los primeros temían una militarada sin participación de las masas, y los republicanos una radicalización del movimiento antimonárquico que enajenase el vital apoyo del Ejército y la simpatía de los sectores sociales más moderados.

A inicios de noviembre podía hablarse de una única conspiración en marcha (la del CNR), que podía ser eventualmente interferida por el insurreccionalismo residual del sector libertario de la CNT y de los jóvenes militares radicales que apoyaban esta tendencia, pero que esperaban el desenlace de la intentona patrocinada desde Madrid para iniciar su peculiar «segunda fase» revolucionaria, de carácter más popular y violento. Esto fue lo que, en definitiva, sucedió el 12 de diciembre con la intentona de Fermín Galán en Jaca.

Tras el aplazamiento de la huelga revolucionaria fijada para el 28 de octubre, el CRN volvió a la carga señalando nueva fecha (el 18-20 de noviembre) para la ejecución del «plan Maura». Una vez más, el proyecto subversivo hubo de ser pospuesto una semana debido a un incidente inesperado: los sangrientos incidentes producidos el día 13 en Madrid durante el entierro de cuatro obreros fallecidos en el hundimiento de una obra en la calle Alonso Cano, que fue el preludio para la proclamación por parte de la CNT de un paro general en toda Cataluña del 17 al 20 de noviembre. Este conato de huelga insurreccional trastocó de nuevo los planes del CNR, que, ante la puesta en alerta de la Policía, hubo de retrasar la fecha de la próxima tentativa al 13 de diciembre, y luego a la madrugada del 15 en Getafe, Campamento y Cuatro Vientos, desde donde se pensaba organizar una columna mixta que avanzara desde el Oeste y el Sur sobre una capital en la que las organizaciones obreras habrían proclamado la huelga general revolucionaria. Como en 1820, 1848, 1868, 1883 o 1886, eran los militares los que debían de dar el primer paso, como garantía para el mantenimiento de un cierto control social y político que pusiera dique a las aspiraciones, minoritarias o no, a una «revolución dentro de la

En ese momento intervino Galán, el máximo animador de la tendencia radical en el seno del Ejército, quien desde su cargo de delegado del CRN en Aragón inició la sublevación en Jaca. No fue, como puede observarse, una decisión impremeditada. En opinión del inquieto capitán, la insurrección inmediata se imponía como un acicate necesario frente a la pusilanimidad de los líderes revolucionarios madrileños. Además, ese fin de semana marchaban de permiso los más destacados oficiales monárquicos de la guarnición, y lo que era más importante, Galán había llegado a un acuerdo definitivo con los elementos obreros de Zaragoza para ir a la huelga general revolucionaria el mismo día 12. Como es bien sabido, la guarnición de Jaca se sublevó a las 4 de la mañana, ante la sorpresa de la delegación del CRN que había venido a imponer la contraorden. La columna de Galán, que partió a media mañana hacia Huesca, fue batida en la mañana del día 13 por fuerzas monárquicas en las cercanías del santuario de Tras ser sometido a un consejo de guerra sumarísimo el día 14, fue inmediatamente pasado por las armas junto con su compañero Ángel García

El 15 de diciembre, el Comité Nacional de la CNT hizo honor a sus compromisos y proclamó la huelga general, que en Barcelona tuvo visos insurreccionales: anarquistas, anarcosindicalistas, separatistas y comunistas se lanzaron a las calles, intentando sublevar varios cuarteles, tomar el aeródromo del Prat y organizar una expedición a Lérida para conectar con los grupos levantados a raíz de la rebelión de Jaca. A diferencia de las dudas ugetistas en Madrid, la CNT mantuvo con éxito el paro en Barcelona desde el día 17 al 24, pero el fracaso de la intentona enfrentó de nuevo al anarcosindicalismo con el Comité Revolucionario y sentó las bases de la hegemonía del ala radical faísta una vez proclamada la República.

En Madrid, las noticias procedentes de Jaca estimularon la pronta reacción de las autoridades: el estado de guerra se declaró el mismo día 12, y la guarnición de la capital quedó acuartelada el 14. Pero las malas noticias procedentes de Huesca acarrearon la temida defección de gran parte de los militares comprometidos. El complot acabó naufragando con la detención de varios integrantes de CRN, pero en la noche del 14 al 15 un grupo de militares encabezados por Ramón Franco decidió pasar a la acción, en un intento desesperado de mantener la tensión revolucionaria. La señal de rebelión la daría el vuelo de aparatos tras el toque de diana, y el lanzamiento de panfletos y de una bomba sobre el Palacio Real. A los socialistas se les comunicó que los aeroplanos volarían entre las 5:30 y las 6:00. Si, pasada esta hora, no sucedía nada, los obreros quedarían liberados de su compromiso de ir a la huelga. La discusión de madrugada sobre la necesidad de retrasar o no el movimiento condujo a que los aviones de Franco no salieran a la hora indicada –sobrevolaron Madrid hacia las 8 de la mañana–, y generaran en la dirección de la UGT un ambiente de incertidumbre que se tradujo en la desconvocatoria del paro general. La clave del fracaso del movimiento revolucionario en Madrid la tuvo la nula coordinación entre unos militares y unos dirigentes sindicales que no hicieron honor a los compromisos adquiridos. En la última sesión celebrada por la Ejecutiva de la UGT antes del movimiento se habló de declarar una huelga de apoyo donde existieran elementos militares comprometidos, y convocar a un paro pacífico en los lugares donde no hubiera implicación militar, para que las unidades del Ejército leales a la Monarquía no pudieran desplazarse a las zonas en rebeldía. Según Largo Caballero, había que declarar la huelga «salgan o no los militares», pero algunos enlaces de obediencia besteirista aludieron a la reunión de las Ejecutivas del PSOE y UGT de 14 de diciembre, donde se había decidido convocar el paro sólo si los militares se sublevaban o así lo exigía la evolución del movimiento huelguístico en las provincias. Esta ambigüedad de las decisiones tomadas, junto con la llegada de la noticia del fusilamiento de Galán y la detención del CRN a última hora del 14, condujeron a que la directiva local del sindicato socialista no cursase la orden de huelga general en la mañana del día 15.

En el resto de España, la respuesta al llamamiento del CRN y de las centrales sindicales fue amplia pero descoordinada. La convocatoria de huelga general fue secundada en 38 provincias, pero la orden de vuelta a trabajo fue dada el Tal fiasco no debe sorprendernos: a lo largo de su historia, los socialistas nunca fueron capaces de declarar un paro general revolucionario con visos de éxito. Así quedó demostrado en 1909, 1917 y 1930, y lo volverían a ratificar en octubre de La táctica de la insurrección fue utilizada por el socialismo de forma coyuntural y con visos defensivos en determinados momentos críticos para su propia supervivencia. Sea como fuere, el revés del diciembre de 1930 figura como un hito significativo en el proceso de enfrentamiento faccional en el seno del PSOE y la UGT, que desembocó durante la República en la radicalización ideológica y en la elección más consciente y decidida de opciones políticas basadas en la violencia de

La «revolución de diciembre», que arrojó un balance de al menos 24 muertos, decenas de heridos y cuantiosas destrucciones fue pródiga en enseñanzas para todos los grupos de la oposición. Antes que nada, clausuró definitivamente la vía insurreccional hacia la República. Santos Juliá destacó que la aplicación del viejo modelo revolucionario decimonónico que propugnó el CRN en 1930 y que se basaba en tres premisas –conspiración política, insurrección militar, y pueblo en la calle– resultó un fracaso sin paliativos: los políticos se escondieron, los militares no salieron de sus cuarteles y los obreros no hicieron la La intentona había fracasado por las disidencias internas en el seno de la coalición opositora formada por la burguesía republicana, el movimiento obrero (con sendos fraccionamientos tácticos en el seno del PSOE-UGT y la CNT) y el Ejército, y por su ineficacia en crear un adecuado instrumento de rebeldía, fiándose en último término en la siempre dudosa baza militar. Junto a la indolencia socialista, la actitud del Ejército fue la que levantó mayores censuras. El Comité Militar dirigido por Queipo de Llano se había afanado más en controlar la acción revolucionaria que en promoverla, y la intervención personal de Galán en un sentido rupturista retrajo el dubitativo compromiso de la Artillería. En última instancia, la insurrección fue acometida por un núcleo militar minoritario, mientras que la práctica totalidad del Ejército acudió sin demasiado entusiasmo en defensa del orden establecido. Fue la última ocasión en que la monarquía pudo contar con la adhesión incondicionada de las Fuerzas Armadas, que de ninguna manera estaban dispuestas a intervenir de nuevo como árbitro de un conflicto político que se estaba dirimiendo con las armas en la mano. La Corona y el CRN no parecían dispuestos a solucionar su pleito por medio de un acuerdo, aunque tras el fracaso sucesivo de las estrategias insurreccionales catalana y española, los republicanos aceptaron una tregua tácita hasta que la convocatoria electoral de abril aclarara el panorama político. De todos modos, al buscar apoyo militar para sus fines políticos, el poder constituido y el contrapoder republicano estimularon las ya firmes tendencias pretorianas de la oficialidad española, y sentaron las bases de procedimiento que justificarían los movimientos militares de 1932 y

«¡No se ha “marchao”, que le hemos “echao”!»: el desmoronamiento sin lucha de la Monarquía

El año 1931 comenzó bajo la ley marcial y una estricta censura. El fracaso del movimiento de diciembre hizo cundir el desaliento entre las formaciones revolucionarias, cuyas organizaciones habían quedado disueltas y sus principales líderes detenidos u obligados al exilio. Con todo, a inicios de febrero se constituyó un Comité Revolucionario reducido bajo la presidencia de Lerroux, quien designó al general Miguel Cabanellas como nuevo jefe militar de la conjura. Pero, a pesar de la ratificación de la mayor parte de los compromisos contraídos a fines del año anterior, todo parece indicar que el complot se encontraba en punto muerto. Aun cuando la correlación de fuerzas en el conflicto planteado se había volcado objetivamente en favor del Gobierno, en las primeras semanas del año su popularidad se vino súbitamente abajo, por una serie de circunstancias –en general, errores propios– que permitieron que la oposición recobrase la iniciativa. El levantamiento de la censura a inicios de febrero desató un gran revuelo periodístico, al permitir que la prensa relatase versiones distintas de las oficiales sobre los sucesos de diciembre, en especial del procesamiento y la ejecución de Galán y García Hernández. El 9 de febrero se hizo público el manifiesto de la recién creada Agrupación al Servicio de la República, cuya labor de alineamiento intelectual contra el régimen monárquico resultó tan eficaz entre las capas de la mesocracia ilustrada que contaba en marzo con 15.000 adherentes, y en abril con 25.000. La convocatoria de las elecciones generales a diputados a Cortes ordinarias, que debían de tener lugar el 1 de marzo, fue el desencadenante de una oleada de declaraciones hostiles que comprometieron seriamente la suerte del Gobierno. Tras una nota suscrita el día 14 de febrero por Romanones y Alhucemas retirando su apoyo al Gobierno y anunciando su propósito de disolver las Cortes a punto de ser elegidas para convocar otras de carácter constituyente, Berenguer cayó el mismo día, impulsado por los liberales dinásticos, que proponían una transición a la legalidad constitucional más creíble para el conjunto de las izquierdas. El último Gabinete de la Monarquía, formado el 18 de febrero por las más diversas y antagónicas fracciones monárquicas, restableció las garantías constitucionales el 19 de marzo, y ante las presiones de la oposición propuso convocar un proceso electoral íntegro, comenzando por los comicios municipales (12 de abril) y provinciales (3 de mayo), hasta la elección de diputados y senadores (7 y 14 de junio) con un carácter constituyente, pero sin establecer claramente la situación presente o futura del poder real.

El desconcierto exhibido por los grupos monárquicos a la hora de solucionar una crisis bajo los parámetros de la más pura «vieja política», y su paso a la defensiva al intentar pactar torpemente con los enemigos del régimen fueron grandes errores que estimularon notablemente la oposición republicana. Tras la fracasada gestión de José Sánchez Guerra en la Cárcel Modelo tratando de implicar a los dirigentes republicanos en una operación de retorno inmediato a la legalidad anterior a septiembre del 23, el CRN emitió un comunicado indicando que la formación de un Gobierno constitucional sería el primer paso para su propia victoria, que sería obtenida por medios electorales y no por la violencia. En consecuencia, desde febrero de 1931, la coalición revolucionaria actuó como alianza electoral, pero sin dejar de dirigir una campaña de agitación callejera, sostenida en gran parte por las juventudes republicanas y socialistas y los estudiantes de izquierda. El proceso al Comité Revolucionario, iniciado el 20 de marzo y zanjado el 23 con muy leves penas de prisión correccional ya cumplidas en aplicación de la Ley de condena condicional, dio la oportunidad a los prohombres republicanos de asestar el golpe de gracia a una Corona implicada en la subversión de la legalidad constitucional que había jurado defender.

La gota que desbordó el frágil vaso de la credibilidad democrática del Gobierno fue la agitación escolar, que había renacido con toda intensidad a comienzos de año, agudizada por el excesivo control policial que el Gobierno iba imponiendo en los centros de enseñanza. En enero, el enésimo incidente de la FUE con la «partida de la porra» ultraderechista de los «Legionarios de Albiñana» había conducido a una nueva huelga general que se extendió a las universidades de todo el país. Apurado por la cada vez mayor sintonía de los estudiantes con los grupos revolucionarios republicanos, Berenguer otorgó a aquellos un mes de vacaciones a contar a partir del 5 de febrero. Del 2 al 5 de marzo, el Gobierno permitió la apertura sin incidentes de las distintas universidades, pero fueron los «Sucesos de San Carlos» de los días 24 y 25 los que revistieron mayor gravedad y tuvieron más vastas consecuencias. El director general de Seguridad, Emilio Mola, conocía que desde el día 24 se trataba de organizar una manifestación en favor de la amnistía, pero no la autorizó por existir órdenes concretas del ministro de la Gobernación a ese respecto, y organizó un espectacular despliegue policial que, tras hora y media de nutrido tiroteo ante la Facultad de Medicina, finalizó a mediodía con unas descargas cerradas, que causaron dos muertos y numerosos Los estudiantes de Valencia, Alicante, Zaragoza, Huesca, Albacete, Logroño, Valladolid, Sevilla y Salamanca se amotinaron en señal de solidaridad, levantaron barricadas y dispararon contra la Policía. En Barcelona se declaró la República en la Universidad. La FUE alcanzó por ese entonces su cenit de popularidad y de influencia a escala nacional, convirtiéndose en abanderada de la opción antimonárquica. Del mismo modo que las huelgas y la actividad conspirativa habían preparado el ambiente revolucionario en los últimos tres meses de 1930, los procesos contra los responsables del «golpe» de diciembre, las imponentes manifestaciones de la campaña proamnistía de enero a marzo de 1931 y la agitación estudiantil permitieron sostener y canalizar la movilización popular hasta el imprevisto tránsito político del 12-14 de

El resultado de las elecciones municipales del 12 de abril superó con creces las expectativas de la oposición. Como es bien sabido, computando el número absoluto de los comicios otorgaron el triunfo a los monárquicos, pero los republicanos ganaron en 45 de las 52 capitales de provincias y en infinidad de localidades superiores a los 6.000 La coalición republicano-socialista, que sólo había imaginado obtener una votación lucida que sirviera de estímulo para la convocatoria electoral de diputados a Cortes, donde pretendía lograr una minoría que impusiera la marcha del rey, se encontró por sorpresa con un fuerte respaldo popular del que se dispuso a sacar partido en las horas siguientes.

En esas 72 horas cruciales, existieron tres salidas posibles a la crisis política planteada: primero, la alternativa constituyente que los constitucionalistas habían defendido en los años anteriores y, que desde el día 13 asumió el entorno más cercano al rey. Así se entiende la ambigüedad –¿calculada o no?– del conde de Romanones, que concertó la marcha del rey condicionándola a un periodo transitorio de definición de un nuevo marco jurídico, y esgrimió como baza de negociación con los republicanos (se reunió con Alcalá-Zamora desde las 13 a las 14:05 horas del 14 de abril en el domicilio de Gregorio Marañón) la amenaza de una ruptura violenta substanciada en la proclamación del estado de guerra. La segunda, que era la que contaba con menos probabilidades de éxito por la debilidad de sus apoyos políticos e institucionales, fue la opción de resistencia a ultranza propugnada por gran parte del personal palaciego a través de destacados inmovilistas como Gabino Bugallal, Juan de la Cierva o el general Cavalcanti, para quienes el proyecto de compromiso elaborado por Romanones era sinónimo de entreguismo. La que salió triunfante fue la tercera opción, abiertamente rupturista, del Comité Revolucionario, que desplegó durante esos tres días una estrategia calculada de presión de masas, pero que no se decidió a protagonizar la «conquista revolucionaria» del poder hasta que tuvo la evidencia de que la monarquía ya no disponía de medios de resistencia. El control de la calle por la multitud y el estupor de las fuerzas de orden público fueron los factores clave de esas horas cruciales. A la hora de la verdad, los servicios policiales se desmoronaron en la primavera de 1931 con la misma rapidez con que avanzaba la ola de opinión contraria a la Monarquía. Numerosos funcionarios dieron muestras de conducta dudosa o de malévola inhibición, abriendo camino a un rosario de intrigas que permitió a muchos de ellos conservar sus puestos durante la República, y conspirar contra ella en épocas posteriores.

Los precipitantes de la movilización popular en la capital fueron Berenguer con su telegrama difundido en la madrugada del día 13 en el que ordenaba a los capitanes generales el respeto al «curso lógico impuesto por la suprema voluntad nacional»; los rumores de claudicación del rey que circularon esa misma noche; las noticias de la conversación entre Romanones y Alcalá-Zamora, y el anuncio de la adhesión del director general de la Guardia Civil, José Sanjurjo, al Gobierno Provisional. La inhibición del Ejército en el pleito político, con que se quiso soslayar las divisiones internas de la corporación castrense y su hastío por los años de responsabilidad directa en la gestión del orden público, permitió proclamar de la República con una facilidad que llenó de asombro a sus mismos promotores.

Los sucesos se precipitaron en todo el país: en Sevilla, los comunistas declararon la huelga general, asaltaron la cárcel e incendiaron los más importantes centros del poder aristocrático. En Barcelona, el vacío de autoridad dejó paso a una sorda lucha por el poder entre los partidos de oposición: Macià declaró la República Catalana dentro del Estado federal español, mientras que Companys tomaba posesión del Ayuntamiento, y metamorfoseaba el trance revolucionario en un acto lúdico, declarando ese día festivo y abriendo los parques y jardines de la ciudad. La táctica de sorpasso mutuo que había caracterizado a las estrategias española y catalana desde al menos 1928, había desembocado en el efímero triunfo de la segunda. No sería sino el 17 de abril, y después de no pocas negociaciones y amenazas, cuando la flamante República catalana aceptase un pacto y se integrase a regañadientes en la nueva legalidad estatal, transformándose en Generalitat como ente de autogobierno vinculado al futuro régimen constitucional español. Más tarde, el 6 de octubre de 1934, el catalanismo radical trataría de enmendar este faux pas, impulsando la estrategia revolucionaria catalana (que de nuevo aparecía supeditada a la del conjunto del Estado) más allá de los límites del ordenamiento legal

A las cinco de la tarde se reunió en Palacio por última vez el Gabinete en presencia del rey, quien no ocultó su sorpresa ante «la inexistencia de una acción adecuada por parte del Gobierno contra la acción revolucionaria». A requerimiento de Romanones, el ministro de la Gobernación marqués de Hoyos no pudo responder de la lealtad de la Guardia Civil, y Berenguer reconoció que «no existían ya medios algunos de resistencia». Romanones quiso descargar todo el peso de la situación sobre los militares, pero estos alegaron estar a las órdenes de un Gobierno del que no habían emanado en el momento oportuno las órdenes pertinentes para su intervención en la crisis política Poco después se anunció la llegada de un emisario del Gobierno Provisional, quien advirtió que, si los poderes no eran entregados antes de las 19 horas, los líderes republicanos no se responsabilizaban de la acción de las masas, pues se consideraba que el anochecer era un momento peligroso para el mantenimiento del orden y la salvaguardia personal de algunas figuras de la política monárquica. De nuevo se suscitaba la cuestión clave del control de la calle. En el momento de plantear la eventual declaración del estado de guerra, el conde de Xauen manifestó al rey estar dispuesto a acatar sus órdenes y las del Gobierno, «aunque, ahora, haya que imponerse por la fuerza», para razonar acto seguido que el Ejército no podía actuar en la represión contra buena parte de la población, sin el apoyo de la opinión pública y dirigido con un Gobierno sin

Poco más tarde de las 18 horas, con el postrer Consejo de Ministros de la Monarquía a punto de finalizar, llegó a los oídos del CRN reunido en el domicilio de Miguel Maura el rumor de la declaración del estado de guerra, por lo que decidió acudir de inmediato al Ministerio de la Gobernación a tomar posesión del poder. Miguel Maura puso firmes al retén de la Guardia Civil que custodiaba el edificio, despidió con cajas destempladas al subsecretario monárquico Mariano Marfil, y a continuación se puso en contacto telefónico con los gobernadores civiles por orden alfabético de provincias, ordenando su destitución fulminante, mientras Alcalá-Zamora inquiría por otro aparato la lealtad de los capitanes A medianoche, los miembros del CRN culminaban el traspaso de poderes en toda España y dictaban las primeras medidas como ministros del Gobierno Provisional de la República. Inopinadamente, el asalto al poder monárquico se había consumado sin lamentar el derramamiento de una gota de sangre.

La jornada del 14 de abril fue, en efecto, un modelo de ciudadanía, una «revolución elegante». El doctor Marañón destacó el «tono civil y no armado de los acontecimientos», y se felicitó de que el Ejército quedara al margen del último acto revolucionario que certificó la defunción del régimen restauracionista. Lo mismo pensaba Romanones, para quien «la Segunda República española no ha triunfado por la sedición militar, sino por la manifestación de la voluntad del país en los

En un análisis sociopolítico riguroso, los acontecimientos culminados el 14 de abril de 1931 no tuvieron ese carácter transicional que aseguran ver historiadores como Shlomo sino que evidenciaron una fisonomía revolucionaria difícilmente contestable. En primer lugar, porque en su culminación se produjo una ruptura nítida con la legalidad establecida, ya que no se concertó ningún acto formal de transmisión del poder entre el último Gabinete monárquico y el Comité Revolucionario Nacional. Cuando llegó lo inevitable, ningún representante del régimen hizo grandes esfuerzos por facilitar una cesión ordenada y legalista de los instrumentos del mando. El 14 de abril no hubo un golpe de Estado, porque el Estado monárquico había dejado sencillamente de existir, pero sí se produjo un cambio político revolucionario, un relevo de legitimidad acaecido por vías no consensuales. Lo que ocurrió en la primavera de 1931 no fue una transición, sino una ruptura que se sintió como una revolución; una recuperación del ideal republicano –al menos en Madrid y las grandes ciudades– de la mano del socialismo, de la agitación universitaria, de la disidencia intelectual y del compromiso crítico de las instituciones, cuartos de banderas, tertulias y cafés.

En un sentido completamente inverso al de los partidarios del modelo transicional, algunos autores han calificado el cambio de poder de abril de 1931 como un hecho insurreccional organizado por las comisiones electorales republicano-socialistas, que se transmutaron en Comités Revolucionarios para asumir el control del poder provincial y Es innegable que existía desde tiempo atrás una vasta trama conspirativa, que el CRN reactivó cuando ordenó a los conspiradores de provincias que tomasen el poder a las 4 de la tarde del 14 de Pero, llegado el momento crucial, las fuerzas republicanas no asaltaron violentamente el poder, sino que ocuparon pura y simplemente el vacío dejado por los gobernantes monárquicos, y ahí radica el contenido auténticamente rupturista de la jornada. En el resto de España, el poder gubernativo fue traspasado a los presidentes de Audiencia y a los Comités Revolucionarios republicano-socialistas de las capitales de provincia, siguiendo el modelo juntero consagrado en 1868. En la mayor parte de los casos, esta cesión de autoridad se hizo sin necesidad de emplear la fuerza, y previo acuerdo con los gobernadores civiles monárquicos, doblegados por la presión popular, por la falta de colaboración de las fuerzas de orden público y por los apremios telefónicos lanzados esa tarde por Maura y Alcalá-Zamora desde el Ministerio de la Gobernación. La ocupación festiva por las masas del espacio público que tuvo lugar el 14 de abril no fue una insurrección ni un motín popular, sino un traspaso revolucionario del poder político determinado por una gran fiesta popular, la verdadera impulsora de este trascendental cambio

[1] Carta de Ferrer a Leopoldine Bonnard (Barcelona, 13-V-1905), reseñada en El 28-V-1907, p. 1.

[2] Núñez Florencio, 1983: 50 ss.; Álvarez Junco, 1984: 72, y Romero Maura, 1968: 153.

[3] Abad de Santillán, 1962-1971: I, 472; Álvarez Junco, 1990: 286-287; Romero Maura, 1968: 140 nota; Soldevilla, 1903: 210, y Vallina, 1968: 78-83 coinciden en atribuir esta «conjura» a una maquinación de la Policía Judicial de Madrid, que con esta maniobra trató de atajar las manifestaciones republicanas y los preparativos insurreccionales que por esas fechas se estaban urdiendo en ambos extremos del espectro político. Las características de la represión policial en la época, en Núñez Florencio, 1983: 83-103.

[4] Carta de Carlos González Rothwoss a Antonio Maura (Barcelona, 19-IX-1904), en AFAM, Archivo Antonio Maura, Correspondencia privada, leg. 46, carp. 31.

[5] El contenido del proyecto y varios episodios del debate parlamentario en el Senado, en La Época, 23-X y suplemento al número de 8-XII-1904; anejo a la carta del embajador en Madrid (24-XI-1904), en ASMAE, Polizia Politica, caja 35 y Soldevilla, 1905: 486-488 y 503-505. Ni esta medida, ni la reorganización de los servicios policiales en 1905, ni otras iniciativas para la regulación del tráfico de sustancias explosivas (similares a otra presentada el 17-X-1902 como proyecto de Ley de Seguridad sobre venta y tráfico de armas y uso, fabricación y venta de materias deflagrantes) hicieron remitir los atentados.

[6] Fornieles, 1991: 77.

[7] Labra, 1900: 113.

[8] Cuadrat, 1979: 73.

[9] Alejandro Lerroux, «Revolución y república», La Revista Blanca, 3, 1-VIII-1898, pp. 81-84, concretamente pp. 81-82. Véase también Lerroux, «Historia de un artículo» (18-I-1905), en Lerroux, 1909: 23 y 25.

[10] Véase Estévanez, 1906 (2007: 469-480).

[11] Marsá e Izcaray, 1935: 26. Según una Circular de la Oficina Central de la Federación Revolucionaria (10-III-1903), esta tenía por objeto «enlazar y coordinar para una constante acción común todos los organismos republicanos bajo la fórmula federativa; incorporar al proletariado a la democracia, incorporando sus aspiraciones al programa democrático; constituir una hueste de hombres de acción en condiciones de iniciar, promover o secundar todo movimiento de fuerza con tendencia revolucionaria» (Marsá e Izcaray, 1935: 31).

[12] Sobre la rivalidad local entre Blasco y Soriano, véase Reig, 1986: 307-314.

[13] «El jefe de los republicanos. Declaraciones de Salmerón», Heraldo de Madrid, 29-IV-1903, cit. por Fornieles, 1991: 80 y 145-146.

[14] Álvarez Junco, 1990: 292-294.

[15] Véase Duarte, 1993: 334-339 y 1998: 161-172.

[16] Sobre estos magnicidios frustrados, véanse Álvarez Junco, 1990: 297-313; Avilés, 2006: 139, 145-196, 2008 y 2009a: 437-438; Bach Jensen, 2014: 298-306; Canals, 1910: II, 103-106; Cantavella, 1996: 142-180; Comín Colomer, 1951: 139-144; Esteban, 2011; González Calleja, 1998: 363-382; Guimerá, 1979: 158-169; Lerroux, 1963: 459-469; Mosher, 1991: 152-154; Núñez Florencio, 1983: 72-74; Pabón, 1973: 33-38; Pallarès-Personat, 2007: 115-120 y 129-134; Reyes González, 2016: I, 445-465; Romero Salvadó, 2020: 98-112 y Soldevilla, 1905: 172-178 y 1906: 187-190.

[17] Albornoz, 1918: 220.

[18] Véanse Ametlla, 1963: 238-239; Boyd, 1990: 26-33 y 2000: 302-305; Camps i Arboix, 1970: 20-23; Casassas, 2006: 19-35; Culla i Clarà, 1986: 139-140; Jardí, 1977: 17-21; Mosher, 1991; 113-118; Núñez Florencio, 1990: 355-374; Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 34-36; Pla, 1928-1930: II, 130-134 y 1973: 262-267; Romero Maura, 1975: 354-355 y 1976; Santolària, 2005: 113-149; Seco Serrano, 1984: 237-244; Soldevila, 1961: II, 1.028; Soldevilla, 1906: 452-457 y 460-493; Solé i Sabaté y Villarroya i Font, 1990: 53-91, y Voltes, 1995: 58-62.

[19] Un relato directo de este hecho, en Cambó, 1987: 130-132. Testimonio coetáneo, en la obra de Riu, 1907: 12-15. Narraciones complementarias del atentado de Hostafranchs y el subsiguiente acoso de simpatizantes solidaristas a Lerroux en Rubí el 19-IV-1907, en Camps i Arboix, 1970: 88-92; Culla i Clarà, 1986: 173; Fité, 1924: 38-40; García Venero, 1952: 168-169 y 202-203; Mosher, 1991: 239-243; Pallarès-Personat, 2007: 133-134; Romero Maura, 1975: 398, y Tato y Amat, 1914: 328-332. Sobre las políticas de la violencia callejera en la Barcelona de la época, véase Mosher, 1991: 212-243.

[20] Álvarez Junco, 1990: 330-331, y Mosher, 1991: 201-202 y 246-247.

[21] La propuesta lerrouxista de cambio de régimen a través de una revolución cívico-militar de inspiración zorrillista, en Culla i Clarà, 1986: 180-181.

[22] Blasco Ibáñez, 1924: 23.

[23] Sobre la OIC, véanse las memorias de Arrow, 1926: 193-210, además de Dalmau, 2012: 166-169; González Calleja, 1998: 402-417; Herrerín, 2011: 255-260, y Romero Salvadó, 2020: 126-128.

[24] Sobre las actividades de Rull, véanse Abad de Santillán, 1962-1971: II, 28-30; Caballé Clos, 1945; Carqué de la Parra, 1908; Comín Colomer, 1956: I, 219-221; Connelly Ullman, 1972: 184-186; Cuadrat, 1976: 214-221; Dalmau, 2008 y 2012: 164-166; González Calleja, 1998: 390-402; Jardí, 1969 y 1964: 45-53; López Serrano, 1913: 51-58; Núñez Florencio, 1983: 81-82 y 164-168; Pallarès-Personat, 2007: 124-128; Romero Maura, 1968: 156-157; Romero Salvadó, 2020: 119-126, y Voltes, 1995: 77-78.

[25] Sobre el proyecto de ley antiterrorista de 1908, véanse Comín Colomer, 1956: I, 216-218; González Hernández, 1997: 221-223 (que califica la ley de «verdaderamente represiva»); Pérez Delgado, 1974: 554; Pich Mitjana, 2009: 109-114 (que destaca su papel de estímulo para la unión de las izquierdas); Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 68-70; Soldevilla, 1909: 18-19; Voltes, 1995: 78-79; Seco Serrano, 1995: 135-136 (quien achaca toda la resistencia contra la ley a la campaña del trust periodístico formado por El Liberal, El Imparcial y el Heraldo de y Romero Maura, 1968: 179-180, que considera estas medidas gubernamentales como razonables frente a la arbitraria acción de la Policía y la violenta represión. La postura de Ossorio y una visión bondadosa de la imagen autoritaria de Maura en este asunto, en Tusell, 1994: 102-103.

[26] Alquézar, 2008: 293.

[27] Sobre las movilizaciones antibelicistas entre el 18-VII y el 5-VIII-1909, véanse García Rodríguez, 2010: 69-75; Martín Corrales, 2011; Pich Mitjana, 2009: 174-195, y Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 81 y 86-94.

[28] La aplicación del bando prohibiendo «la formación de grupos en la vía pública», en Pich Mitjana, 2009: 195-207.

[29] Cuadrat, 1977: 46, y Gabriel, 2011: 249.

[30] El proyecto de huelga general antibelicista planteado por el PSOE, en Pich Mitjana, 2009: 213-218.

[31] Los sucesos de la «Semana Trágica» en Badalona, Granollers, Manresa (muerte de un somatenista), Igualada, Olesa de Montserrat, Monistrol, Sant Adrià de Besós, Vilanova, Igualada, Tarrasa, Martorell, Masnou y Sabadell (muerte de un escribano, un alguacil y 8 revolucionarios), en Alquézar, 2008: 206; Comaposada, 1910; Marín Silvestre, 2009: 313-333; Pich Mitjana, 2015: 176-179 y 185-190; Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 127-145, 158-181, 202-219 y 227-243, y Rubí, 2009: 105-129, 2010: 81-97 y 2011: 251-256 y 258-259.

[32] Abelló Güell, 2012: 87.

[33] Marín Silvestre, 2009: 264. Crónica de los sucesos, desde la huelga general y la rebelión del 26 de julio a la llegada de las tropas el 28, en Rubí, 2009: 92-105.

[34] Marín Silvestre, 2009: 268-270; Pich Mitjana, 2009: 255-258, y Talero, 1979.

[35] Cuadrat, 1979: 80.

[36] La activa participación del lerrouxismo en la «Semana Trágica», en Pomés, 2009: 152-160. Sobre la implicación de los anarquistas y la represión que sufrieron tras los sucesos, véase Gabriel, 2012: 101-106.

[37] Connelly Ullman, 1979: 91. Relación de incendios, en Dalmau, 2009: 42-47 y 107-114, y Marín Silvestre, 2009: 293-297. Sobre el anticlericalismo en la «Semana Trágica», véanse Barbat y Estivill, 1977; Corts i Blay, 2010; Martínez Fiol, 2009: 83-94; Pich Mitjana, 2009: 323-328, 349-377, 405-445 y 495-497, 2010: 99-103 y 2015: 179-184; Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 150-155 y 191-194, y Santamarina, 1991. Los antecedentes, en la proliferación de manifestaciones y mítines anticlericales en Cataluña desde 1901, en Bada i Elias, 2010: 43-44, y Suárez Cortina, 2009: 39-49.

[38] Pich Mitjana, 2009: 387-405, y Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 200-202.

[39] Alquézar, 2008: 300.

[40] Los asaltos e incendios a las casetas de consumos (más de 130 incidentes en toda España entre 1876-1911) en Barcelona, Manresa o Mataró, en Rubí, 2011: 256-257. Gabriel, 2009: 36 destaca que la ocupación del espacio urbano no sólo afectó al caso histórico, sino también a la nueva Barcelona.

[41] Las cifras oficiales son aportadas por la Cierva, en DSC, Congreso de los Diputados, 19-X-1909, p. 61. Romero Maura, 1975: 515 ofrece un balance de 104 civiles muertos (de ellos, cuatro religiosos) y 296 heridos graves, y 9 muertos y 125 heridos graves entre las fuerzas de orden público, desglosados como sigue: 2 muertos y 49 heridos de la Guardia Civil, 5 muertos y 48 heridos del Ejército, un muerto y 23 heridos de la Guardia de Seguridad y un muerto y 5 heridos del cuerpo de Vigilancia Municipal. Avilés, 2006: 217 asume estas cifras, y Connelly Ullman, 1972: 43 presenta magnitudes similares, aunque ofrece el cómputo de 7 muertos y 53 heridos graves entre los distintos cuerpos de seguridad. Sangro, 1917: 33-34 censa un muerto, 4 heridos graves y 5 leves del Cuerpo de Vigilancia; un muerto, 5 heridos graves y 18 leves del Cuerpo de Seguridad; 2 muertos, 30 heridos y 19 contusos de la Guardia Civil; 4 muertos, 13 heridos y 30 contusos del Ejército, y 100 muertos (95 hombres y 5 mujeres) y 256 heridos entre los rebeldes. Por su lado, Tuñón de Lara, 1975: II, 196 contabiliza: un teniente coronel, un comandante, 3 capitanes, 3 tenientes y 39 números de la Guardia Civil heridos; 3 soldados muertos y 27 heridos; 82 civiles muertos y 126 heridos y 4 miembros de la Cruz Roja muertos y 17 heridos. La prensa barcelonesa de la época, sometida a la censura militar, ofreció cifras algo inferiores: 3 muertos y 27 heridos en el Ejército y 75 civiles muertos, 126 heridos y 505 detenidos desde el 26 al 30-VII (cit. por Soldevilla, 1910: 282). Ladera, 1917: 181 señala 98 muertos, y Alquézar, 2008: 297 calcula 87 muertos, 126 heridos y 990 detenidos. Domínguez Álvarez, 2009: 55-94 censa 78 muertos (75 civiles y 13 militares) y 500 heridos. La represión, en Abelló Güell, 2012: 88-90; Pich Mitjana, 2009: 526-598, y Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 247-257.

[42] Los procesados por saqueos e incendios fueron enviados a tribunales civiles, y los que habían portado armas, atacado a agentes o saboteado los servicios públicos fueron juzgadas por sedición en tribunales militares. Un ejemplo de consejo de guerra contra dirigentes radicales, en Causa contra Trinidad Alted Fornet…, Fueron condenadas más de 400 personas: 175 fueron conducidas a viva fuerza lejos de Barcelona bajo escolta de la Guardia Civil, 59 fueron condenadas a cadena perpetua, 18 a reclusión temporal, 13 a prisión mayor y 39 a prisión correccional. Hubo también cinco ejecuciones: el catalanista republicano José Miguel Baró el 17-VIII, el lerrouxista Antonio Malet Pujol el 28-VIII, el guardia de Seguridad y exguardia civil Eugenio del Hoyo Manjón (pasado a los insurrectos) el 13-IX, el discapacitado intelectual Ramón Clemente García el 4-X y Francisco Ferrer el 12 de ese mes. Véanse Connelly Ullman, 1972: 336-337; Cuadrat, 1979: 81; Pich Mitjana, 2015: 192-195 (que evalúa las deportaciones en más de 4.000); Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 259-268, y Vadillo, 2019: 105.

[43] Sobre el «proceso Ferrer», véanse Juicio ordinario…, 1909; Causa contra Francisco Ferrer…, 1911; Avilés, 2006: 221-240 y 2009a: 441-445; Bergasa, 2009: 189-536; Connelly Ullman, 1972: 528-546; Dalmau, 2009: 71-79; González Hernández, 1997: 324-328; Gutiérrez Molina, 2008a: 121-145; Orts-Ramos y Caravaca, s.a.: 118-248; Pich Mitjana, 2009: 599-615; Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 269-274; Romero Salvadó, 2020: 141-147; Solà, 2009, y Voltes, 1995: 173-192. Desde una perspectiva conservadora, Canals, 1910: I, 154-179; Ladera, 1917: 137-180; Sangro, 1917: 37-73; Pérez y Gómez, 1965: 37-71; Seco Serrano, 1995: 152-154, y Soldevilla, 1910: 351-363.

[44] La oleada nacional e internacional de protestas, en Abelló Güell, 1984: 373-381 y 824-829; Canals, 1910: II, 205-294 (críticas al libro de Simarro, 1910, en vol. II, pp. 142-174); García Rodríguez, 2010: 143-147; García Sanz, 1994: 328-377; Pich Mitjana, 2009: 615-625; Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 275-278; Sangro, 1917: 123-364 (resumen de la campaña ferrerista en Francia, Italia, Portugal, Alemania, Austria-Hungría, Gran Bretaña, Bélgica, Suiza, etc.), y Soldevilla, 1910: 363-370 y 377-381.

[45] La crisis política acaecida tras la «Semana Trágica», en García Rodríguez, 2010: 147-153; Pich Mitjana, 2009: 625-635; Pich Mitjana y Martínez Fiol, 2019: 278-285, y Seco Serrano, 1995: 157-161.

[46] Connelly Ullman, 1972: 322-332 y Romero Maura, 1975: 534-542, opinión esta última compartida por Culla i Clarà, 1986: 210-217, al analizar la implicación lerrouxista en los hechos. Seco Serrano, 1995: 144-151 asigna a mayor responsabilidad en el desencadenamiento de los tumultos a una conspiración de republicanos y socialistas. Por su parte, Álvarez Junco, 1990: 386-387 y 414-418, considera que la «Semana Trágica» fue una «explosión residual» popular de tipo decimonónico que interrumpió los planes lerrouxistas de encuadramiento moderno de las masas trabajadoras.

[47] Gabriel, 2010: 61-63.

[48] Gabriel, 2009: 36-41.

[49] Rubí, 2010: 98-99.

[50] Véanse Hobsbawm, 1983: 18-19 y 167-172, y Rudé, 1978a: 11-14 y 245-266; 1978b: 17-33 y 1981: 179-224.

[51] Ranzato, 1996. Sobre las barricadas instaladas en Barcelona durante la «Semana Trágica», véase Pich Mitjana, 2009: 311-313 y 379-380.

[52] Sobre los acontecimientos de Barcelona, aparte las obras citadas, pueden consultarse testimonios coetáneos como los de Avendal, 1909 (narración melodramática del desencadenamiento del conflicto por un huelguista); Bonafulla, 1909 (anarquista antilerrouxista); Brissa, 1910 (católico); Canals, 1910 (conservador dinástico); Cierva y Maura, 1910 (versión autojustificativa del Gobierno); Comaposada, 1909 (socialista); Corts i Blay, 2009 (visión vaticana de los hechos y sus consecuencias); Fabra Ribas, 1975 (socialista miembro del comité de huelga); Hernández Villaescusa, 1910 (conservador); Ossorio y Gallardo, 1910 (gobernador civil), o Riera, 1909a y b (católico). Análisis desde la historiografía: Bergasa, 2009: 153-174; Fernández-Cordero, 1981; Fité, 1924: 68-75; González Calleja, 1998: 424-453; Marinello, 2014: 215-234; Pich Mitjana, 2011: 196-212; Rojo, 1975; Romero Salvadó, 2020: 132-141; Smith, 2007: 173-182; Solé i Sabaté y Villarroya i Font, 1990: 135-142; Termes, 2011: 221-227, y Voltes, 1995.

[53] Los altercados tras la prohibición gubernativa de las manifestaciones de protesta en Bilbao y San Sebastián en julio de 1910, en Castells, 1987: 273.

[54] Sobre el motín de la Numancia y los sucesos de Cullera, véanse Ara, 1935: 32-57; Arrarás et al., 1939-1944: I, 52-54. Comín Colomer, 1956: I, 257-258; Fité, 1924: 96-98; Pedrós, 1974; Pérez Blanco, 1999; Seco Serrano, 1995: 206-207 (quien ubica la rebeldía republicana en la estela de la proclamación de la República portuguesa, del mismo modo que la «Semana Trágica» pareció una respuesta al regicidio de Lisboa de 1-II-1908); Sevilla Andrés, 1956: 393 y Soldevilla, 1912: 310-313, 315-316 y 318-324. Sobre el movimiento huelguístico de IX-1911, véanse Maura Gamazo y Fernández Almagro, 1948: 199-200; Seco Serrano, 1995: 209-212; Sevilla Andrés, 1956: 396; Soldevilla, 1912: 360-406, 450-465, 494-495, 468, 513-518 y 528-529; Tato y Amat, 1914: 564-571, y Franch i Ferrer, 1978.

[55] Sobre estos magnicidios, véanse Leroy, 1913 (anarquista convertido en confidente a fines de 1909); López Serrano, 1913; Martínez Sol, 1933: 18-25; Montón de Lama, 1992; Naveros, 1978; Padilla Bolívar, 1968 y 1974a: 38-43; Romero Salvadó, 2020: 165-167, y Sueiro, 2008.

[56] Sobre esta reforma policial, véase González Calleja, 1998: 469-475.

[57] Lacomba, 1970: 347 ss.

[58] Sobre las Juntas Militares de Defensa, véanse Alonso Ibáñez, 2004; Bahamonde, 2017; Boyd, 2000: 308-310; Bru, 2016; González Calleja, 1998: 518-522; Márquez y Capo, 1923; Puell, 1986; Seco Serrano, 1984: 257-277 y 1995: 374-382, y Soldevilla, 1918: 193-226.

[59] La Asamblea de Parlamentarios, en ¿Renovación o revolución?, 1917: 161-174; Diputado a Cortes, 1918: 92-116 y 191-217; Domingo, 1921: 59-68; Gómez Llorente, 1976: 246-257; Lacomba, 1970: 200-212; Pabón, 1952-1969: I, 512-519; Poblet, 1971: 63-92, y Soldevilla, 1917: 116-129 y 1918: 325-339.

[60] «Memoria que la Comisión Ejecutiva del PSOE presentó al XI Congreso», El Socialista, 16 a 24-X-1918, cit. por Juliá, 1997: 97.

[61] Dos versiones divergentes de la áspera reunión conciliatoria de junio, en Largo Caballero, 1976: 49-50 y «Lo que aprendí en la vida», en Pestaña, 1974: 111-112.

[62] Seco Serrano, 1995: 394. Una comparación entre los procesos revolucionaros ruso y español de 1917, en Romero Salvadó, 2011.

[63] Según telegrama del Consulado francés en Valencia (24-VII-1917), el balance de los disturbios fue de cinco muertos y cincuenta heridos (AAE, Série Guerre, 1914-1918, Espagne, vol. 480, p. 82).

[64] La huelga ferroviaria, en Sánchez Pérez, 2017: 244-254.

[65] Cit. por Tuñón de Lara, 1977: 77.

[66] Bajatierra, 1918: 60.

[67] Según un «Rapport sur les troubles à Madrid» (15-VIII-1917), en SHD, Guerre, leg. 7N 1201, el agregado militar de la embajada francesa Joseph Denvignes señalaba que la agitación revolucionaria en Ventas y Cuatro Caminos arrojó un balance de once muertos, 45 heridos, 300-400 detenciones y treinta tranvías destrozados.

[68] ABC, 17-VIII-1917, p. 1.

[69] Miguel a Gabriel Maura, Madrid, 18-VIII-1917, en Maura Gamazo y Fernández Almagro, 1948: 499-501, habla de 8 muertos y 300 heridos en la Modelo. Martorell, 2011: 233, hace ascender el número de fallecidos a 17, 9 de ellos funcionarios de prisiones.

[70] La huelga en Madrid, en Bajatierra, 1918, y Sánchez Pérez, 2005: 74-79 y 2017: 258-261.

[71] ¿Renovación o revolución?, 1917: 30.

[72] Ladera, 1917: 282.

[73] ¿Renovación o revolución?, 1917: 41.

[74] Las barricadas y los sabotajes en la ciudad condal, con utilización de ingenios explosivos, en Bueso, 1976: 78-93; Lera, 1978: 99-104, y Poblet, 1971: 216-222.

[75] Buxadé, 1918: 251-296; Domingo, 1917; Fité, 1924: 177-179; Sánchez Pérez, 2017: 265-267, y La huelga sangrienta de Barcelona, 1917.

[76] Los sucesos en Sabadell y Barcelona del 13 al 15-VIII, en conferencia del ministro de la Guerra y el capitán general de la Región (14-VIII-1917, 12:30 h.), en RAH, Archivo Dato, carp. 76 e informe del capitán general, Marina, al ministro de la Guerra (5-IX-1917), en AGMM, Sección, División, leg. 167. Véanse también Marinello, 2014: 452-455; Márquez y Capo, 1923: 59-60, y ¿Renovación o revolución?, 1917: 88-89.

[77] Soldevilla, 1917: 167-168.

[78] Los sucesos de agosto ante el 1918: 40, 127, 129-131 y 136-137. Véase también Grupo Socialista Español de París, «La huelga general en Bilbao. Crímenes y desmanes de todas clases cometidos por las autoridades, especialmente por los militares» (copia al despacho 711 de la Embajada en París, 23-X-1917), en AHN, Asuntos Exteriores, Correspondencia con Embajadas y Legaciones, Francia, leg. H.1539. Un informe de Denvignes al ministre de la Guerre, EMA, Bureau (Madrid, 25-VIII-1917), en SHD, Guerre, leg. 6N 133, evalúa las víctimas en Bilbao en un centenar de muertos y 300-400 heridos, sobre todo inocentes viandantes. Dos soldados resultaron muertos y seis heridos, la mayor parte por balas de sus propios camaradas, ya que dos compañías de infantería, que no se identificaron mutuamente, se estuvieron disparando durante horas en ambos márgenes del Nervión.

[79] Burgos y Mazo, 1918: 230; Ladera, 1917: 311-313, y Los sucesos de agosto ante el Parlamento, 1918: 210-212.

[80] Lara Ródenas, Domínguez Domínguez y Peña Guerrero, 1990: 476-477.

[81] Véase González Calleja 2019a: 576-577.

[82] Lara Ródenas, Domínguez Domínguez y Peña Guerrero, 1990: 486-494; Tuñón de Lara, 1977: 80-81, y Los sucesos de agosto ante el 1918: 313-315. Gil Varón, 1984: 159-160 habla de 9 muertos, 12 heridos, 44 presos y 120 despedidos.

[83] Lara Ródenas, Domínguez Domínguez y Peña Guerrero, 1990: 490.

[84] Burgos y Mazo, 1918: 244.

[85] La espera revolucionaria de los republicanos en Córdoba el 12-VIII, en los recuerdos de Eloy Vaquero Cantillo, «Bética, la dolorida, se despereza», cap. X del libro Del drama de Andalucía. Recuerdos de luchas rurales y ciudadanas, Madrid, Fernando Fe, 1923, reseñado en Lacomba, 1984: 303-305. La huelga general en Málaga desde el 16 al 20-VIII, de gran repercusión entre ferroviarios y carreteros, pero no en la industria textil y siderúrgica, en Ramos, 1987: 191-195.

[86] Burgos y Mazo, 1918: 233-234. La huelga general en Palencia, en Gutiérrez Rodríguez, 1990: 859-860.

[87] Álvarez, 1990: 40.

[88] Burgos y Mazo, 1918: 242, y Los sucesos de agosto ante el Parlamento, 1918: 68.

[89] Los sucesos de agosto ante el Parlamento, 1918: 78, 80 y 82.

[90] Sobre la huelga revolucionaria de 1917 en Asturias, véanse Barrio, 1988: 176-182; Beth Radcliff, 1996: 271-272; Burgos y Mazo, 1918: 240; Shubert, 1984: 150-153; García Venero, 1974: 359-366; Manuel Llaneza, «La huelga de agosto en Asturias», España, 1-XI-1917, pp. 7-8; Seco Serrano, 1995: 398-400, y Saborit, 1967b: 109-110.

[91] El recuento oficial, en Soldevilla, 1917: 175-176 y 1918: 390-397. Martorell, 2011: 234 desglosa las víctimas mortales de la manera siguiente: 37 muertos en Barcelona y Sabadell, 21 en Madrid, 6 en Bilbao, 7 en Yecla, 4 en Nerva y el resto en Alcalá de Henares, Miranda, Requena y Ujo. Ghiraldo, 1917: 154, habla de 300 muertos y mil heridos. Según una relación oficial de víctimas militares elaborada por la Subsecretaría del Ministerio de la Guerra (27-V-1918), durante los sucesos de agosto murieron un oficial, dos clases y 18 soldados; un oficial, tres clases y 25 soldados resultaron heridos graves, y 5 oficiales, 33 clases y 137 soldados recibieron heridas leves (RAH, Archivo Dato, carp. 76).

[92] El consejo de guerra, en Huelga general de agosto de 1917, s.f. Estudios específicos sobre los sucesos de agosto, aparte de las obras anteriormente citadas: Ángel Galván, 1917; Díaz-Plaja, 1969; González Calleja, 1998: 518-534; Martín Mestre, 1966; Martorell, 2011: 229-235; Meaker, 1978: 93-139 (inspirado en gran parte en la obra de Lacomba); Montero Fernández, 2017; Poblet, 1971; Romero Salvadó, 2014a: 175-181, 2014b: 77-81 y 2020: 194-208; Seco Serrano; 1995: 392-407; Serrallonga, 1991; Solana, 1975: I, 108-121; Soldevilla, 1918: 370-404; Tuñón de Lara, 1981b: I, 65-73 y (dir.) 1989: II, 99 ss., y Viqueira, 1989: 157-169.

[93] Sánchez Pérez, 2017: 200-201.

[94] Burgos y Mazo, 1921: I, 181.

[95] Véase, entre otras muchas, la obra de referencia de Maier, 1988.

[96] Sobre esta cuestión trabajó Tuñón de Lara, 1984 y 1989.

[97] Tarrow, 1991.

[98] Ballbé, 1983: 305.

[99] Para Joaquín Maurín, esta obra de Lenin «constituía el punto doctrinal que vinculaba al bolchevismo con el sindicalismo y el anarquismo» (cit. por Alba, 1975: 15).

[100] Sobre la apuesta de Seguí por la «liberalización» doctrinal de la CNT como medio de emancipación, en la línea del tradeunionismo o del laborismo británicos, véase Elorza, 1976: 40 y 1981: 38-39. Sobre el pensamiento revolucionario de Seguí y su «posibilismo libertario», véanse también Cruells, 1974: 186-200, y Lorenzo, 1969: 55-58.

[101] De los nuevos Estatutos sancionados en el XIII Congreso de la UGT (30-IX a 10-X-1918), cit. por Payne, 1972: 79.

[102] Véase Elorza, 1981b: 257-258.

[103] Carballo Gende, 2021: 349.

[104] Ramos, 1991: 237.

[105] Maurice, 1990: 335. La diversa dinámica reivindicativa de Córdoba en comparación con otras provincias andaluzas también es reseñada por Maurice, 1986. Descripciones detalladas del «trienio bolchevique» en Córdoba, en Barragán Moriana, 1990: 73-166, y Peña Muñoz, 2018. Véanse también Cobo Romero, 2014: 127-139; Cruz Artacho (coord.), 2019; González Calleja, 1999: 39-47; Meaker, 1978: 184-197, y Romero Salvadó, 2008: 158-160.

[106] Barragán Moriana, 1990: 112.

[107] Unos análisis más pormenorizados de la conflictividad en Zaragoza y sus causas pueden encontrarse en Forcadell, 1979 y 1984, y Vicente Villanueva, 1993: 74-151. Véanse también González Calleja, 1999: 47-53, y Romero Salvadó, 2020: 256-257.

[108] Según Fernández Clemente, 1975: 80-81, y 1981: 77-78, de los 129 delitos sociales cometidos en Zaragoza entre 1917 y 1921, 69 se produjeron en 1920.

[109] González Calleja, 1999: 52-53, y Taibo, 2016: 463-464.

[110] García Nieto, 1960: 156; Ugalde, 1983: II, 692 y telegrama de la Asociación Patronal de Escultores Decoradores al ministro de la Gobernación (25-II-1923, 15:00 h.), en AHN, Gobernación, Serie A, leg 58A, exp. 18.

[111] Olábarri, 1978: 169-170.

[112] Pérez Solís, 1931: 262-263.

[113] Sobre los orígenes de Pérez Solís y la protección que el PNV dio a los comunistas frente a los socialistas, véase «El comunismo español. Figuras, figurillas y figurones» (4-VI-1943), en Prieto, 1970: II, 141-148.

[114] Elorza y Bizcarrondo, 1999: 42.

[115] Sobre estos sucesos, véanse Bullejos, 1972: 39-40; Comín Colomer, 1967: 142-151; González Calleja, 1999: 57-64; Gudari, 1933: 221-224; Hernández, 1954: 5-10; Marinello, 2014: 533-535; Meaker, 1978: 603-605, y Prieto, 1955: 432-438.

[116] Una relación pormenorizada de las causas de esta manifestación violenta, en González Calleja y Rey Reguillo, 1995b, y Rey Reguillo, 1992: 469.

[117] Hobsbawm, 1976: 9-27.

[118] Sobre esta nueva tipología de «bandido político» moderno contrapuesto al «bandido social» premoderno descrito por Hobsbawm, véase Massari, 1979: 72-85.

[119] Waldmann, 1997: 158-160.

[120] Romero Salvadó, 2020: 240-241, y Taibo, 2016: 55-63.

[121] Marinello, 2014: 266-285 y 2016: 38-39.

[122] Marinello, 2012b: 211-212.

[123] Marinello, 2012a: 2-6 y 2014: 307-314.

[124] Marinello, 2012a: 7-8 y 2014: 314-321.

[125] Marinello, 2017: 290-291.

[126] Pestaña, 1974: 175 y 1979: 40. Los inicios del terrorismo sindical en Barcelona, en González Calleja, 1999: 118-127; Martínez Dhier, 2016: 41-45; Pradas Baena, 2003a: 39-41; Romero Salvadó, 2008: 139-144, y Smith, 2007: 250-253.

[127] Marinello, 2014: 43. Este autor (p. 608) evalúa las víctimas de la violencia sociolaboral entre 1910 y 1919 en 56 muertos (23 obreros, 9 patronos, 11 encargados, 6 policías y 7 no identificados) y 263 heridos (205 obreros, 16 patronos, 11 encargados, 8 policías y 23 no identificados).

[128] Pestaña, 1979: 42. Sobre esta cuestión, véase González Calleja y Aubert, 2014: 331-346.

[129] Sobre la banda de Bravo Portillo-Koening, véanse Bengoechea, 1994: 207-213; Ceano-Vivas. 2017; González Calleja, 1999: 145-166; González Calleja y Aubert, 2014: 346-364; León-Ignacio, 1981: 86-88, 106 y 112-127; Pradas Baena, 2003a: 44-48, 93-97, 101-102, 113, 116-117 y 142-143; Romero Salvadó, 2020: 276-277 y 294-296 y 2014a: 179-180; Serrano, 1997: 170-176, y Taibo, 2016: 28-29 y 173-178, 204-211 y 239-242. Sobre el pistolerismo en su conjunto, Termes, 2011: 308-350.

[130] Sobre la huelga de «La Canadiense» y sus repercusiones, véanse Balcells, 1965: 74-93; Balcells, Pujol y Sabater, 1996: 167-174; Bengoechea, 1994: 191-207; Bueso: 1976: 110-113; Huertas Clavería, 1982: 181-184; Marín Arce, 1990: 90-97; Marinello, 2014: 390-397; Porcel, 1978: 131-136; Pradas Baena, 2003a: 54-59; Romero Salvadó, 2008: 132-138, 2014a: 175-181 y 2020: 233-239; Serrano, 1997: 141-153; Taibo, 2016: 94-128; Termes, 1987: 299-300 y 2011: 292-304, y Vadillo, 2019: 143-145.

[131] Taibo, 2016: 129-139.

[132] Bengoechea, 1994: 231-240, y Taibo, 2016: 180-198.

[133] Marinello, 2014: 46.

[134] Brenan, 1978: 107 nota 11.

[135] Véase al respecto Casals y Ucelay-Da Cal, 2023.

[136] Sobre la explosión en el «Pompeya» y sus repercusiones, véanse Pallarès-Personat, 2007: 140-142, y Taibo, 2016: 268-270.

[137] Según León-Ignacio, 1981: 166, la Junta directiva del Libre se entrevistó con Martínez Anido el 12-XII-1920, y llegó con él a una especie de «pacto de actuación». El biógrafo oficial y colaborador de Martínez Anido, Oller Piñol, 1943: 35 y 41-42, reconoce que la relación de este con el Libre fue estrecha desde un principio. La relación de Anido con el Libre y su programa inicial, en Cola, 1927: 73-111. Sobre la proclividad violenta de estos sindicatos, véanse Balcells, 2009: 64-67; González Calleja, 1999: 172-180; Marinello y Zoffmann, 2021: 251-255; Pradas Baena, 2003a: 185-202; Rey Reguillo, 1992: 553-572; Taibo, 2016: 199-200 y 256-261, y Winston, 1985: 111-134.

[138] Pradas Baena, 2003a: 193.

[139] Balcells, 1987: 41 (2001: 19-20).

[140] «Renseignement d’Espagne: Attitude des Juntas» (Madrid, 25-XI-1920), en AAE, Série Z, Europe, 1918-1929, Espagne, leg. 21. Hay constancia de que el segundo punto fue puesto en práctica en Valencia, Zaragoza y Barcelona.

[141] Sobre el empleo de este método homicida por parte de la Policía, véanse Pallarès-Personat, 2007: 146-151; Pradas Baena, 2003a: 169-177, y Taibo, 2016: 320-324.

[142] Pallarès-Personat, 2007: 155-158, y Taibo, 2016: 299-300.

[143] Sobre este magnicidio y su preparación, véanse Aguado Sánchez, 1983-1985: IV, 134-142; Bajatierra, 1931; Comín Colomer, 1951: 217-228 y 1956: II, 13-16; García Venero, 1969: 347-357; León-Ignacio, 1981: 180-195; Montón de Lama, 1991; Padilla Bolívar, 1968 y 1974a: 43-45; Pradas Baena, 2003a: 178-185; Romero Salvadó, 2020: 322-329; Salazar Alonso, 1928; Seco Serrano, 1981 y 1983; Taibo, 2016: 332-334, y Viqueira, 1989: 183-191. La mejor información sobre el asunto, en Bueso, 1976: 139-148.

[144] Balcells, 1987: 76-77 (2001: 116-117). Para este autor (2001: 39), los muertos de 1913 a 1923 fueron 277, de los cuales 261 entre 1918 y 1923. Según Pradas Baena, 2003a: 268 y 2003b: 14, el total de muertos entre 1918 y 1923 asciende a 424, de los cuales 168 eran anarcosindicalistas, 76 obreros de posición sindical desconocida, 6 obreros antisindicalistas, 40 patronos, 29 encargados, 3 abogados cenetistas, 42 pistoleros del Libre, 30 miembros de las fuerzas de seguridad o Somatén, y 30 sin identificar. 31 de las muertes se produjeron en 1918, 28 en 1919, 98 en 1920, 140 en 1921, 59 en 1922 y 68 en 1923. Un estado de la cuestión sobre las víctimas, en González Calleja, 1999: 236-240 y 247-253.

[145] Taibo, 2016: 395-401.

[146] Taibo, 2016: 407-413.

[147] Sobre la muerte de Seguí y los grandes disturbios obreros que se produjeron como protesta contra el atentado, véanse Comín Colomer, 1956: II, 33-38; Cruells, 1974: 152-168; Huertas Clavería, 1974: 61-75 y 167-169 (testimonio de la mujer de Seguí, Teresa Muntaner); Llarch, 1978b: 45-60; Lera, 1978: 168-207; Madrid, 1932a: 117-120; Padilla Bolívar, 1974b; Pallarès-Personat, 2007: 164-169; Pradas Baena, 2003a: 217-226; Seco Serrano y Tusell, 1995: 94-95; Taibo, 2016: 428-433, y Viadiu, 1930: 73-77, quien acusa a la burguesía catalana de inspirar el atentado.

[148] Ucelay, 2004b: 1.384.

[149] Sobre el desarrollo del pronunciamiento, véanse RAH, Archivo Natalio Rivas, legs. 11/8916-8921; Alía, 2006: 146-150; Cardona, 2010: 201-214 (centrado en la actitud del rey); José Luis Fernández-Rúa, «El golpe de Estado», en Giner, 1975: I-2, 21-29; García Venero, 1961: 299-303; González Calleja, 1999: 259-277 y 2005: 37-47; Hernández Mir, 1930: 80-97; Martínez de la Riva, 1923; Seco Serrano, 1986: 164-176; Seco Serrano y Tusell, 1995: 144-156, y Tusell, 1987.

[150] Ucelay, 1993: 155 y 159.

[151] Villanueva, 1930a: 111 y 115.

[152] El texto de este Real Decreto, en Casa Ramos y Moraleda, s.a.: 39-40.

[153] El Real Decreto, en Crexell, 1988: 210-212.

[154] Salazar Alonso, 1930: 285. El Real Decreto Ley aprobando el proyecto de Código Penal, que empezó a regir como Ley el 1-I-1929, en RTGC, 225, XI-1928, pp. 523-624. El Código Penal de 1928 fue derogado por Decreto de 15-IV-1931 106).

[155] Véanse «Importantes disposiciones del Gobierno», Noticiero del Lunes (Madrid), 4-II-1929, p. 1 y Salazar Alonso, 1930: 130-131.

[156] Casassas, 1983: 43.

[157] Jar, 1994: 105.

[158] El Real Decreto de restablecimiento de la DGS en el Ministerio de la Gobernación (7-XI-1923, GM de 9-XI-1923, pp. 587-589 y rectificado en GM de 10-XI-1923, pp. 602-604), en Casa Ramos y Moraleda, s.a.: 120-123.

[159] Proyecto de Ley de Orden Público (22-IV-1928), en ACD, Serie General, Actas de la Comisión de Leyes Constituyentes, leg. 667. Esta reforma no pudo ser aplicada por la oposición del rey, que de este modo precipitó la dimisión de Primo en I-1930.

[160] Sobre esta cuestión, véase González Calleja, 1999: 288-290.

[161] El Real Decreto, en «Importantes disposiciones del Gobierno», Noticiero del Lunes (Madrid), 4-II-1929, p. 1 y Salazar Alonso, 1930: 130-131. El texto de la Real Orden, en El Sol, 9-II-1929, p. 1 y Salazar Alonso, 1930: 261-263.

[162] Sobre este importante archivo parapolicial y sus vicisitudes, véanse Foix, 1931; Rey Reguillo, 1987: 114-115, y González Calleja, 1999: 80-81.

[163] Véase «Reglamento de Somatenes de la provincia de Málaga», El Regional y El Sol de Antequera, 29-VI, 13 y 17-VII y 3, 10 y 17-VIII-1919.

[164] Sobre las uniones cívicas en España, véanse González Calleja, 1999: 50-52 y 75-103 y 2019; González Calleja y Rey Reguillo, 1995a: 71-164, y Rey Reguillo, 1992: 659-669.

[165] GM, 261, 18-IX-1923, p. 1.130.

[166] Declaraciones de Rufo Martín y Rivera, coronel subinspector del Tercio de la Guardia Civil de Zaragoza, Paz y Buena Voluntad, 6, IX-1924, p. 131.

[167] Jover, 1976: 51.

[168] Datos sobre la militancia somatenista en los cuadros estadísticos de González Calleja y Rey Reguillo, 1995a: 334-343, elaborados a partir de la documentación depositada en AHN, Presidencia, Directorio Militar, leg. 440, caja 1; leg. 441, caja 2; AHN, Gobernación, Serie A, leg 59 A, exps. 11, 12, 13 y 14; Paz y Tregua, X-1926, p. 14; Unión Patriótica, 47-48, 13-IX-1928, p. 51, y Martínez Segarra, 1984: 263-275. Sobre el Somatén primorriverista, véanse también Alía, 2006: 162-168; González Calleja, 2005: 164-175; González Calleja y Rey Reguillo, 1995a: 165-219, y Rey Reguillo, 1987.

[169] Por Decreto del Ministerio de la Gobernación de 9-X-1945, el Somatén fue restablecido en todas las poblaciones españolas de menos de 10.00 habitantes. La entidad fue disuelta por Real Decreto de 25-VIII-1978. Sobre este exponente postrero de movilización conservadora, véase González Calleja y Rey Reguillo, 1995a: 249-251.

[170] Sobre el peso de la «estrategia alternativa» catalana, véase Ucelay, 1988: 76-78 y 1990: 77-85.

[171] Sobre los sucesos de Vera, véanse González Calleja, 1999: 313-316; Oña, 2004a: 249-280; Salcedo, 1964: 287-288, y Vadillo, 2019: 168-170.

[172] Las decisiones del Congreso Nacional de Barcelona, en Elorza, 1972: 160 y 197. Las del Congreso Anarquista de Lyon, en «Congrès des Groupes Anarchistes de Langue Espagnole résident en France tenu à Lyon les 14 et 15 juin 1925. Procès verbal in extenso» (París, VII-1925), en AGA, Asuntos Exteriores, Embajada en París, caja 6073, y Barrio, 1988: 271 nota 25.

[173] Sobre el nacimiento de la FAI, véanse Gómez Casas, 1977: 117-131; González Calleja, 1999: 325-336, y Vadillo, 2019: 173-180 y 2021: 114-126.

[174] Ucelay, 1979: 150.

[175] Ucelay, 1979: 162-164.

[176] Sobre el «complot de Garraf», véanse Casals y Arrufat, 1933: 99-107; Cattini, 2009: 193-196; Crexell, 1988: 71-149; González Ruano, 1930: 263-271; Oña, 2004a: 272-273; Pallarès-Personat, 2007: 170-175, y Tona, 1994: 139-142.

[177] Ucelay, 2018: 113-114.

[178] Sobre la implicación italiana en el asunto de Prats de Molló, que selló la caída del inspector Francesco La Polla y el Ufficio Speziale Riservato (USR), fundado en 1923 y encargado de espiar al antifascismo en el exterior, véanse Canali, 2004: 53-54, y Cattini, 2009.

[179] Sobre la intentona de Prats de Molló, véanse Bueso, 1976: 240-241; Carner Ribalta, 1952: 75-85; Cattini, 2009: 215-297 y 2021; Estévez, 1991: 523-529; Faura, 1991: 98-121; Fontbernat, 1930; González Calleja, 1999: 388-408; Jardí, 1977: 145-154; López de Ochoa, 1930: 125-135; Marco Miranda, 1930: 89-95; Oña, 2004a: 293-299; Perucho, 1930: 319-323; Sanahuja, 1932: 103-197; Tona, 1984 y 1994: 227-248; Ucelay, 1979: 268-278; 1984b y 2018: 115-118, y Xuriguera, 1930: 174-176.

[180] Tusell y García Queipo de Llano, 1990: 59, y García Queipo de Llano, 1987: 358.

[181] Cit. por Soldevilla, 1926: 78.

[182] El manifiesto de los generales Aguilera y Weyler, en Fernández-Rúa, 1975: 148-149; Guzmán, 1973: 74-76; Hernández Mir, 1930: 292-294; Idáñez, 1976: 22-23; J.L.G., 1931: 119-122; Marco Miranda, 1930: 71-76; Maura Gamazo, 1930b: 428-430, y Palomo, 1930: 74-77.

[183] Marco Miranda, 2005: 401-405.

[184] Las sanciones económicas fueron aplicadas a Romanones (500.000 pts.), Francisco Aguilera (200.000), Valeriano Weyler, José Manteca y Rager y Gregorio Marañón (100.000), Segundo García y García (30.000); Domingo Batet y Eduardo Barriobero (15.000); Marcelino Domingo (5.000); Mariano Benlliure y Tuero y Antonio Lezama (2.500), José Bermúdez de Castro (2.000) y Amalio Quílez Berenguer (1.000). Véanse «Las sanciones a los que entorpecen la buena marcha del país», La Nación (Madrid), 3-VII-1926, p. 1; Maura Gamazo, 1930b: 438-443; Marco Miranda, 1930: 187-274, y Pérez, 1930: 83-87. El desarrollo del movimiento, también en Alía, 2006: 183-199; Benzo, ¿1927?; Burgos y Mazo, 1931: 47-53; García de la Fuente, 84-117; González Calleja, 1999: 451-466; J.L.G., 1931: 116-122; Marco Miranda, 1930: 64-85; Martínez Ramírez, 1935: 129-137; Martorell, 2011: 370-373; Maura Gamazo, 1930b: 423-427; Moreno Luzón, 1998: 408-410; Oña, 2004a: 281-292; Palomo, 1930: 107-131; Salcedo, 1964: 291-294; Seco Serrano, 1984: 329-337, y Ucelay, 1979: 211-224.

[185] Sobre el conflicto artillero, que condujo a la declaración de la ley marcial el 5-IX-1926, la suspensión de empleo, sueldo, fuero y atribuciones a todos los jefes y oficiales de Artillería en activo y a la asunción por el Gobierno del control de sus instalaciones, véanse telegramas de Sir Horace Rumbold a Austen Chamberlain (San Sebastián, 6-IX-1926, 17:00 h. y 7-IX-1926, 16:30 h.) y despachos del mismo al mismo (San Sebastián, 9 y 19-IX-1926; 6 y 30-XI-1926 y 2 y 16-XII-1926), en TNA, Foreign Office, leg. 371/11936 pp. 104-105, 114-125, 201-205, 210-214, 216-219, 221-224 y 231-235; «Datos para la historia. El conflicto artillero», Hojas Libres, 6, IX-1927, pp. 14-30 y 10, I-1928, pp. 53-66; Benzo, 1931: 158-186; Boyd, 1990: 345-348; Gómez Navarro, 1991: 135-136 y 380-386; González Calleja, 1999: 466-470; Hoyos, 1962: 157-211; Oña, 2004a: 162-206; Pérez Salas, 1947: 36-37; Seco Serrano, 1984: 337-344, y Seco Serrano y Tusell, 1995: 409-429.

[186] Pasquín «Sánchez Guerra contra la monarquía absoluta. La comunicación de Sánchez Guerra al rey en 1926», en AHN, Audiencia Territorial de Madrid, Serie Criminal, Sumario 528/28, leg. 229/3, p. 845.

[187] «La protesta del Sr. Sánchez Guerra» (cartas de San Sebastián, 19-IX-1926 y 13-IX-1927), en ANC, Fons Francesc Macià, caja 36, exp. 05.02; «Sánchez Guerra contra la Monarquía absoluta», en HMM, sign. A/1717; Ayensa, 1930: 63-80; Burgos y Mazo, 1934-1935: II, 109-114 y 117-119; Martorell, 2011: 381-382; Maura Gamazo, 1930: II, 20-25 y 84-88, y Precioso, 1930: 75-93. La contestación de Primo, en El Debate, 21-X-1927, p. 1.

[188] Marco Miranda, 1930: 58-59. De hecho, en febrero de 1926 Acción Republicana, el Partido Republicano Federal, los republicanos catalanes de Marcelino Domingo, los radicales lerrouxistas e intelectuales como Marañón, Unamuno y Ortega habían constituido una Alianza Republicana, que en principio consideró la posibilidad de una convergencia con los liberales para posibilitar el retorno a la normalidad constitucional de la mano de un amplio frente político y social.

[189] «Informe del Estado Mayor del Ejército, 22 de septiembre de 1927», en AAE, Série Europe, 1918-1940, Espagne, leg. 38, p. 184.

[190] Véanse Carner Ribalta, 1952: 104; Culla i Clarà, 1977: 30 y Ossorio y Gallardo, 1976: 71. Tras el fracasado golpe de Valencia de I-1929, el Comité Revolucionario Catalán mantuvo contactos con los partidos políticos el resto del año (Ucelay, 1979: 444, y 1982: 99-101 y 112).

[191] «A los comisarios civiles de la Alianza Republicana», en AHN, Audiencia Territorial de Madrid, Sala de lo Criminal, leg. 229, exp. 1, cit. por Oña, 2004b: 19. Sobre este complot fallido, coincidente con el quinto aniversario de la Dictadura, véase Oña, 2004a: 300-320.

[192] Alía, 2006: 212-213.

[193] García Venero, 1963: 261.

[194] El texto de las proclamas de Sánchez Guerra en Valencia (30-I-1929), en Ayensa, 1929: 182-192; Guzmán, 1973: 95-96; Idáñez, 1976: 25, y Marco Miranda, 1930: 133-137. En el juicio posterior, Sánchez Guerra aseguró, muy en la línea del liberalismo de la época romántica, que había acudido a Valencia «para hacer guardar la Constitución». Sobre los sucesos de Ciudad Real y Valencia, véanse Alía, 2006: 209-240 y 2018: 60-72; Armiñán, 1948: 155-169; Ayensa, 1930: 45-59; Barango-Solís, 1929; Blanco, 1931: 163-169; Burgos y Mazo, 1934-1935: II, 9-148; Cabanellas, 1977: I, 143-145; Esplá, 1940: 85-90; Fernández-Rúa, 1975: 152-157; González Calleja, 1999: 482-493; Granada, 1929: 7-26 y 171-173; López de Ochoa, 1930: 140-166; Marco Miranda, 1930: 117-157 y 2005: 406-409; Martorell, 2011: 392-418; Maura Gamazo, 1930a: II, 209-214; Oña, 2004a: 321-362, 448-495 y 515-557 y 2004b: 15-20, y 2005; Palomo, 1930: 119-129; Pérez, 1930: 226-233; Precioso, 1930: 294-298; Sánchez Guerra, 1930: 59-146, y Causa 82/1929, «Rebelión Militar ocurrida en Ciudad Real en el Regimiento de Artillería ligera», en AHN, Tribunal Supremo, exp. 23. La huelga general de Alcoy, en Oña, 2004a: 509-514.

[195] Sobre el juicio a Sánchez Guerra, que comenzó el 28-X-1929 bajo la presidencia de Federico Berenguer, y su absolución, véanse «Consejo de Guerra celebrado en Valencia contra el Sr. Sánchez Guerra» (28-X-1929), en RAH, Archivo Romanones, leg. 2, exps. 47, 50 y 57; Granada, 1929: 33-163 y Un Consejo de Guerra histórico, París, Imprimerie Golor, s.f. [1929]. La acusación fiscal, la minuta de la sentencia y la defensa de José Sánchez Guerra y los 22 procesados (28-X-1929), en AHN, Tribunal Supremo, Fondo Reservado, exp. 23: José Sánchez Guerra y otros. Rebeliones, 1924-1925; Ayensa, 1930: 11-23, y Martorell, 2011: 420-423.

[196] Desmentido oficial sobre el complot de Andalucía de inicios de 1930, en J.L.G., 1931: 152-153, y Pérez, 1930: 305-307.

[197] Cit. por Franco, 1931: 96 y Garriga, 1978: 156.

[198] La trascendental nota oficiosa, en Guzmán, 1973: 130-131. El telegrama a los capitanes generales, en Berenguer, 1975: 21.

[199] Alonso Baquer, 1983: 234.

[200] Fernández Almagro, 1977: 427-428. El «plan Goded», en Alía, 2006: 243-246; Alonso Baquer, 1983: 216-217; Burgos y Mazo, 1934-1935: II, 149-249; Cierva, 1955: 314; Garriga, 1978: 154-157; González Calleja, 1999: 493-504; Maura Gamazo, 1981: 28-31; Oña, 2004a: 559-564; Seco Serrano, 1984: 359-360, y Ucelay, 1979: 453. La consulta a los generales y el conato de crisis «oriental», en Villanueva, 1930: 176-179. La crisis final de la Dictadura, también en Seco Serrano y Tusell, 1995: 595-610.

[201] La calificación de la actitud militar a inicios de 1930 como pronunciamiento pasivo es de Calvo y Jordá Olives, 1982: 62.

[202] Sobre esta cuestión, véase Ucelay y Tavera, 1994.

[203] Duarte, 1997: 192.

[204] Sobre el Pacto de San Sebastián, véanse, entre otros, Aiguader, 1932: 75-97; Ben-Ami, 1990: 154-161; Borràs Betriu, 1997: 144-150; Fernández-Rúa, 1977: 142-146; Marsá e Izcaray, 1935: 163-164; Maura Gamazo, 1981: 69-72, y Poblet, 1977: 142-151. Documentación policial sobre la reunión, en AHN, Gobernación, Serie A, leg. 45A, exp. 4.

[205] Ironías sobre el «plan visigótico-republicano» de Villabrille, en el artículo de Indalecio Prieto, «El pacto de San Sebastián» (Prieto, 1967-1969: I, 61-62). Exposición del plan en su conjunto, en Cierva y Hoces, 1969: 129.

[206] Los reparos de Besteiro a la colaboración con los republicanos, dictados en gran parte por su recuerdo de la huelga de agosto de 1917, en Coca Medina, 1975: 7.

[207] Extractos del libro de Antonio Bartolomé y Mas (1932), en CDMH, Madrid, Sección Político Social, leg. 721, p. 191.

[208] En Partido Socialista Obrero Español, 1934, aparecen bien expresadas las posturas de los diversos dirigentes socialistas. Véase al respecto las intervenciones en este Congreso de Besteiro (pp. 49-57 y 79-88), Largo Caballero (pp. 57-79 y 88-96); De los Ríos (pp. 98-102), Cordero (pp. 102-107), Saborit (pp. 107-111) y Prieto (pp. 111-122).

[209] Niceto Alcalá-Zamora, «De la prisión al poder», El 10-V-1931, p. 2.

[210] Cit. por Rosal, 1977: I, 324-325. Véase también Ben-Ami, 1990: 223. En la versión dada en Unión General de Trabajadores de España, 1932: 10-11, y Partido Socialista Obrero Español; 1932: 4, el polémico punto establecía la declaración de huelga general donde hubiera militares comprometidos. La intención era que estas fuerzas «tan pronto como se encuentren en la calle, se vean asistidas por el pueblo que los anima» p. 21). Donde no hubiera fuerzas implicadas se declararía igualmente la huelga general pacífica. De todos modos, resulta difícil comprobar la literalidad de las instrucciones transmitidas a las federaciones y secciones del PSOE y la UGT, ya que estas fueron destruidas y aprendidas de memoria por los responsables de la organización insurreccional socialista.

[211] Culla i Clarà, 1981: 34.

[212] Busquets, 1996: 873. los pormenores de la implicación anarquista en los últimos ensayos insurreccionales contra la Monarquía en Pou y Rouquillas, 1933.

[213] Alonso Baquer, 1983: 227.

[214] Sobre la rebelión de Jaca, véanse Alía, 2018: 72-77; Alonso Baquer, 1983: 224-228; Arderíus y Díaz Fernández, 1931: 285-319; Berenguer, 1975: 215-222; Busquets, 1996: 878-882; Cabanellas, 1977: I, 180-184; Comín Colomer, 1953; Cierva y Hoces, 1970; Gómez Gómez, 1996: 143-314; González Calleja, 1999: 558-570; Guzmán, 1973: 443-457; Hernández Aldama, 1931; J.L.G., 1931: 239-266; Kelsey, 1994: 69-76; Maura Gamazo, 1981: 109-112; Mola, «Tempestad, calma, intriga y crisis», en O.C., 1940: 493-530; Oña, 2006 (comparación sistemática con el proceso insurgente de Ciudad Real del año anterior); Pabón, 1952-1969: II-2, 64-70; Seco Serrano y Tusell, 1995: 702-704; Tuñón de Lara, 1976, y Villanueva, 1931: 129-144.

[215] Sobre el proceso incoado a este consejo de guerra, véase el informe fiscal ante el Tribunal Supremo y la sentencia absolutoria al general Berenguer dictada el 16-V-1935, en Fiscalía General del Estado, 1935: LIII-XCIV (con importantes detalles sobre la rebelión de Jaca).

[216] El fracaso de la intentona revolucionaria de diciembre de 1930, en AHN, Fondos Contemporáneos, Tribunal Supremo, Fondo Reservado, Sumario 351: Sucesos de Jaca (1930), exp. 46, caja 12 (situación de las fuerzas en varias regiones); circular 126, de 15-XII-1930: informe del ministro de la Gobernación al director general de Seguridad, gobernadores civiles y delegados del Gobierno, informando sobre los sucesos de Jaca, en AHN, Gobernación, Serie A, leg. 42A, exp. 13; Alonso Baquer, 1983: 224-228; Arderíus y Díaz Fernández, 1931: 285-319; Arrarás et al., 1939-1944: I, 199-203; Ben-Ami, 1990: 172-174; Béraud, 1931: 221-242; Berenguer, 1975: 215-229; Cabanellas, 1977: I, 180-186; Cierva y Hoces, 1970; Clavero, 2015: 56-62; Comín Colomer, 1953; Díaz Guisasola, 1981: 122-132; Díaz Sandino, 1990: 57-60; Ferrerons y Gascón, 1985; Franco, 1931: 163-175 y 1932: 181-210; Garriga, 1978: 200-204; Gómez Gómez, 1996: 143-386; González, 1975; González Calleja, 1999: 571-579; Guzmán, 1973: 443-484 y «Sublevación de Jaca y Cuatro Vientos», en Giner, 1975: I-14, 261-280; Hernández Aldama, 1931; Hidalgo de Cisneros, 1977: I, 239-271; J.L.G., 1931: 239-266; Kelsey, 1994: 69-76; Mateo y Sousa, 1980: 30-34; Maura Gamazo, 1981: 109-114; Mola, «Tempestad, calma, intriga y crisis», en 1940: 493-556; Monleón, 1978; Pabón, 1952-1969: II-2, 64-70; Sampelayo, 1981; Seco Serrano y Tusell, 1995: 702-705; Torralba Coronas, 1980: 16-22; Tuñón de Lara, 1976, y Villanueva, 1931: 129-14.

[217] Juliá, 1984a: 27-29.

[218] Véase Preston, 1976, esbozo del capítulo inicial de su obra de 1978: 15-54.

[219] Cruz, 2014: 279-280.

[220] Juliá, 1995: 495-496.

[221] Boyd, 1990: 373.

[222] Versiones conservadoras de los desórdenes estudiantiles de 24 a 26-III-1931, en Alcalá Galiano, 1933: 168-173; Arrarás et 1939-1944: I, 215-219; Cruz, 2014: 70-72; Gutiérrez-Ravé, 1932: 55-58; Hoyos, 1962: 71-100 y 210-216; Jato, 1975: 105-112; Pabón, 1952-1969: II-2, 100-101, y Viqueira, 1989: 316-327. La versión opuesta, en Vidarte, 1977: 367-370. Los procesos ulteriores para depurar responsabilidades por los hechos, en AHN, Tribunal Supremo, Fondo Reservado, Sumario 295, exp. 29 y AHN, Tribunal Supremo, Fondo Reservado, Causa 1776/1931, exp. 4.

[223] Bahamonde y Toro, 1976: 21-23.

[224] El análisis de estos resultados, en Ben-Ami, 1990: 333-337 y 434-453, superado por Sánchez Pérez, 2023. Véase también Seco Serrano y Tusell, 1995: 720-728.

[225] Véase infra, «El tránsito hacia el enfrentamiento de clases (1933-1934)», cap. II.

[226] Los reproches del rey al Gobierno, en Cortés-Cavanillas, 1932: 226. Las censuras de Romanones, en Calvo y Jordá Olives, 1982: 79-80. Las manifestaciones de impotencia de Hoyos y Berenguer, en Romanones, 1931: 26, quien comete una imprecisión al afirmar que, nada más comenzar el Consejo, el Gobierno Provisional ya se estaba instalando en Gobernación.

[227] Berenguer, 1975: 340-342 y 350. Este autor también afirma que fue el CRN quien deseaba proclamar el estado de guerra, y asegura que este no se publicó porque así lo solicitó confidencialmente el propio CRN al ministro Gascón y Marín.

[228] La situación en el Ministerio de la Gobernación y la toma del poder, en Borràs Betriu, 1997: 291-297; Cruz, 2014: 82-85; Maura Gamazo, 1981: 169-172; Ortega y Gasset, 1981, y Sánchez-Guerra, 1932: 165-171.

[229] Las manifestaciones de Marañón, en Villanueva, 1931: 179. Las del conde, en Romanones, 1931: 81.

[230] Ben-Ami, 1990.

[231] Requena, 1995b: 354-356.

[232] Requena, 1995a: 12.

[233] Almagro San Martín, 1947: 60, confirma que las manifestaciones contra Berenguer y el rey tenían inflexiones burlescas de Carnaval. Laín Entralgo; 1976: 97-99 también destaca el «carnavalesco ingenio popular». Otras referencias a la fiesta revolucionaria en Madrid y Barcelona, en J.L.G., 1931: 338-344 y Pla, 1986: 18-30. Una vívida reconstrucción histórica del júbilo popular en aquellas horas, en Juliá, 1984a: 9-21, 1986 y 1995: 498-499. Sobre la proclamación de la República, véanse también Clavero, 2015: 120-212; Cruz, 2014: 63-101, y González Calleja, 1999: 608-627.

Chapter 5: I. El Estado, entre el orden y el desorden: la modernización de la violencia política en el reinado de Alfonso XIII (1902-1931) - Política y violencia en la España contemporánea II: Del «Cu-Cut!» al Procés (1902-2019) (2024)

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